El MAS, partido de Estado
La Paz. - Como todos previeron, el MAS arrasó en las elecciones generales del 6 de diciembre. Obtuvo algo más del 60 por ciento de los votos, lo que obviamente asegura la reelección de Evo Morales, y además consiguió votaciones muy importantes, sólo levemente inferiores a las logradas por la oposición, en las tres regiones del oriente del país, que hasta aquí habían sido consideradas "rebeldes" a su gobierno.
Y ha ganado en otra región adversaria, la sureña Tarija. De modo que, por primera vez desde que el ascenso de Morales comenzara, puede decirse que esta vez ha triunfado de forma genuinamente nacional, lo que confirma algo que ya dijimos hace algún tiempo: que la polarización política ha terminado en Bolivia.
La votación fue tan aplastante que hace pensar que el partido oficialista logrará los dos tercios del Parlamento, suficientes para hacer todas las designaciones para las instituciones estatales, e incluso para reformar la Constitución y aprobar, por ejemplo, una nueva reelección de Evo Morales en 2015.
¿A qué se debe la hegemonía oficialista, que ha borrado del recuerdo los múltiples conflictos que se produjeron en los últimos años, algunos de ellos tan serios que impidieron al Presidente aterrizar en amplias zonas del territorio nacional? Las élites regionales que se opusieron al proyecto de Morales desde el principio, por lo que éste tenía de centralista, arbitrario y redistribuidor, no lograron mostrarse como una alternativa viable, no ahora, sino ya desde por lo menos un año.
En ese momento trataron de forzar las cosas con un enfrentamiento definitivo, pero fracasaron por la falta de disposición de las bases antievistas que dirigían, las cuales, por su extracción social, tenían mucho más que perder que los adherentes campesinos y pobres urbanos del Presidente. Cuando esto ocurrió, el bando opositor colapsó en medio de fuertes contradicciones internas. Desapareció entonces uno de los polos del antagonismo que había tensado al país y, de ahí en adelante, las distintas fuerzas políticas y sociales no tuvieron otra que comenzar a adaptarse a la nueva correlación de fuerzas, siguiendo uno de los hábitos más acendrados de la cultura política boliviana: el oportunismo de las clases medias y la conversión de las élites políticas, sean éstas las que fueran, en las "clases dirigentes" en todos los sentidos.
La campaña electoral no fue más que la expresión de esta asimetría. De un lado el vibrante Morales, apoyado en todo el aparato estatal (que no dudó en aprovechar a su favor), y con un discurso que coincide con la ideología tradicional del país, el estatismo redistribuidor; y del otro una oposición debilitada, dividida y sin dinero. Pero, además, sin un discurso inteligente que oponer a la receta súper exitosa de la "nacionalización de los recursos naturales para usar los excedentes generados por el nuevo Estado productor en la industrialización y modernización del país". Como se ve, el mensaje del MAS es exactamente el mismo que popularizó el MNR durante los años cincuenta. Desde entonces sólo desapareció del todo por unos pocos años en la década de los 90, pero ya ha vuelto y hoy vive un nuevo apogeo.
La fuerza de estas ideas reside en que apelan al deseo generalizado de la mayoría de la población de obtener una parte de las rentas de los recursos naturales, y a recibir del Estado garantías de bienestar; pero también al respaldo que le ha dado el extraordinario nivel de precios de las materias primas que vende Bolivia al mundo. Un nivel tan alto que, pese a la recesión mundial, el país sigue creciendo, multiplicando sus ingresos, y por tanto mostrándose capaz de financiar los grandes sueños del estatismo: en estos comicios el MAS ofreció poner un satélite en el espacio, un tren bala en el altiplano e infinidad de industrias pesadas para, por ejemplo, procesar el litio que también abunda en el país, al punto de, según se espera, producir baterías y hasta automóviles "made in Bolivia".
Como sea, lo cierto es que por un tiempo que puede ser equivalente al período de gobierno, cinco años, pero también mayor, Bolivia ha dejado de tener un sistema de partidos "normal", como el que había en las pasadas décadas. En lugar de eso, hoy han desaparecido los partidos tradicionales (los nuevos todavía no pueden considerarse más que "clubes electorales"), y casi todo el espacio político está ocupado por el MAS, que concentra las iniciativas políticas, los representantes, las autoridades y los recursos políticos formales e informales del país.
Como ya se vio en la campaña electoral, ésta "obesidad" está generando una confusión entre el partido oficialista y el Estado, y el primero se ha convertido en el canal de acceso privilegiado al segundo. El MAS, por tanto, comienza a funcionar como un "partido de Estado", parecido al que fue su antecesor y (secreto) inspirador, el MNR de los cincuenta, cuando éste todavía era "revolucionario".
Ahora bien, al MNR el actuar como partido de Estado le duró todo el tiempo en que logró mantenerse unido. Uno de los peligros de la hegemonía, de la ocupación por parte de un solo partido de la totalidad de la vida pública, está en que las disputas que se expulsan por la puerta vuelven a entrar por la ventana, es decir, como conflictos entre facciones internas. La política, así, deja de ser inter-partidaria para volverse intrapartidaria. Pero sigue existiendo.
¿Cómo administrar esta situación? Esta pregunta entraña el nuevo desafío para Evo Morales.
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