La guerra que concluyó una época
Minutos después de las 11:00 a.m. (hora de Londres) del 3 de septiembre de 1939, el primer ministro británico Neville Chamberlain anunciaba con voz de angustia por la radio que el ultimátum que el Reino Unido le había dado a Alemania por su invasión a Polonia dos días antes había vencido sin respuesta, y que, en consecuencia, "este país se encuentra en guerra con Alemania''.
Así empezó, formalmente, hace hoy setenta años, la segunda guerra mundial, contienda que se libraría en todos los mares y en casi todos los continentes y que dejaría un saldo de 60 millones de muertos y un nivel de destrucción mucho mayor que cualquier conflicto bélico que le antecediera. De sus ruinas habría de surgir ese período de crispación que conocemos por guerra fría y el nuevo orden mundial en que hoy vivimos.
A la guerra inevitable con la Alemania nazi y sus ambiciones expansionistas y hegemónicas llegaron Gran Bretaña y Francia aquel 3 de septiembre a regañadientes y mal preparadas. Sus respectivos gobiernos querían la paz a toda costa, y movidos por ese anhelo –que bien podría calificarse de debilidad– fueron cediendo ante la rapacidad de Hitler, quien primero se anexó a Austria y luego a Checoslovaquia en marzo de 1939. Cuando le tocó el turno a Polonia, británicos y franceses se comprometieron a no consentir pasivamente otra agresión, la cual se produjo en las primeras horas del 1 de septiembre. Aun así, la declaración formal de guerra habría de demorarse otras 48 horas y las acciones militares mucho más.
Chamberlain era un hombre decente y un político honrado que, de seguro, recordaba con horror el costo que había tenido para Europa la primera guerra mundial y no quería asumir la responsabilidad de repetirla. Debe de haber considerado que era menos costoso –en vidas y bienes– apaciguar a Hitler cediendo ante sus exigencias territoriales, de la misma manera que un alienista puede ceder a veces antes las demandas de un loco. Los hechos no tardaron en demostrar que el premier inglés se equivocaba. El loco no se conformaría con esas, en su opinión, pequeñas concesiones. Le había tomado el gusto al robo y quería más. Nadie se libraría de su codicia.
La segunda guerra mundial habría de ser vista por muchos como una gran cruzada por la libertad, como un desafío de vida o muerte entre la civilización y la barbarie pagana que encarnaban el nazismo y sus aliados –pese a que la Unión Soviética, donde imperaba un régimen no menos despótico y brutal, terminó por contarse entre los vencedores gracias a haber sido víctima también de las agresiones de los nazis. Se trataba, en verdad, de un monstruo de dos cabezas, derivado del pensamiento socialista decimonónico, que se proponía la creación de un "hombre nuevo'' mediante experimentos de ingeniería social.
El totalitarismo, al menos en Europa, fracasó en todas sus variantes, pero el mundo que emergió de la guerra sería muy diferente al que lo antecedió. Francia e Inglaterra, que habían dominado la política europea durante los últimos tres siglos –aunque vencedoras– saldrían del conflicto como potencias de segunda categoría en el nuevo orden en que primaban rusos y americanos y en el que estos últimos terminarían por prevalecer. Con ellos vino la estandardización de nuevos arquetipos correspondientes a la cultura de masas que fabricaba este país para consumo del planeta: una manera de andar y de vestirse y de comer y de bailar y de mirar el mundo en fin, que habrían de copiar todos, hasta los enemigos. Londres y París no serían más los centros de poder que una vez fueran ni sus modelos de refinamiento los absolutos arquetipos a seguir.
La debilidad de las metrópolis europeas en la postguerra aceleró la descomposición de los imperios coloniales y trajo al escenario mundial un montón de nuevas naciones en el llamado tercer mundo, sobre todo en Africa, sobradas de tiranía y corrupción. Este factor, sumado a la explosión demográfica y al estímulo propagado por los medios de difusión masivos, indujo las grandes migraciones desde los territorios de la pobreza a los de la abundancia, que han caracterizado el último medio siglo. El orden y las jerarquías que Europa una vez propusiera no sobrevivieron a las catástrofes de dos guerras mundiales.
Al recordar el breve mensaje de un primer ministro británico que puso en marcha, en día como hoy, esta gigantesca campaña contra una pavorosa aberración, no puedo menos que pensar que se trataba –aunque él no lo supiera o lo intuyera– del anuncio del fin de una época, de un mundo que, independientemente de quien resultara vencedor, ya nunca volvería a ser igual.
(C) Echerri 2009
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