Pintores en la costa
El Comercio, Lima
Si usted piensa que la Costa Azul es un lugar donde la riqueza se exhibe con más impudicia que en otras partes, en el que abundan los chulos, los mafiosos, los yates y las cortesanas de lujo y donde los taxistas esquilman sin misericordia al forastero, probablemente no ande equivocado. Pero es también un paraje sembrado de museos de alto nivel en el que el mal gusto y la vulgaridad, secuela acostumbrada de los sitios de moda, no han acabado de destruir algunos enclaves urbanos y paisajes exquisitos, como el pueblecito y la campiña de St. Paul de Vence o el barrio antiguo de Antibes. Ambos se defienden bastante bien contra las hordas de turistas, incluso los sábados, días de mercado. En lo abigarrado de las calles de Antibes y sus pintorescos tenderetes abundan las maravillas culinarias y un relente de la vieja Francia, sensual, escéptica, alegre y gozadora impregna el aire y las voces. La gente es amable y todavía sonríe, aunque usted no lo crea.
St. Paul de Vence es una joya arqueológica medieval que es imposible visitar si uno padece de claustrofobia o es alérgico a la masa. Porque la única manera de hacerlo es siendo arrastrado por una multitud sudorosa que avanza a paso de procesión y lo inunda todo, las callejuelas empinadas, los adoquines lustrosos y las casitas liliputienses convertidas en galerías, restaurantes, boutiques y tiendas de baratijas.
El atasco humano disminuye cuando uno se acerca a la Fundación Maeght, cuyo local, construido por Josep Lluís Sert, recibe al visitante con un jardín sombreado de altos pinos y esculturas de Giacometti, Calder, Moore y Miró. Este último fue, al parecer, muy amigo de Aimé y Marguerite Maeght, los marchands de artes de Cannes con cuya colección de pintura moderna crearon la fundación. Gran parte de los cinco pisos y los jardines que la integran está ahora consagrada a reseñar esta amistad. Las pinturas, grabados, dibujos, mosaicos y esculturas de Miró ocupan salones, pasillos, terrazas y sótanos del museo. El espectáculo me decepcionó profundamente. Miró fue un buen pintor en sus inicios, quién lo duda, e introdujo en la pintura moderna una inocencia juguetona, infantil y traviesa, que transpiraba poesía y buen humor. Pero qué pronto perdió el ímpetu creador, el espíritu arriesgado, y comenzó a repetirse y a imitarse hasta convertirse en una industria cacofónica, artificiosa y falsamente “naif”. Mientras, entre aburrido y desolado, recorría la muestra, me acordé de una frase insolente sobre Miró de Juan Benet que leí en alguna parte en los años setenta —“un pintor adecuado para los consultorios de los dentistas” o algo por el estilo— que me pareció entonces muy injusta. Ahora, después de esta experiencia, ya no tanto.
Para ver cosas más estimulantes hay que ir a Niza y, obligatoriamente, al Museo Matisse. Situado en una casa modernista, en medio de un parque perfumado por olivos y eucaliptos, vecino a un anfiteatro romano y al cementerio donde reposan los restos del maestro, ostenta una colección no muy grande, pero excelente, de pinturas, dibujos, grabados y esculturas de este maniático perfeccionista capaz, entre otras terquedades, de perseverar varios años en la búsqueda de la silueta y la expresión de ese Siervo (se iba a llamar primero Esclavo) al que dedicó innumerables bocetos, dibujos, óleos y reflexiones antes de plasmarlo en uno de sus bronces más celebrados. La sala dedicada a mostrar la larga gestación de esta pieza justifica por sí sola el viaje a Niza, en esta tarde de fuego. Pero hay muchas otras cosas que admirar aquí: las odaliscas que Matisse trajo en la memoria luego de su estancia en Argel, las ventanas incendiadas por la luz del Mediterráneo que concibió en esta ciudad, su cotejo continuo con la obra de su admirado y detestado maestro Rodin y los papeles pintados de los últimos años, refugio del ingenio y la vitalidad de una mente en un cuerpo ya derrotado por el paso del tiempo.
Si Matisse era intenso y profundo, Picasso fue un cráter que nunca dejó de erupcionar. No hay artista en la historia de una fecundidad tan pasmosa. ¿Cuántos museos dedicados a su obra existen desparramados por el mundo? Conozco por lo menos cinco, pero no había estado antes en el de Antibes, maravilla de la que salí exaltado y feliz. Todo es bello en este rincón de esta bella ciudad. El museo está en el antiguo palacio Grimaldi, erigido en lo alto de las murallas, que desafía con sus piedras centenarias al mar y al cielo cuya luz blanca baña todos los espacios del lugar al que llegan, nítidos, el rumor de la resaca marina y los chillidos de las gaviotas volanderas. En las antípodas de un Miró, Picasso no se cansó de si mismo ni perdió jamás la juventud. Nunca cesó de reinventarse. Se deshizo y rehizo mil veces y en todas las etapas de su vida innovó, sorprendió, fue el primero en gozar con lo que hacía, y siempre se las arregló para encontrar salidas a los impasses en que a veces parecía haberse confinado.
Una de las gratas sorpresas en uno de los salones del museo es una señora-maga, que mantiene atento y hechizado a un auditorio de párvulos, algunos tan pequeñitos que no pueden soltarse de los brazos de sus madres, a los que esta anfitriona anticipa, con gracia, sabiduría e imaginación las aventuras que vivirán recorriendo estas salas si contemplan los cuadros, objetos y esculturas con astucia, fantasía y amor, los secretos que revelan si uno se acerca a ellos con curiosidad y se abandona a la hechicería de sus colores, trazos y figuras que ella describe como un laberinto de tesoros.
La obra de Picasso expuesta en el museo de Antibes es de distintas épocas y muestra la unidad en la diversidad que es uno de los rasgos de su genio, el hilo conductor que emparentaba cosas tan disímiles como el clásico retrato de caballete con los monigotes de una cerámica o la modernización de un mito griego. La pieza más notable que exhibe el museo es, justamente, “Ulises y las sirenas”, que parece contagiar el vaivén de las olas y la música tentadora que evocó Homero al muro donde está colgado el soberbio tríptico. El protagonista no es solo Ulises, ahí estamos todos los seres humanos anudados a ese frágil mástil, con las orejas muy abiertas y enloquecidos de deseo, tratando de romper las cuerdas que nos atan a la sensatez y a la prudencia, para rendirnos a las tentaciones de la vida, que, a veces, como en este caso, tienen apariencia de canto, peces y mujer. No se puede describir una obra maestra: ella se deja sentir, no explicar. No basta decir que lo turbador y exquisito que hay en ella resulta de la destreza artesanal, la intuición acerada, la sensibilidad y el buen gusto. En las obras maestras, plásticas, literarias o musicales, siempre queda una zona de sombra que escapa a la aprehensión racional, que penetra en lo más recóndito de la persona como una revelación súbita, intransferible y personal.
El catálogo dice que Picasso pintó “Ulises y las sirenas” en apenas tres días de setiembre de 1947. En cambio, otra de las obras maestras del museo, “La joie de vivre” (“La alegría de vivir”), del año anterior, fue hecha y rehecha varias veces, un proceso fascinante que documentó un fotógrafo polaco amigo de Picasso, Michel Sima. Sus imágenes nos acercan a la intimidad de una empresa en la que no solo la famosa mirada del pintor parece en estado de trance luciferino mientras trabaja. También sus manos, su postura de gladiador y hasta las venas hinchadas de sus sienes testimonian el estado de frenesí, de tensión febril, en que fue fraguando esa pintura. Ella es lo que su nombre indica: una fiesta en la que un centauro y un fauno acompañan con flautas la danza de una ninfa (sus rasgos aluden a los de Françoise Gilot, la compañera de entonces) y los brincos de felicidad de dos cabritas a la orilla de un mar con arenales, vides y luminosidad solar. La reminiscencia pagana y mitológica rezuma actualidad: pueden haber cambiado las circunstancias, los decorados y los dioses, pero la alegría, la exaltación y el placer que la vida y el amor proporcionan siguen siendo los mismos y establecen un denominador común entre nosotros, quienes nos antecedieron y quienes nos van a suceder. Esa permanencia en el tiempo da a las evocaciones y reminiscencias mitológicas de Picasso el carácter de lo vivido y de lo actual.
A pocos pasos del Museo Picasso de Antibes está la casa donde pasó sus últimos meses y donde se suicidó en 1954 Nicholas de Staël, pintor ruso francés que, al mismo tiempo que vivía todas clase de peripecias y desventuras, exploraba en su pintura con sutileza y obstinación una zona incierta en la que la figuración y la abstracción a ratos se repelían y a ratos se fundían. Las obras de Staël que luce el Museo Picasso son serenas, de una elegancia contenida y no delatan para nada los desgarramientos que debieron atormentar a ese personaje dostoievskiano que decidió poner fin a su vida antes de cumplir 41 años. Por el contrario, producen una amable sensación de sosiego y bienestar comparada con la crepitación incandescente que representa cada una de las obras del dueño de casa. Tal vez por eso eran, esa mañana, los cuadros preferidos de los párvulos.
Mario Vargas Llosa, 2009
Diario “El País”, SL/Mario Vargas Llosa.Prisacom.
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