El año que voló
No queda nada para decirle adiós al 2009 y comenzar un año más. El tiempo se escurrió a toda prisa y yo con él, sin apenas pausa para detenerme a descansar en el quicio de tanto apuro.
Ha habido más momentos buenos que regulares este año en el que, como siempre, los viajes aliviaron la rutina y disiparon las nostalgias. Un verano más en Madrid y el reencuentro con los amigos queridos de siempre. A punto de embarcarme en el avión de regreso a Miami, mi amiga Ana me llama desde la sala de maternidad para anunciarme que su tercer hijo acababa de nacer. Por más que invocamos su llegada a este mundo antes de mi partida, Pepe, que así se llama el crío, se resistió hasta el último momento, y sólo asomó su cabeza cuando se aseguró que ya estaba acomodada en el avión. Pocos meses después tuve la dicha de conocerlo personalmente. Pepe es tan guapo como sus hermanos.
Un año más pasaré estos días de asueto lejos de Madrid. Aunque no solía comprar lotería de Navidad, desde la lejanía no puedo evitar la emoción cuando los niños del colegio de San Ildefonso cantan el Gordo. Esta Navidad ha tocado en dos barrios populares, Bravo Murillo y Getafe, y la gente celebra en las calles. Nieva en la ciudad y mis amigas llevan a sus hijos pequeños a conocer la nieve.
En el 2009 visite a mi hija mayor en Washington y redescubrí esta ciudad en la que, curiosamente, pasé unos días cuando estaba embarazada de ella. De aquel breve viaje recordaba unos gratos paseos en Georgetown con Sandra y una divertida cena en un restaurante etíope. Qué caprichosa es la memoria, porque todavía hoy tengo presente la ropa que llevaba en el tramo final del embarazo, cuando charlábamos animadas en las calles del animado barrio universitario. Son evocaciones que reaparecieron durante esta nueva estadía, con mi hija hecha una mujer y haciendo sus primeras incursiones profesionales. Ya no soy aquella joven, sino la madre de dos muchachas que crecieron tan deprisa como este año que se ha ido al vuelo.
En la plaza de Dupont Circle disfruté de mañanas ociosas al sol y en esta ocasión fue mi hija la que hizo de Cicerone en una ciudad que ya conoce mucho mejor que yo. Comienzo a hacerme a la idea de que ya no soy yo la que las lleva a ellas de la mano en sitios nuevos que las deslumbran, como sucedió en Venecia cuando eran pequeñas. O en el Cairo, en un viaje familiar. O cuando llovió tanto en Londres junto a María y sus dos hijos. Entonces los cuatro eran chicos, los llevábamos de museos y nos fotografiamos en Trafalgar Square con la humedad de la llovizna metida en los huesos. O incluso sin salir de Madrid, aquellas tardes de meriendas en el Burger. Los niños enredados en la piscina de bolas y deslizándose en el tobogán mientras los mayores procurábamos conversar de esto y aquello. Eramos dos mamás en plena faena. De eso hace mucho. Tanto, que hoy parecen instantáneas de postales antiguas y amarillentas.
Como tenemos vocación de viajeras y nuestro espíritu es inquieto, mis retoños y yo despediremos en Nueva York este 2009 que se nos escapa. Fue la ciudad donde pasé mis años universitarios y donde mi hija mayor tomó el relevo. Tal vez lo sea de la pequeña cuando le llegue el momento de echar a andar sola en la primera etapa de su vida adulta. A las tres nos enloquece esta metrópoli vertical, apretada y viva las 24 horas del día. Recorreremos sus calles hasta agotarnos y veremos estrenos de películas en nuestros cines favoritos. Porque nos gusta volver a los mismos sitios, que son viejas querencias mías. De Saint Marks Place cruzaremos hasta una calle del East Village donde hace mucho viví en un pequeño estudio que se asomaba a un jardín interior.
Diremos adiós a este año tan fugaz que ya se fue sin haberse ido del todo, y nos sentiremos turistas felices y despreocupados. Inevitablemente pensaré en mis amigos, regados por el mundo. O más bien soy yo la que siempre anda descolgada, y ellos instalados en sus vidas ordenadas. Hará frío en Nueva York cuando nos sorprenda el nuevo año.
Firmas Press
- 23 de julio, 2015
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