Las raíces de la violencia
En la actualidad no sé si tal costumbre persiste y, sobre todo, si sigue guardando el mismo significado. Esta no es, sin embargo, una costumbre exclusivamente católica ya que recurren –o recurrían– a este mismo símbolo otras sectas cristianas.
Tal es el sentido que tiene “La cinta blanca“, la película más reciente de Michael Haneke que, en su corto transitar (acaba de ser estrenada fuera de Alemania), ha conquistado ya los premios de la Academia de Cine Europeo a la mejor película, mejor director y mejor guión.
La preocupación por la violencia y su origen vuelven a estar en la mesa de discusión. Quizá no se haya retirado nunca. De todos modos, casi coinciden en esta época “La ola” (“Die Welle, Dennis Gansel, 2008) y a la que hago referencia en esta oportunidad. Fotografiada en un estupendo blanco y negro (no son necesarios los artificios técnicos cuando la historia tiene peso por sí misma), narra la vida en un pequeño pueblo alemán, protestante, del norte del país, un par de años antes de estallar la Primera Guerra Mundial.
Es una película coral en el sentido de que no hay individualidades. El protagonista es el pueblo entero donde los adolescentes y los niños juegan un rol fundamental. ¿Cuál es su sentido? Pues serán ellos los mismos que veinte años más tarde serán los protagonistas del nazismo, como sus víctimas o sus verdugos. Haneke ha dicho que él no sabe si esta es la respuesta, pero es la que ha encontrado y la ofrece a los demás.
Si bien la historia está narrada a través del maestro, tienen igual importancia el médico, el pastor protestante, el terrateniente, el administrador, la comadrona y los hijos de estos. Se rigen por una férrea disciplina impuesta desde arriba: al pastor por Dios, al terrateniente por el sistema social y económico, a la comadrona por el médico, al maestro por las autoridades de enseñanza. Los niños reciben la disciplina de sus mayores, la que no se discute, la que incluye golpes con una vara que ellos mismos deben entregarle a su progenitor para que los azote, o bien aceptar que se les aten las manos a la cama mientras duermen para que no cometan “el pecado que no se nombra”.
Paralelamente van sucediendo en el pueblo misteriosos hechos de violencia: el médico se cae del caballo y se rompe una clavícula, la mujer de un campesino cae en la rueda hidráulica de un molino, una noche arden unos establos. ¿Quién comete tales actos? ¿Quién se está vengando de alguna injusticia sufrida? Un aire de misterio, de secreto compartido pero no dicho, recorre toda la película en la que el estallido de la Primera Guerra Mundial llega a través de la noticia de que habían asesinado al heredero de la corona del imperio austro-húngaro en Sarajevo.
El pastor protestante ata la cinta blanca al brazo de sus hijos para que les recuerde el sentimiento de pureza e inocencia que deben observar, el mismo que él les ha enseñado con sus duras prácticas. Pero abajo de ese mundo de juegos propios de la niñez y la adolescencia, hay como un aire de perversidad soterrado, una perversidad que solo se siente, que siempre está por estallar pero que a lo último se contiene. ¿Serán estos sentimientos los que veinte años más tarde aflorarán? El canario del pastor, muerto con una tijera, el aparente suicidio del campesino, el castigo que sufre el hijo deforme de la comadrona al punto de quedar ciego, ¿se convertirán veinte años después en aquellas víctimas del horror nazi entre las que figuraron no solo judíos y gitanos, sino también unos quinientos mil alemanes fusilados, ahorcados y decapitados por resistir a las ideas de Hitler? Hoy la cinta ya no es blanca, pues la historia nos ha hecho perder la inocencia. Solo queda el consuelo de lograr una enseñanza.
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