La mayor externalidad positiva
A los economistas neoclásicos les encanta la creación de conceptos para explicar su teoría económica. Como la realidad es imposible de casar con sus modelos, los matizan con conceptos de aparente elaboración, y así pretenden pulir un poco más unos modelos que están viciados de inicio.
Y uno de estos conceptos de nombre rimbombante, es el de externalidad. ¿En qué consiste una externalidad? Pues vienen a ser aquellas consecuencias de nuestros actos que no padecemos o de las que no nos beneficiamos. Los ejemplos proliferan, una vez se entiende el concepto, pues la realidad está llena de este tipo de sucesos. Por ejemplo, se produce una externalidad positiva si me ducho frecuentemente, ya que mejora el bienestar de mis congéneres debido a mi (esperemos) mejor olor corporal. Sensu contrario, nos llevaría a una externalidad negativa.
El problema que tienen las externalidades para los economistas neoclásicos es que llevan al sistema económico a resultados sub-óptimos. Como yo no soy capaz de capturar todos los beneficios que supone ducharme, me ducho menos de lo que lo haría en su mundo neoclásico ideal. Alternativamente, como no soporto todos los perjuicios de no ducharme, tiendo a no ducharme más de lo que lo haría en el ideal.
El interés por las externalidades reside en que son una excusa infinita para la intervención estatal. En el momento en que alguien detecta una externalidad, sea positiva o negativa, ya hay argumentos para la intervención, pues sin ella el escenario es sub-óptimo.
El típico ejemplo de externalidad negativa es el ultraconocido de las emisiones contaminantes. En principio, dichas emisiones constituyen una externalidad negativa, puesto que su causante no sufre todo el perjuicio que ocasiona. Por tanto, tiende a contaminar más de lo que lo haría en el mundo ideal. La solución: se crean unos derechos de emisión, de forma que las empresas que contaminen soporten el perjuicio que conlleva su acción. Cabe esperar que, así, las emisiones se reduzcan hasta alcanzar el punto óptimo de eficiencia.
Las externalidades positivas, por su parte, están muy relacionadas con el problema del free raider, o tipejo que se aprovecha de lo que paga un tercero sin poner su parte. Por ejemplo, la defensa o seguridad de una ciudad beneficia a todos los habitantes de la misma, la paguen o no. En ausencia de intervención se tendería a producir menos seguridad del ideal. Conclusión: se obliga a todo el mundo a pagar, con impuestos, por esos servicios.
La intervención basada en esta clase de argumentos ha sido fuertemente contestada por los economistas austriacos. Si alguien está interesado, le recomiendo Welfare Economics and Externalities in an Open Ended Universe, de Roy Cordato. Resumo eso sí su conclusión: no existen externalidades, sólo derechos de propiedad mal definidos.
Tras tan largo preámbulo, llego ya al objeto de este comentario, que no es otro que identificar la mayor externalidad positiva. Y que es, en mi opinión, la tenencia de niños/hijos. Esta afirmación merece explicación, por supuesto.
El hecho de que yo críe a un hijo tiene beneficios para el resto de la sociedad, que yo no puedo capturar. Mis conciudadanos son, en cierta forma, free raiders de mis hijos. ¿Por qué? Porque con el sistema de jubilación implementado en nuestro país, sus pensiones van a depender del trabajo que hagan las futuras generaciones. Si no hay niños ahora, no habrá adultos después que puedan "garantizar" el cobro de las citadas prestaciones.
Según la teoría de las externalidades recién expuesta, esto supone que se crían menos hijos de los que sería óptimo, puesto que los progenitores no son capaces de aprehender todo el beneficio que dichos hijos pueden producirles. Es en respuesta a esta situación que, determinados estados de la Europa del bienestar, desgraciadamente no España, dan generosos subsidios y ayudas a las familias. Para, por esta vía, compensar la externalidad positiva que supone la crianza de hijos.
¿Cuál sería la solución según Cordato? Definir bien los derechos de propiedad asociados al "hijo". Curiosamente, es la propia nacionalización del sistema de pensiones la que crea dichas distorsiones en la propiedad privada (en este caso, de la capacidad de trabajo del hijo), al expropiar parte de su producción para satisfacer las pensiones de los retirados.
En ausencia de pensiones públicas (y ceteris paribus), el hijo sería dueño de todo el producto de su trabajo. Y sería cuestión del padre haber creado unos vínculos afectivos y familiares que le permitieran acceder a parte de ese fruto para subsistir en la vejez. Por supuesto, siempre habrá casos de hijos que se distancien de sus padres o que no estén dispuestos a aportar para su mantenimiento por las razones que sean. Pero, ¿de quién prefiere uno fiarse, de su hijo o del Estado? ¿Necesitamos una intervención estatal que nos proteja de nuestros propios hijos?
Afortunadamente para todos, y para el estado, el tener hijos no es una cuestión económica en sentido neoclásico. El tener hijos en un Estado como el español no se puede explicar por ningún cálculo racional de optimización. Si la economía neoclásica fuera cierta, en España nadie tendría hijos, pues los ingresos pecuniarios son inferiores a los costes, y no somos capaces de capturar todos los beneficios que un hijo produce a la sociedad.
Pero el mundo real no es neoclásico, sino austriaco. Basta con aceptar, como hace la economía austriaca, que nuestras jerarquías internas de valores no son reducibles a dinero, para que el misterio de la procreación de hijos quede explicado. Digo, el misterio económico, del otro no procede hablar en este foro.
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