Obama, mero mortal
¿Qué le pasó al Presidente Obama? Derretidas sus alas de cera, es el heraldo divino convertido en mortal. ¿Qué ha pasado para que su popularidad baje a niveles inferiores a los de cualquier presidente en su primer año de administración desde que se tienen datos a excepción de Gerald Ford (tras el perdón a Nixon)?
La opinión generalizada sostiene que Obama cometió el error táctico de delegar su agenda en el Congreso y dejarse escorar hacia la izquierda por los progresistas doctrinarios de la dirección Demócrata en el Congreso. Pero la idea de Harry Reid y Nancy Pelosi empujando a Obama a la izquierda es bastante ridícula ¿De dónde pensaba que venía este amigo del ex terrorista Chavista William Ayers, del apologista de la Organización para la Liberación de Palestina Rashid Jalidi, del incitador al odio racial Jeremiah Wright?
Pero olvidemos los personajes accesorios. Basta con examinar el comportamiento de Obama como presidente, empezando por su primer discurso al Congreso. Espontáneamente, de manera natural y nada forzada por los que ostentan la mayoría en el Congreso, Obama describía su visión de América más íntimamente sentida pronunciando el manifiesto socialdemócrata más descarado pronunciado nunca por ningún Presidente estadounidense. En política norteamericana, no se puede ir más a la izquierda de ese discurso y seguir estando en circulación política.
En un país de centro-derecha, eso era un problema de por sí. Obama lo agravó a continuación malinterpretando ampliamente su mandato. Asumió que era personal. Esto, tras ganar por un margen de siete puntos porcentuales en un año de verdadera catástrofe económica, de un titular Republicano extraordinariamente impopular, de un contrincante políticamente débil e inestable. No obstante, Obama se imaginó que, como observaba tan brillantemente Fouad Ajami, él había ganado el tipo de plebiscito de república bananera que concede autoridad caudillista para remodelarlo todo a la imagen de uno.
En consecuencia, Obama desveló sus planes de una gran remodelación del sistema estadounidense, animando esa visión mediante la implementación de una medida tras otra que amplían considerablemente el poder del gobierno, el gasto del gobierno y la deuda nacional. Como era de esperar, estas medidas despertaron un contundente escepticismo popular que estalló en resistencia asamblearia de protesta fiscal.
La reacción de Obama a esa resistencia agravó las cosas. Obama presume de ser el representante del pueblo, portavoz de la clase obrera, árbitro del nuevo tipo de política salida de los oprimidos que iba a desestabilizar el orden establecido de los grupos de interés y los lobistas de Washington. Pero confrontado con manifestaciones convocadas por un verdadero movimiento de ciudadanos de a pie, su partido y sus partidarios se despacharon contra el grupo — desinformados, engañados, irracionales, iracundos, dementes, rozando lo racista. Todo esto mientras la administración alcanzaba acuerdos en secreto con todo tipo de grupos de intereses especiales — desde las farmacéuticas a los sindicatos del sector del automóvil pasando por los médicos — en los que se intercambiaron discreta y opacamente favores por valor de miles de millones de dólares.
"Quitaos de en medio" y "No habléis mucho," castigaba a los detractores el gran bipartidista, a quienes culpaba de crear "el desastre" del que él simplemente nos intenta salvar. Ojalá lo supieran ver. De manera que con confianza infinita en su propia capacidad de persuasión, Obama abordó una campaña veraniega encaminada a ilustrar a las masas abordando las objeciones sustanciales a sus reformas.
Las cosas empeoraron aún más. Con respuestas muy vagas e implausibles y, bueno, cogidas con alfileres, empezó a jugarse el activo más fundamental de cualquier presidente en su primer año — la confianza. No se puede decir que el sistema está hecho pedazos y que necesita una reconstrucción radical, pero que nada va a cambiar para los usuarios; que Medicare está arruinando al país, pero que 500.000 millones de dólares en recortes no van a tener ningún efecto sobre la atención prestada; que se va a ampliar la cobertura al tiempo que se reduce el déficit — y no despertar incredulidad y desconfianza. Cuando el ciudadano corriente entiende que le están tomando el pelo, se le ponen los pelos como escarpias.
Tras un verano desastroso — confundiendo su autoridad, creyendo a la prensa de cabecera, centralizando el poder, gobernando desde la izquierda, despreciando a la ciudadanía por (de todas las posibilidades) organizarse — Obama tiene problemas.
Seamos claros: esto es un tropezón, no una debacle. No está siendo rechazado y ni siquiera derrotado. Probablemente cierre filas y apruebe alguna versión de la reforma sanitaria que restaurará parte de su popularidad y su influencia.
Pero el proceso que ha comenzado — irreversiblemente — existe: se ha convertido en un mortal. El embrujo se ha roto. El carismático prestidigitador de 2008 ha perdido su magia. Ha vuelto a ser parte de la masa, cosa expresada reveladoramente en las encuestas de popularidad que oscilan en torno al 50 por ciento.
En el caso de un hombre que apenas recientemente movía una religión, lo ordinario es una gran carga, y en el de sus acólitos, una decepción insoportable. Obama se ha convertido en un político igual a los demás. Y como los demás presidentes caídos en desgracia, intentará salvar en el último momento una apreciada reforma — y su propia posición — con otro discurso más en horario de máxima audiencia.
Pero por primera vez desde la noche de las elecciones en Grant Park, va a comparecer con el más ajeno de los disfraces — el de simple mortal, una transformación traicionera a la que un hombre de la autoestima extrema de Obama podría no adaptarse nunca.
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