La muerte del dragón
La Vanguardia, Barcelona
Si revisáramos las leyendas y los mitos que durante siglos han acompañado nuestro universo simbólico, la mayoría se estrellarían en el frontón de la sensibilidad moderna. Caperucita, por ejemplo, sería hoy una amante de los animales que protegería al lobo, en claro peligro de extinción, y que se manifestaría contra su caza indiscriminada. Y eso de la Blancanieves durmiendo a la espera del príncipe salvador se daría de bruces con la lucha por la emancipación femenina. Se mire por donde se mire, la corrección política no ampara nuestra memoria legendaria, no en vano las leyendas son producto de los miedos, los retos y los prejuicios de los tiempos en los que nacen.
En casa, por ejemplo, en algunas fiestas, perpetramos un emocionante ritual. Abrimos el magnífico Costumari Català de Joan Amades, miramos qué dice, y generalmente abundan las sorpresas. Hoy toca Sant Jordi. Según Amades, Sant Jordi fue instaurado patrón de Catalunya por Pere I en el año 1094, después de ganar la batalla de Alcoraz al rey árabe Almozaben, pero su coronación popular se produjo más tarde: a partir de 1343 en Valencia, de 1407 en Mallorca y generalizada en Catalunya en 1427, aunque su nombramiento oficial como patrón de Catalunya es de 1459.
Durante siglos, pues, Sant Jordi acompañó las cuitas de los reyes catalanes, ganando batallas –como la célebre batalla de Alcoi–, salvando niños, rescatando princesas y siendo la gran fiesta del pueblo catalán. En Eivissa, donde se celebraba con pasión, se cantaba al final de la fiesta: "Adéu Sant Jordi,/ fins l´any que ve,/ que, si em deu salut i vida,/ ja us promet que tornaré". Dice Amades que, aunque la tradición de regalar rosas nace de la propia leyenda de Sant Jordi (el dragón abatido se convierte en un rosal), se consolida de forma masiva con la fira dels enamorats en 1840, cuando los novios las regalaban a sus enamoradas.
De libros, no habla, quizás porque esta tradición, mucho más moderna (se sitúa en los años treinta), no nació de la veneración popular, sino del deseo oficial de consagrar la fiesta a la lectura. Las muertes de Shakespeare y Cervantes en ese día acabaron de mitificar el día de Sant Jordi, con el remate simbólico, en Catalunya, de la muerte del gran Josep Pla, un 23 de abril de 1981. De todas las fiestas, pues, esta es especialmente bella, no sólo por la fuerza de su simbolismo, sino también por el carácter secular de su enorme popularidad.
Un pueblo que dedica un día a regalarse belleza y cultura dice algo bueno de sí mismo. Probablemente ahora no mataríamos al pobre dragón, los libros los leemos básicamente nosotras y las rosas son para todos. Pero la grandeza de una leyenda no está en cómo nace, sino en cómo se transmuta más allá de los tiempos. Y en este caso, la cosa es magnífica. Fíjense: el caballero Sant Jordi empezó matando dragones y ha acabado leyendo libros.
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