Proclama de una pasión
Santa Cruz de la Sierra. – Mi biblioteca es el bien principal del patrimonio, asaz modesto, que he forjado hasta hoy. A diario, contemplo cada uno de los títulos que llenan mis repisas, pues siento una satisfacción extraordinaria cuando lo hago. Desde luego, experimento el mismo efecto al mirar las pilas de volúmenes que se posan sobre mesas, escritorios y demás muebles. Existen personas con fervores vinculados a otros campos, sujetos que poseen predilecciones e intereses distintos; empero, me parece inconcebible el desprecio de los libros.
Admito que, como los lectores impetuosos constituyen una rareza, algunos puedan tachar estas palabras de afectadas, descomedidas, inverosímiles. En cualquier caso, no pediría la pena capital para castigar a esos individuos, aunque sí tendrían mi apoyo quienes propugnaran una revelación pública de su grosería. Debo bastante a esas obras del ser humano, tanto que sería inllevable una vida sin sus dichas. A pesar de mis limitaciones, las páginas que confecciono intentan probar esta pasión. Escribir es una ocurrencia derivada del apego a la lectura, un esfuerzo por integrarme a ese universo que no ha cesado de causar maravillas. Acaso esto me haga ceder al impulso de recordar títulos, pasajes y autores, importunando a ciertos mortales que osan leerme. Ruego porque la cólera de los literatos que invoco sea mínima.
Exceptuando a dos profesores del colegio donde conseguí el bachillerato y un docente universitario, pienso que mis mayores maestros fueron los tomos consumidos desde la infancia. Sostengo que una buena bibliografía es superior a todo plantel; las hojas de un libro me han enseñado más que cuantiosos educadores. Tal vez el paso por las aulas haya convenido, en gran parte, porque pude conocer allí a nuevos autores, los que suplieron las deficiencias de la época. Es inobjetable que, como la discusión con el creador de un texto no resulta siempre hacedera, el profesorado tiene sus ventajas; sin embargo, yerra quien presume provechosa cualquier conversación entre alumno y maestro. Como nadie puede negar que la mediocridad se apoderó de casi todas las universidades, incluir a estos centros en mi detracción es razonable. Para percibir el tamaño del problema, basta revisar los debates sobre la calidad educativa que diferentes asambleas han llevado a cabo. Supongo que hay excepciones, tanto nacionales como extranjeras; no obstante, la regla es un estudiantado dispuesto a regodearse en su ignorancia, estimulado por una práctica deplorable de la docencia. Ello hace que, cuando se busca probar destrezas, encuentre tediosa e ineficaz la exhibición de títulos profesionales. La facilidad con que se cometen las falsificaciones de tales documentos no me ayuda a moderar el juicio. Por consiguiente, siquiera entre individuos que aprecian los genuinos blasones, pocas cosas son tan aborrecibles como el endiosamiento de un campus.
Es evidente que, cuando hay ese género de reveses institucionales, el camino del autodidactismo se vuelve seductor, atrayendo a quien no quiere paralizar su crecimiento intelectual. En lo concerniente a las ideas que fundan concepciones particulares, subrayo que se aprende poco de peroratas, tertulias e irreverencias grupales. Refuto que surjan así las mejores reflexiones, aquéllas relacionadas con trabajos destinados a batallar en la historia del pensamiento. Por ejemplo, destaco que me identifiqué como liberal merced a un libro de Mariano Grondona, El posliberalismo. Nada de guías o paternalismos profesorales; abogar por esa estupenda doctrina fue dable porque, sentado frente al volumen antedicho, consideré plausibles sus razonamientos. Pese a que mi gusto por la libertad individual había sido alentado en el hogar, su esclarecimiento fue factible recién cuando leí al célebre columnista de La Nación. Como era previsible, nuevos textos llegaron y la defensa del ideario que John Locke ayudó a irradiar, hace más de tres siglos, se convirtió en un motivo legítimo para levantar la voz. Además, mediante sus notables intervenciones, descuento que Mario Vargas Llosa haya influido en el entusiasmo compartido por quienes, en esta región del planeta, lidian con los heraldos del socialismo. Acentúo que, a diferencia de lo sucedido con los pensadores liberales, las obras encadenadas al marxismo me provocaron generalmente náuseas; por ende, la sola lectura no garantiza prosélitos: si los folios carecen de sensatez, un libro termina siendo desechable, distanciándonos del cometido perseguido por su compositor.
Mi formación en el campo de la filosofía responde a una inquietud personal, pero fue también soliviantada por libros que no aceptan meras ojeadas. El estudio de la travesía del pensamiento occidental se inició con Erich Fromm y, recorriendo escritos publicados en distintos períodos, es una misión que no planeo abandonar. Afirmo que Borges dio una de las razones cardinales para dedicarse a estas tareas: «La lectura tiene que ser una felicidad, y la filosofía nos da una felicidad, que es la de considerar el problema». Se trata, pues, de otra consecuencia que debe ser atribuida a la bibliofilia, mal del cual soy feudatario desde hace mucho tiempo. Es probable que, realizándose de manera solitaria, mi preparación consienta críticas, en las cuales se me imputen prejuicios, omisiones o interpretaciones delirantes. Por suerte, aunque esos cuestionamientos fueran acertados, la vía del aprendizaje autónomo no sería censurable, ya que se habría patentizado sólo la necesidad de intensificar el trabajo. Las bondades se advertirán en algún momento. Lo elemental es gozar de la experiencia; sin falta, las amarguras indicarán cuándo se tienen que cambiar los hábitos. Estoy seguro de que, mientras sea posible, si una disciplina no despierta nuestro interés, debe descartarse su conquista. A veces, ni un esplendoroso libro puede librarnos del malestar producido por una materia que, aun sin justa causa, estimamos inaguantable. No creo que sea beneficioso imponer una ligazón con cualquier ámbito del conocimiento, forzando su aprehensión y penando apatías, porque la vida es demasiado breve como para gastarla en labores indeseables. Superado el martirio de las equivocaciones magisteriales que no logramos evitar, corresponde a cada uno disfrutar discrecionalmente del portento dispensado por la literatura.
El autor es escritor, político y abogado.
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