Viaje al pasado en busca de justicia
La oposición argentina se prepara para meter en la cárcel al matrimonio Kirchner cuando Doña Cristina abandone la presidencia. Ambos serán acusados de apropiación indebida y malversación de fondos públicos. Dicen que no será difícil probarlo.
En Nicaragua, Daniel Ortega dirige un indecente acoso judicial contra el líder de la oposición Eduardo Montealegre para obligarlo a cambiar la Constitución, de manera que él pueda reelegirse permanentemente.
En Panamá, organizan y recaban las pruebas necesarias para proceder contra Martín Torrijos por un caso de corrupción. Quienes con más saña lo quieren destruir son gentes de su propio partido.
En Perú, Fujimori está preso, pero si su hija Keiko gana la Presidencia lo indultará y procederá judicialmente contra el actual gobernante Alan García y contra Alejandro Toledo, el anterior mandatario.
En el exilio norteamericano conviven el ex presidente boliviano Gonzalo Sánchez de Lozada y el ecuatoriano Jamil Mahuad, ambos amenazados por los jueces de sus respectivos países como forma de mantenerlos alejados de casa.
La lista es mucho más larga, pero no es necesario mencionarlos a todos. Son pocos los países latinoamericanos a salvo de estas vendettas judiciales. El que triunfa, intenta liquidar al que ha salido. En estas naciones la ley no es un instrumento para reglamentar la convivencia civilizada, sino un mazo para aplastarle la cabeza al adversario, como hacían los soldados aztecas con quienes robaban frutas en el mercado: allí mismo lo descerebraban de un golpe certero y contundente en el parietal.
¿Qué hacer ante tanto despropósito judicial? La respuesta a esa pregunta contemporánea la dio, curiosamente, un guerrero feroz de la tribu de los isaurios a fines del siglo V de nuestra era cuando se convirtió en emperador de Bizancio y adoptó el nombre griego de Zenón. Inspirado en la idea católica del Juicio Final, y mortificado por el incumplimiento de los magistrados y la corrupción rampante de los funcionarios de la corte, Zenón emitió un edicto con el que instauró los “juicios de residencia” con carácter obligatorio para los funcionarios importantes del Imperio.
¿Qué era eso? Durante cincuenta días, todo ciudadano convencido de que había sido víctima de una injusticia o de un atropello por parte de un juez o un funcionario, podía acusarlo ante un tribunal especialmente creado para ese fin, tan pronto éste terminara su mandato. Muy pronto, la medida se hizo tremendamente popular, pasó a la legislación medieval de otras regiones de Europa, y en el siglo XIII fue incorporada al derecho castellano en las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio, fundamento de la legislación hispana en territorio americano tras el Descubrimiento de América.
Las ventajas del “juicio de residencia” eran muy notables. No se trataba de una venganza sino de un procedimiento habitual. Todo virrey, juez o funcionario importante sabía que, tras ejercer su mando, obligatoriamente se le abriría una pesquisa judicial, sus actos de gobierno serían examinados, y sus víctimas, si las había, tendrían la oportunidad de reclamarle, así que trataba de ajustar sus actos a Derecho para no convertirse él mismo en reo de delito. En el Archivo de Indias en Sevilla se conservan cientos de expedientes de estos fascinantes procesos legales que, sin duda, contribuyeron a fomentar el prestigio de la Corona española en las colonias. Lo que se esperaba del distante rey era, al menos, justicia.
Lamentablemente, los “juicios de residencia”, caracterizados por una gran complejidad burocrática, fueron asociados a las prácticas coloniales del gobierno español y no se incorporaron a los métodos de gobierno de las repúblicas latinoamericanas cuando éstas fueron creadas en el primer tercio del siglo XIX, pese a la inmensa popularidad del procedimiento entre la población.
Tal vez sería una magnífica idea retomar esa vieja tradición en nuestros días. Por una parte, serviría como freno y advertencia a cualquiera que acepte ocupar un puesto público; por la otra, le transmitiría a la sociedad una reconfortante sensación de justicia; por último, le pondría fin al uso discrecional de la ley con fines partidistas —todos estarían sujetos a esa auditoría final— y se acabaría el espectáculo poco edificante del uso de los tribunales para machacar adversarios. A veces es posible aprender de la historia.
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