Uribe y Chávez, unidos al final por el destino
En los días finales de lo que se conoce como la Gran Colombia, ante los brotes de anarquía y disolución, importantes figuras militares cercanas a Simón Bolívar discutieron en serio la posibilidad de instaurar una monarquía, ante el fracaso de las precarias y casi inviables recién nacidas instituciones republicanas. El obstáculo al plan monárquico fue precisamente Bolívar, que se negó siempre a ceñirse una corona, pero que en verdad jamás renunció al poder seria y definitivamente. Creo que ha sido dicho muchas veces: los libertadores, triunfantes en la guerra, no supieron qué hacer con la independencia.
En Venezuela particularmente, los libertadores no pudieron ni solidificar las instituciones republicanas ni alcanzar la paz. El caudillismo de los conquistadores españoles pasó sin cedazo a las jóvenes repúblicas que crecieron ensangrentadas por las montoneras que se peleaban el poder. Ni la democracia ni la alternabilidad ni la separación de poderes ni la igualdad, fueron valores que los libertadores asumieron con convicción.
La historia de América Latina no es la historia de la modernidad ni la de los inventos ni la del avance de la ciencia ni la del progreso. En estas tierras la historia se resume en contar cómo unos bárbaros pelearon y pelean aún por el poder. La democracia no ha terminado de digerirse como sistema de gobierno porque detrás de cada líder hay un caudillo escondido, y detrás de ese caudillo lo que hay es un aspirante a ser monarca que sueña con gobernar hasta la muerte como “Chapita”, como Porfirio Díaz, como Stroessner, como Somoza, como Juan Vicente Gómez, como Fidel Castro… como Chávez.
En los últimos tiempos, con la sola excepción de Cuba, se celebran elecciones para elegir presidentes. Pero la democracia no se ha solidificado todavía. Se puede decir que está consolidado el sistema eleccionario pero no la democracia. El caudillismo, disfrazado con el mecanismo de la reelección, le ha puesto unos nuevos grillos a los ensayos democráticos de este continente. El caudillismo latinoamericano se parece a una plaga inextinguible que renace de tiempo en tiempo con un nuevo disfraz: ahora se viste con elecciones “libres”. El modelo es que un presidente en ejercicio promueve, impulsa y decide la reforma de la constitución de la república para perpetuarse, electoralmente, en el gobierno, con todo el ventajismo que en estas atrasadas y bárbaras repúblicas se le concede automáticamente al gobernante. Chávez es el que más se ha atrevido: consiguió la reelección perpetua en el segundo intento, con grosero ventajismo y una pregunta redactada por Cantinflas para que nadie la entendiera.
Ahora es Uribe quien, con estilo, modales y procedimientos distintos a los de Chávez, promueve por segunda vez la reforma de la Constitución Colombiana para quedarse, elecciones mediante, un período más en el poder. A diferencia de Chávez, Uribe no hace activismo por la reforma, pero tampoco la ataja. Gente de su entorno político y familiar hace el trabajo que Chávez hizo aquí sin pudor alguno, con dos órdenes por micrófono a otros dos poderes públicos subalternos del Ejecutivo: una a la Asamblea nacional y otra al Concejo Nacional Electoral. En sesenta días la mesa de la reelección perpetua estaba servida.
El camino continuista de Uribe ha sido algo distinto. Ahora el Tribunal Constitucional debe dictaminar sobre la viabilidad del referéndum reeleccionista que aprobó el Congreso. Uno espera que, tratándose de Colombia, atajen a Uribe en este tramo judicial. Si no lo atajan, gana Uribe y pierden Colombia y América Latina.
Nadie le quita ni pude desconocer los incontables méritos que tiene Uribe, pero el discurso que excusa sus ambiciones de poder es la esencia argumental de los caudillos de todos los tiempos, bárbaros e ilustrados, que tanto daño le han hecho a la consolidación de la democracia y a la casi inalcanzable madurez institucional de Latinoamérica: “La República está en peligro, nadie sino él, el caudillo puede salvarla… Si acaso el caudillo faltara vendrán días terribles, porque no hay nadie, nadie, ningún otro hombre y ninguna mujer, que pueda sustituirlo…”. Chávez, una y otra vez, por radio y televisión, ha dicho cosas semejantes de sí mismo. Uribe no las dice, pero deja que los demás las digan por él. El resultado es el mismo: unas repúblicas de mentira, con instituciones frágiles, que no terminan de madurar y, en el fondo, unos “ciudadanos” que parecen súbditos y añoran (muchos de manera inconsciente) la presencia de un monarca disfrazado de presidente, como cuando se derruía la Gran Colombia.
El destino definido por Borges es “la infinita operación incesante de millares de causas entreveradas”. Uribe y Chávez, tan diferentes y distantes, a la hora de la verdad resultan hermanados por el destino. El destino de monarcas del siglo XXI, con ropaje presidencial, y “la voluntad del pueblo” como pretexto de sus ambiciones. Y allá, de nuevo en el fondo, unos pueblos con mil años de atraso institucional, que no terminan de comprender la democracia.
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