¿Demandar o no demandar?
Libertad Digital, Madrid
¿Demandar o no demandar? Esa es la cuestión.
Después de que se fabricaran unas declaraciones racistas y después atribuidas sin motivo alguno a Rush Limbaugh, éstas son las opciones que tenía.
Para mí es fácil entender que no se trata de una decisión sencilla, porque también he tenido que enfrentarme a ella. Recientemente se publicaron en internet una serie de columnas escritas por Dios sabe quién y publicadas en la red a mi nombre. Lo que se decía en esas falsas columnas no tiene nada que ver con lo que realmente llevo décadas diciendo en mis columnas, mis libros y en muchos otros lugares.
Hace años, el periodista de la CBS Lem Tucker dijo durante una emisión el 13 de octubre de 1981 que mis puntos de vista parecían colocarme "en la escuela de los que creen que la mayoría de los negros son genéticamente inferiores a los blancos". Cualquier persona interesada en los hechos podría haber averiguado que había escrito contra esta idea en una serie de escritos, incluyendo un artículo aparecido en The New York Times Magazine el 27 de marzo de 1977.
Un abogado que yo no conocía pero que había leído mis escritos y sabía que lo que se insinuó en ese programa era totalmente falso se ofreció a representarme en una demanda contra la cadena CBS. Fue entonces cuando me enfrenté a un dilema similar al que ahora se enfrenta Rush Limbaugh.
Cuando alguien es considerado una "figura pública" –y Rush Limbaugh ciertamente lo es– el Tribunal Supremo ha reducido los motivos en virtud de los cuales esa figura pública puede demandar por difamación, al extremo de que la mentira más flagrante puede quedar con frecuencia impune. Peor aún, millones de personas que nunca habían oído hablar de la mentira original seguramente acaben sabiendo de ella debido a las noticias sobre la demanda. Y cuando quienes cometieron el acto de difamación salgan impunes por un tecnicismo, pueden alegar que "ha sido confirmada su inocencia" como si fuera cierto lo que dijeron.
Toda figura pública que ha sido objeto de difamación en un medio de comunicación debe hacerse la misma pregunta. ¿Merece la pena invertir una gran cantidad de tiempo en un proceso que puede dejate peor de lo que estabas, al provocar que se difunda aún más la mentira que quieres parar con tu denuncia? Nadie puede resolver este dilema por otra persona. En 1981 decidí que tenía muchas otras cosas que hacer en lugar de meterme en el largo y agotador proceso de demandar a la CBS, sin garantía ninguna de que tendría éxito en los tribunales.
Cada situación es distinta, así que sólo el propio Rush Limbaugh puede responder a la pregunta de si debe poner una demanda o no.
La pregunta que los medios de comunicación deben de responder es: ¿deben quedar impunes las mentiras cuando sirven para atacar a alguien con quien se discrepa? Peor aún, ¿hay que excusarlas, racionalizarlas o incluso repetirlas?
Ya hay quien, en la televisión, dice que aunque Rush no haya dicho en realidad esas cosas que se le atribuyeron, ha dicho otras que consideran "racistas". Pero si realmente esas otras palabras son racistas, ¿por qué no las citan, en lugar de utilizar algo que fue inventado sin ningún fundamento?
El programa de Rush Limbaugh, después de todo, lleva en antena desde hace muchos años, emitiendo tres horas al día. Hay miles de horas de esas emisiones que la gente puede consultar en busca de ejemplos que poder citar. Si los críticos no pueden encontrar nada racista en todo ese material, ¿por qué se debe tolerar que se haya dicho una mentira tan descarada sobre lo que dijo el locutor? Como dijo el difunto senador Daniel Patrick Moynihan, todos tenemos derecho a nuestra propia opinión, pero no a nuestros propios hechos.
En el fondo, el problema no está en que se pueda difamar impunemente a Rush Limbaugh o a cualquier otro, sino el clima en que se debaten estas cuestiones. El mismo concepto de democracia se convierte en una burla si la opinión pública no puede acceder a las distintas opiniones enfrentadas que puede haber sobre los asuntos públicos. Si las ideas de algunas personas no gustan y se permite que sean censuradas o desacreditadas mediante la difamación, el país entero pierde.
Los tribunales no deben de ser la única línea de defensa; la decencia debería ser la primera. Quienes se dedican a difamar a los demás pagarían así un precio por el escándalo que provoquen sus mentiras, incluso entre la gente decente que no está de acuerdo con las opiniones del objetivo de sus ataques.
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