Venezuela: Los fracasos de la Empresa Pública
Por Enrique Viloria Vera
Durante más de tres décadas, el estudio del Capitalismo de Estado, de la intervención estatal en la vida económica, en fin, de las empresas públicas de producción y servicio en propiedad del Estado, fue tema prioritario de mi quehacer profesional en Venezuela y de mi asesoría internacional. Para ese entonces, el mayor holding público europeo: el Instituto de Reconstrucción (IRI) de Italia disuelto; cuestionado el Instituto Nacional de Industrias (INI) de España; el Rapport Nora francés de por medio estableciendo contundentes evidencias sobre el quehacer de las empresas estatales galas, los estudiosos del asunto ya habíamos constatado algunas causas fundamentales del fracaso reiterado de las empresas públicas, fruto de tensiones difíciles de resolver, para convenir, con sobradas razones, más allá de posiciones ideológicas, que el Estado no era el mejor de los empresarios ni el más recomendable patrono.
Ante la realidad venezolana actual, vale la pena recordar esas tensiones que las han conducido al fracaso:
1. Rentabilidad económica vs. costo social: Una empresa productiva y comercial está llamada al mercado, a sus clientes, al servicio, a la innovación, a la competencia con otros agentes económicos que intentan desplazarla o sacarla del mercado. Por supuesto que esta realidad económico – empresarial no excluye la llamada responsabilidad ante el entorno, los clientes y sus propios trabajadores, El asunto se complica cuando la disparidad de objetivos o la acumulación de ellos disloca su razón de ser, y una empresa encargada de producir petróleo termina, dada su eficiencia operativa, productiva y comercial, produciendo, lejos de su sector natural de actividad: carros, puentes, viviendas, tubos, seguros, dormitorios para los que carece de competencias y habilidades empresariales propias. El capital es siempre sectorialmente específico.
2. Autonomía operativa vs. control político: Una empresa mercantil es una empresa mercantil, requiere tomar decisiones dinámicas propias de su carácter operativo, en función del mercado, de los suplidores, de los relacionados y de sus competidores, y, en especia de sus clientes; un control político estrecho, desconocedor de la dinámica empresarial, más interesado en el impacto socio – electoral inmediato de las actividades de la empresa pública sobre el colectivo, la distorsiona, alejándola peligrosamente del eficiente y oportuno cumplimiento de sus auténticos objetivos empresariales, sometiéndola al juicio negativo, a la burla y al comentario mordaz de sus consumidores, al escarnio de sus clientes. La mejor contribución política de una empresa del Estado es su eficiencia reconocida y elogiada, su reputación.
3. Profesionalismo vs. clientelismo político: Las empresas estatales requieren de ejecutivos, gerentes, técnicos, personal obrero y administrativo que sepa profesionalmente lo que tiene que hacer más allá de las afiliaciones políticas de turno o de las lealtades a líderes y partidos. La empresa más leal a las políticas de Estado no es aquella que cuenta con la mayor cantidad de compañeros del partido o de camaradas del proceso, es la que puede mostrar sin modestias que su personal de cualquier nivel es de talla mundial, maestro, punto de obligada referencia técnica o profesional, fuente de genuino orgullo para la empresa y el país.
Cuando estas tensiones no están resueltas y se encuentran potenciadas al máximo, la empresa pública es menos empresa y más cualquier otra institución extraña a su propia naturaleza, con los riesgos de fracaso e ineficiencia que desde el punto de vista productivo, financiero y comercial implica.
Hace años volé en un avión repleto de gente en una compañía aérea estatal sureña; luego de varios rayos, sustos y corricorris, estabilizado ya el avión luego de una feroz tormenta, el bisoño y políticamente comprometido capitán de la nave, ya serenado y con la boina de rigor, se dirigió a los conmovidos pasajeros y efusivamente pidió: un sonoro grito de Gracias a la Virgen Patrona por su protección, y un fuerte aplauso para el pasajero del asiento 8 E… era el único que había pagado el billete.
¡Dios nos coja confesados!
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