El discurso totalitario
contramos en una librería una obra que en los días actuales resulta reveladora, se trata de La función social del lenguaje fascista, de Lutz Winckler, académico de la Universidad de Würzburg, Alemania, quien escribió este libro como un aporte a la teoría del fascismo o, mejor dicho, de los fascismos que, no importando colores, fachadas y líderes, proyectan en el tiempo una manera y un estilo totalitario de mandar más que gobernar.
En tal sentido, el autor consultado habla sobre el contenido de la ideología fascista y su relación con el fenómeno del lenguaje, la cual está mediatizada en una diversidad de elementos: económicos, históricos, institucional, psicológico y semántico.
Winckler manifiesta, haciendo referencia a Herbert Marcuse, que la ideología fascista es una continua creadora de ilusiones en las masas porque “nos muestra de forma inmediata lo que existe, pero con una “con una inversión radical de los valores donde la infelicidad se convertirá en gracia; la necesidad en bendición; la miseria en destino y a la vez la búsqueda de felicidad, de la mejora material, se convertirá en pecado e injusticia”.
Asimismo, la realidad del lenguaje del fascismo, asegura el autor, hace que el mismo puede convertir al mismo en dispositivo para el silenciamiento de la realidad social, en ese particular cualquier fascismo “se sirvió del lenguaje y la ideología para conseguir una regresión de la conciencia política”; así, con el aporte del aparato represivo del Estado y de su plataforma mediática, cualquier sistema inspirado en una revolución “con ayuda de los instrumentos de formación de la opinión pública y del terror en ese campo”, tiene entre sus denominadores comunes el “erigir formas aparienciales de discusión pública en lo político”. Es decir, el único que verdaderamente discute es el líder, el caudillo, el entorno calla y repite, la masa aprueba y corea, los aduladores alaban y exaltan. En este marco la opinión distinta se convierte en delito. Pensar y hablar diverso es convertirse en enemigo y en objetivo de guerra.
El totalitarismo significa una regresión ideológica y apunta a un continuo sometimiento de la ciudadanía. A los efectos, Hitler había dicho en su tiempo: “Lo que la masa quiere es el triunfo del más fuerte y la destrucción de débil o su incondicional sometimiento”. Comenta Winckler que “el sometimiento se logra en parte de manera inmediata, gracias al proceso de producción y de consumo, y en parte de manera mediata en virtud de la estructura familiar”.
El discurso totalitario se acompañará del control del estómago para que sus “verdades” sean digeridas por la población. Por eso en los totalitarismos conocidos hasta ahora y sus derivados, el afanoso empeño por ponerle la mano a los sectores productivos de bienes y servicios en notorio. De allí en adelante, intervenidos y estatizados, se convierten el piezas del engranaje represivo del Estado erigido en partido de gobierno.
Un capítulo del libro de Winckler se dedica a analizar el lenguaje discursivo utilizado por Hitler en Mi lucha, que se convirtió en la nueva Biblia del nacionalsocialismo; el investigador hace referencia al tratamiento que se da al adversario convirtiéndolo en enemigo y en parásito: “El lenguaje de Hitler convierte al adversario en condenado sin apelación y a éste en perseguido”.
De hecho cualquier tendencia de tipo totalitario niega la posibilidad de reconocer al otro como disidente u opositor y en ese sentido el discurso siempre tendrá un matiz de ataque y agresividad buscando atemorizar, anular y aniquilar a quien piensa y actúa distinto en materia política. El adversario se convertirá en un peligroso elemento para el sistema al cual hay que destruir para que triunfen las ideas y el liderazgo sobre los que se sustenta éste.
Para los fascismos de ayer y de hoy la instauración y permanencia de sus regímenes en el tiempo posee carácter de eternidad. Así, en el caso alemán, Hitler y sus nazis se jactaban y llenaban la boca asegurando que el III Reich duraría un milenio porque había llegado a Alemania para quedarse. Otros han dicho algo parecido en otros momentos y latitudes. La historia ha demostrado lo contrario. Esta versión discursiva vive del cinismo pero eso no dura todo el tiempo porque las realidades son cambiantes y los totalitarismos son minados no precisamente por factores externos sino por la misma descomposición que desde el interior de ellos generaron en diversos países y sociedades en los tiempos contemporáneos.
Finalmente, Winckler concluye esta investigación con dos planteamientos bien importantes: el éxito de los fascismos se cimenta en el hecho de que tiene la tendencia a metamorfosear la función de los instintos destructores de las masas que logró someter y emplear para servir de soportes a la estabilización del señorío, así, los fascismos se especializan en rechazar a grupos e imágenes de enemigos inventados. Por otra parte, el discurso totalitario se enrumba por el sendero del culto colectivo al caudillo o el culto a la personalidad. En ese orden de ideas cita a Mi lucha, donde se establece claramente que el orador se asume como el elemento que adquiere un carácter básico en cuanto su función de transformar y moldear la voluntad de las masas. Dice Hitler: “El mitin de masas es necesario, él mismo deberá sucumbir a la influencia mágica de lo que llamamos sugestión de masas”. A lo que Erich Fromm observa: “Mientras la fe racional es el resultado de la propia disposición interna a la acción intelectiva o efectiva; la fe irracional es el sometimiento a algo dado que se admite como verdadero sin importar si lo es o no. El elemento esencial de toda fe irracional es su carácter pasivo, bien sea un ídolo, un líder o una ideología”. Eso se llama alienación.
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