Panamá: Libertad, asociación y producción
La Prensa, Panamá
En la actual controversia acerca del incremento demencial del salario mínimo, que en un artículo anterior denuncié como una medida para excluir a los que menos tienen de la formalidad en la economía y de la división del trabajo, salían algunos comentaristas a exponer que el Gobierno, como siempre, “debe salir a buscar fórmulas que aumenten la productividad y así evitar que estas medidas aumenten el desempleo y la informalidad”.
Esto está bien, en el sentido de que si tú no aumentas tu productividad por encima de la barrera establecida por el Estado para el salario mínimo, no podrás obtener empleo formal en este país, bien.
Sin embargo, el problema con este tipo de argumentos es que fallan por completo en identificar que el principal impedimento para el aumento de la productividad de los trabajadores en este país son precisamente las leyes del salario mínimo y las más de 500 páginas de código laboral que impiden el surgimiento y evolución del fundamento mismo de la productividad en la economía, que es la división del trabajo formada en la asociación libre y voluntaria de individuos para producir.
Olvidan, además, que la educación no es más que un complemento a esta división del trabajo, división producto de la libre asociación de individuos para producir, y nunca su fundamento. Sin libertad de asociación, el aumento de la productividad no será más que una quimera con un montón de “licenciados” manejando taxis.
Es curioso saber que tan pocos ciudadanos citadinos de clase media, como son muchos de ustedes, lectores, y yo, están conscientes de qué tan inútiles seríamos si de nosotros dependiera nuestra existencia, si no tuviéramos posibilidad de asociación para producir o intercambiar. Trate usted de sobrevivir en una selva darienita o en una isla desierta, y de muy poco le servirán todos sus títulos obtenidos aquí o en el extranjero, pronto caeremos en un estado que los estadísticos llaman “extrema pobreza”.
La razón es muy simple, como Adam Smith descubrió mucho tiempo atrás, la esencia de la riqueza de las naciones es la división del trabajo. Un individuo por sí solo, no importa qué tan capacitado o educado esté, rápidamente se reducirá a un estado de supervivencia. En una economía avanzada todos los ciudadanos dependemos de una serie de contratos entre individuos, imposibles de comprender para cualquier burócrata o planificador, pero que en sí crean la enorme abundancia: Desde los alimentos siempre disponibles en el súper hasta celulares de alta tecnología para niños de escuela. Sin estas asociaciones, nada de esto sería posible y quedaríamos como náufragos en una isla desierta.
El fallo en entender este hecho es consecuencia general de las grandes falacias económicas, que producen disparates como leyes de salario mínimo. Es juzgar el libro por la cubierta invirtiendo el orden de los factores. Como cuando los bárbaros, que al invadir las ciudades romanas, se maravillaban ante el agua que salía de los grifos en las ciudades y pensaban que tomando los grifos y llevándolos a sus ciudades iban a obtener agua fluyendo de ellos.
Los bárbaros no notaban que detrás de esos grifos existía una complejísima infraestructura de los cuales los grifos eran un pequeño complemento final y más visible. Es así como piensan estos bárbaros modernos, que creen que con la manipulación del salario se aumentarán los ingresos. Y en cuanto a la educación, estos bárbaros piensan que la educación vale por sí misma, cuando en realidad es un complemento a una estructura. Un neurocirujano de Harvard vale poco en una isla desierta.
Las consecuencias de estas falacias para nuestro país van mucho más allá de las cifras del desempleo. Su verdadera consecuencia está en que un pobre no puede contratar a otro pobre. Que un pobre que pretenda utilizar todo el desempleo a su alrededor y utilizar estos recursos ociosos para construir casas para los vecinos que paguen con sancocho pronto se encontrará con un funcionario del Estado que le impondrá la multa correspondiente.
¡Prohibido asociarse, prohibido trabajar! A menos que se pague las sumas de dinero que implican los incontables permisos. De allí la pobrísima generación de empresas en este país. Situación que empeora a medida que bajas en la escala social o te alejas de los centros urbanos. Consecuencia: migración a la ciudad y barrios marginales, crímenes, pandillas. Y como en este país todo se arregla con parches, bueno, entran las leyes de excepción donde a compañías extranjeras se les exceptúa de todos los tributos y regulaciones que tienen que seguir los “panameñitos vida mía”. La empresa: un privilegio de aquellos con conexiones y abogados.
Como país, nuestras leyes son el reflejo de nuestros prejuicios. Para nuestros gobernantes la riqueza y las empresas son algo que se genera desde arriba y por los de arriba. La parafernalia de leyes y regulaciones que impiden y limitan contratos de trabajo son fiel reflejo de este prejuicio. Es resultado de un país donde casi la mitad de la población activa vive en la informalidad, porque asociarse para producir es solo cosa de ricos. Donde los pobres viven como náufragos, esperando ser rescatados por el “siguiente gobierno”. Se les prohíbe ser productivos.
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