La trampa del odio
La situación venezolana se va haciendo más y más delicada a medida que el régimen chavista se debilita y en consecuencia extrema la represión así como la violencia física y verbal. La selección de un ministro de Interior y Justicia proveniente del fundamentalismo islámico criollo para responder -y en términos despectivos- a los obispos y al propio Sumo Pontífice cuando desde la sede papal expresan su angustia por los niveles de crispación y odio palpables en Venezuela, puede considerarse una muestra más del desequilibrio psíquico exacerbado por la fatiga presidencial. Pero ésta es una percepción del cronista que alguien tiene derecho a considerar subjetiva. Lo objetivo es que al régimen no le importa insultar a los representantes de lo que sigue siendo la mayor comunidad religiosa latinoamericana, no obstante los esfuerzos del Imperio -que existe y es maluco- para reemplazarla por una variopinta disidencia protestante.
A las personas más responsables -pudieran ser aquellas con mayor conocimiento de la Historia y de la mecánica de las sociedades- corresponde una reacción cuidadosa frente a este cuadro de provocación. Aceptar el reto del odio sería caer en la trampa que el régimen se tiende a sí mismo. En lo que a este cronista cabe, suya es la tendencia a conservar e incrementar la sangre fría cuando a los demás les intoxican las distintas variedades del miedo.
Es de elemental sabiduría que el odio es una mezcla de miedo y cólera en partes más o menos iguales. El miedo como la cólera son malos consejeros y juntos potencian sus dañinos efectos. En el ánimo del presidente Chávez hay miedos muy explicables. Ojo: lejos estoy de considerarle cobarde. Cierto que cuando conspiró lo hizo bajo la protección de poderosos generales y los acontecimientos los siguió a distancia, desde La Planicie. Pero cuando dijo “Por ahora” demostró una innegable presencia de ánimo, se mostró firme en prisión y el 11 de abril tuvo la frialdad necesaria para ganar tiempo en espera de un reflujo que efectivamente se produjo. Son los hechos.
De modo que Chávez no es ni más ni menos miedoso que cualquier mortal. Sólo que se está jugando una papeleta donde a cualquiera le va la vida, y eso es malo para el sueño de quien ya dormía poco. Todos sabemos que la falta de sueño aumenta la irritabilidad y dificulta el buen juicio. Crónicas sobre los días finales de todos los “hombres fuertes” coinciden en registrar el insomnio como indicio el más evidente de la fatiga que lleva al colapso nervioso previo al colapso político y/o militar. Las muestras exteriores de esa fatiga de las neuronas son las que Chávez está dando en estos días con su agresividad exacerbada e inoportuna, la intolerancia extrema a cualquier crítica, la desconfianza hasta en sus allegados más fieles, la incapacidad para evaluar objetivamente los datos hasta del problema fundamental -la crisis económica mundial y su efecto sobre el proceso venezolano.
Este cuadro neurológico es explotado desde los dos extremos. En sana lógica, el Imperio no debe estar pensando en un atentado a Chávez sino en acelerar el proceso degenerativo de su régimen. Para esto ha de estar intrigando dentro del chavismo mismo, ya que al anti-chavismo no hace falta convencerlo. Las armas del Imperio son muchas y variadas. Altos jerarcas del régimen son vulnerables a un chantaje basado en la información sobre sus inversiones en todo el mundo -supongo que la nueva clase sabrá que el secreto bancario y el hermetismo de los bufetes internacionales no cuenta para casos como los suyos. Junto con la posibilidad de ofrecer perdón y olvido, ése es uno de los instrumentos que, cabe suponer, se están utilizando. El efecto de angustia que la conciencia de estos instrumentos de uso corriente produce en el líder, agrava el cuadro angustioso de la víctima.
Paradójicamente, el aliado cubano, donde Chávez encuentra su único apoyo psíquico, se vuelve menos y menos confiable a medida que Fidel va perdiendo facultades. Es evidente que los dos hermanos están de acuerdo, como aquellos hermanos Ballestrini creados por Rómulo Gallegos, para manipular al comandante venezolano. Los Castro saben sacar cuentas mejor que Chávez. Venezuela ya no tiene con qué mantenerlos y no hay substituto idóneo para eso. Mientras Fidel estimula a Hugo con cantos de ordeño, para exprimirle hasta la última gota, Raúl desarrolla la única estrategia viable: pactar con Obama para que el Imperio permita en Cuba una apertura económica sin que los Castro pierdan el control político. Al Imperio esto le viene bien, porque tendrá prioridad en los negocios cubanos del futuro, dejando con un palmo de narices a quienes como España tiene décadas adulando a Fidel para que les deje establecer la primera cabeza de playa. Pero, sobre todo, esa apertura es la esperanza de los generales cubanos, quienes, allá como aquí y en cualquier país subdesarrollado, tienen la última palabra. Los generales cubanos desean un acuerdo con el Imperio porque, en el manejo de los negocios que el sistema permite, Raúl ha tenido el buen cuidado de hacerles principales usufructuarios de un capitalismo limitado. La distensión les permitirá actuar abiertamente no sólo como empresarios sino como árbitros y por tanto socios de los intereses extranjeros que establecerán un nuevo colonialismo en Cuba, sufrido país que nunca ha dejado de ser colonia de alguien.
Raúl con Hugo no habla. Se supone que están bravos por la conspiración por la cual se defenestró a Lages y Pérez Roque. Éste no sólo fue un severo golpe para Hugo, sino que debe haberle creado alguna inquietud por los anillos de seguridad cubanos que de hecho le convierten en un prisionero de Raúl, puesto que esos guardaespaldas son funcionarios del gobierno cubano. De modo que Raúl puede hablar con quien le dé su gana, pero Hugo no puede hacerlo sin que Raúl lo sepa. De esta manera, Hugo está totalmente rodeado por un cerco donde los amigos son casi tan peligrosos como los enemigos.
El trabajo de Fidel es darle muela a Hugo para que no sólo mantenga sino que incremente los envíos de petróleo, parte de los cuales son vendidos en el mercado spot con el supuesto fin de hacer reservas financieras para la revolución. El problema es que ese negocio lo manejan los Castro. Llegado el momento, a Hugo le presentarán las cuentas del gran capitán que los manejadores financieros suelen presentar a los “niófitos” que confían en ellos, cuando a éstos les llega la inevitable mala hora -caso, por cierto, de muchos gobernantes venezolanos, antiguos y actuales.
Esto no es un problema de Chávez, sino de Venezuela, atrapada en una situación de perder-perder. Si nos pela el chingo nos agarra el sin nariz. Pero es Chávez quien modula los hechos. Y toda esta realidad que él por supuesto no ignora, no hace sino agravar su angustia y la de sus oficiales civiles y militares.
Más miedo y más cólera, que quiere decir más odio. ¿Odio contra quién? Contra el Imperio y contra los hermanos Castro sería un odio impotente. Los dos están más allá del alcance de sus kalashnikov. Es así como el régimen de ala baldada la coge con sus compatriotas. En Hugo hay más motivos que en sus adláteres. Como divo, no perdona el lento pero continuo abandono de las mayorías, que ya no le respaldan sino en un 45% del cual deben restarse quienes razonablemente no le dicen al encuestador que ellos no están con Chávez. Estos deben ser muchos, a juzgar por la letra chiquita según la cual más de un 75% rechaza el atropello a la propiedad y la alianza con Cuba, teme al desempleo y le considera responsable por la inseguridad y el alto costo de la vida.
Ese odio que le va creciendo contra la mitad de sus compatriotas es alentado por los cubanos que tienen su oreja, quienes para justificar su indispensabilidad le estimulan la desconfianza contra todo lo que sea venezolano. Es vieja maña de la gente de seguridad e inteligencia consolidar su importancia inventando atentados. De eso viven. De convertir en algo parecido a un delirio de persecución, la natural aprehensión de quien realmente está acosado. Esto incrementa el odio: “El delirio de persecución no es otra cosa que un delirio de odio”, enseñaba Pierre Janet, un favorito de los viejos psiquiatras.
Y nosotros, ¿qué? ¿Nos empatamos en la cabalgata suicida de odiar a nuestra otra mitad? ¿Queremos que de Venezuela se diga lo que se dijo de España: “Aquí yace media España. La mató la otra media”?
El odio es una trampa. Siento que quienes, por obra de las circunstancias antes que por nuestra propia decisión, más hemos sido espectadores que actores de la tragedia actual venezolana, corresponde impedir que de esta coyuntura salgamos tan vulnerados que debamos entregar la soberanía, supuesta abstracción que para mí tiene nombre propio: la industria petrolera. De manera in
mediata y para que de una vez se me disgusten, a mis anti-chavistas les recuerdo cuando, a la caída de Pérez Jiménez, Betancourt dijo que “Este país de todos tenemos que hacerlo todos”. Lo cual incluye a quienes por convicción, confusión, conveniencia o necesidad han respaldado a Chávez. Total, cada vez son menos.
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