Cómo GM perdió el rumbo
Décadas de decisiones tontas ayudaron a enviar a General Motors a la corte de bancarrota, pero hay una que se destaca.
Corría el año 1998, y el sindicato Trabajadores Automotores Unidos (UAW, por sus siglas en inglés), estaba en huelga en dos fábricas en Flint, en el estado de Michigan, que fabricaban partes fundamentales para cada una de las plantas de ensamblaje de GM en Estados Unidos. El sindicato defendía las cantidades de producción que los trabajadores podían completar en cinco o seis horas, tras lo cual recibirían el pago de horas extra o simplemente se irían a casa.
La mayoría de las huelgas están prohibidas durante la duración de un contrato laboral, así que para otorgar cobertura legal el sindicato comenzó a presentar quejas. Abogados de GM alegaron que la huelga de todas formas violaba el contrato y redactaron una demanda judicial, la primera de la empresa contra el UAW en más de 60 años. Pero el departamento de relaciones laborales de GM se asustó porque la demanda iba a poner en pie de guerra al sindicato.
Piense en esto. El sindicato había paralizado a prácticamente todo GM, lo que le costaba a la empresa y a sus accionistas miles de millones de dólares, y sin embargo los negociadores laborales tenían miedo de agraviar. Luego de peleas internas acaloradas, la demanda se presentó y GM parecía estar a punto de ganar. Pero la empresa llegó a un acuerdo justo antes de que el juez diera su veredicto.
Los miembros del UAW marcharon victoriosamente por el centro de Flint. Los ejecutivos de GM que apoyaron una postura más firme fueron desplazados y dejaron la empresa.
La imagen de un sindicato descuidado y una gerencia irresponsable dice mucho sobre lo que salió mal en GM. Hubo muchos otros errores, por supuesto, autos que lucen parecidos entre sí, fallas en la calidad, compras desacertadas y apostar a grandes vehículos todo terreno justo antes de que los precios de la gasolina se fueran a las nubes. Todos fueron producto de una cultura corporativa particularmente insular.
El rescate de GM probablemente cueste cerca de US$100.000 millones, contando dinero de los gobiernos de EE.UU., Canadá y Alemania. En los papeles, la nueva empresa debería salir de la corte de bancarrota completamente capaz de competir en la brutalmente competitiva industria automotriz. Si efectivamente prosperará es mucho menos claro, pero algunas cosas son indiscutibles. La bancarrota no era inevitable y el hecho de que se llegara a ella es increíblemente triste considerando las numerosas contribuciones de GM a la sociedad y la cultura estadounidenses.
General Motors inventó la corporación moderna al desarrollar el concepto de darles a los ejecutivos en funciones poder y responsabilidad para manejar operaciones en lugares muy distantes entre sí sujetos a un control financiero central. Mientras Henry Ford inventó la fabricación masiva, el presidente de GM durante mucho tiempo, Alfred P. Sloan Jr., desarrolló el marketing masivo: un "auto para cada bolsillo y propósito", como el mismo lo definió en el informe anual de la empresa en 1924. Eso quería decir una jerarquía de marcas que iban desde los prácticos Chevrolet a los prestigiosos Cadillacs. El poderío industrial de GM ayudó a ganar una guerra mundial y acto seguido volvió rico a EE.UU.
Durante medio siglo, entre los años 20 y los 70, GM parecía tener un instinto especial para saber lo que querían los consumidores estadounidenses antes de que ellos mismos lo supieran. Cromo, alerones traseros, vehículos de alto rendimiento e incluso los primeros conversores catalíticos que les permitieron a los autos funcionar con gasolina sin plomo fueron desarrollados por GM.
Pero la empresa firmó generosos acuerdos sindicales en los años 70, incluyendo el derecho a jubilarse luego de 30 años con jubilación y beneficios plenos, en parte porque creyó que los contratos perjudicaría a sus competidores más pequeños, Ford y Chrysler. Luego llegaron Honda, Nissan y Toyota, que no tenían que preocuparse por contratos sindicales. Ese fue el comienzo del agónico declive.
Este destino podría haber sido evitado con mejor previsión y menos soberbia, pero ya hace 18 meses la bancarrota era inevitable. La participación de mercado de GM en EE.UU. había bajado a 22% de 52% a principios de los 60. Había demasiadas marcas, demasiadas deudas, un contrato sindical difícil de manejar y tan grande como una guía telefónica, y una enorme red de concesionarias construida para los años de gloria de ayer y no para la participación de mercado de hoy.
La disyuntiva para los presidentes George W. Bush y Barack Obama era si mirar desde un costado o si usar los fondos públicos para delinear las bancarrotas de tanto Chrysler como GM para aliviar el daño a una débil economía estadounidense. Intervinieron, la cual fue una decisión desagradable pero correcta.
En general, la fuerza de trabajo automotriz de Obama ha hecho su trabajo bastante bien, obligando a las empresas y al UAW a tomar decisiones difíciles que deberían haber hecho solos hace mucho tiempo. GM se deshará de cuatro de sus ocho marcas en EE.UU. —Saab, Saturn, Pontiac y Hummer—, de miles de concesionarias, 11 fábricas, y gran parte de su deuda. No es una ironía menor que un gobierno demócrata trajo a un grupo de personas del campo de las inversiones privadas de capital para imponer una gestión racional a las grandes empresas.
Más allá de eso, un par de aspectos de los rescates de GM y Chrysler podrían terminar perjudicando a los contribuyentes estadounidenses y al gobierno de Obama.
La empresa que controla Chrysler, la italiana Fiat, obtuvo un incentivo especial del gobierno —un potencial aumento en su participación accionaria— para fabricar un auto pequeño en EE.UU. que recorrerá unos 65 kilómetros con cerca de cuatro litros de gasolina. General Motors tomó por cuenta propia una decisión similar, construir un auto pequeño de bajo consumo en EE.UU., pero sin dudas con un ojo puesto en las "realidades" políticas actuales.
Ambas medidas están en sintonía con la agenda verde de Obama y los demócratas en el Congreso. También hay ejemplos flagrantes de se están concentrando en demasiados aspectos. GM y Chrysler deberían recibir sólo una orden por parte del gobierno: que ganen el dinero suficiente para que los contribuyentes recuperen la mayor parte posible de su inversión. Si los nuevos autos pequeños fracasan porque los precios del petróleo caen, el resultado serán más pérdidas, y, potencialmente, un segundo plan de rescate.
La otra decisión cuestionable es la gran participación accionaria de gobierno en ambas empresas, 60% de General Motors y una participación mucho más pequeña en Chrysler. La base es razonable. EL gobierno provee los US$50.000 millones en financiamiento necesarios para reestructurar GM así que los contribuyentes podrían recibir algo a cambio de su dinero. Pero esto relega a los acreedores sin seguro al final de la fila, detrás del gobierno y el sindicato. Aún más preocupante, invoca la famosa pregunta que se realizó antes de la invasión estadounidense a Irak: se puede entrar, pero ¿se puede salir?
La respuesta dependerá del éxito de GM, que a su vez dependerá de si la nueva empresa puede deshacerse de la cultura de la vieja. Una señal alentadora es que, gracias a las enmiendas a los contratos laborales impuestos por la fuerza de trabajo del Tesoro, los miembros del UAW deberán trabajar 40 horas por semana antes de recibir un pago por horas extra. Es menos alentador que los trabajadores aún tendrán seis días libres que no deberán justificar antes de ser despedidos. No hacen falta tantos días en una planta de Honda.
En cuanto a la gerencia, no hace mucho un grupo de ejecutivos revisaba un prototipo para un nuevo modelo de Buick, de un tamaño similar al de la serie 3 de BMW, en los estudios de diseño de GM. El estilo deportivo fue desarrollado en China para ser vendido tanto en ese país como en EE.UU. Pero quienes planean los productos para la empresa, cautelosos, sugirieron llevar adelante clínicas con clientes para evaluar la reacción ante el diseño y posiblemente cambiar tanto la parte del frente como la posterior. Hubiera retrasado el proyecto y hubiera costado decenas de millones de dólares.
El presidente ejecutivo Fritz Henderson dijo que no, sabiamente. Pero al día siguiente quienes planean los productos de todos modos prosiguieron con sus planes de realizar clínicas, por si las dudas el jefe quisiera ver los resultados de su investigación. Quizás el nuevo Buick debería ser llamado el CYA. Ni miles de millones en pérdidas ni estar al borde de la bancarrota, parece, han sido suficientes para cambiar muchas costumbres tradicionales de hacer las cosas en GM.
Sólo el cielo sabe qué hará falta. Pero una empresa con una gerencia cautelosa y lenta y un sindicato comprometido a defender reglas laborales ridículas no tendrán ninguna oportunidad de ser exitosa. Quizás todos lo que quedan en la nueva GM se darán cuenta de que el resto de los ciudadanos estadounidenses sólo pueden esperar que todo salga bien.
Paul Ingrassia ganó un premio Pulitzer en 1993 por su cobertura de la última crisis de GM. Su libro sobre la actual crisis de la industria automotriz, "Crash Course", será publicado en EE.UU. por Random House en enero.
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