La razón desprestigiada
¿Es posible entablar un debate mínimamente serio con quien reniega de la razón? Esa sensación terrible y extraña, esa sospecha de que debatir con un marxista es imposible, por discrepancias irresolubles en cuanto al lenguaje y al papel y las características de la ciencia, está en verdad muy fundada. Y es que buena parte de la izquierda –no sólo la marxista, ni sólo la "científica"– y los utopistas en general, especialmente desde que Marx formuló su crítica de las ideologías, se dedica o bien a (intentar) invalidar las teorías criticando precisamente la posibilidad de articular teorías, o bien a formular teorías sin atender al criterio de la racionalidad (lo que constituye un rechazo o desprecio implícito de la misma).
En cualquier discusión que se inicie es necesario que los participantes acepten ciertas premisas básicas: primero, que el objetivo de todo debate es la impugnación, la refutación, el brain- storming o la delimitación de un "esquema de disensos" (para fundar posibles debates o investigaciones futuras); segundo, que los criterios para juzgar la validez o la invalidez serán siempre los mismos (y, sobre todo, que éstos efectivamente existirán); tercero, que lo que se juzga es el contenido de la teoría (factor interno) y no a su emisor (factor externo), sin perjuicio de que, adicionalmente, puedan analizarse las motivaciones ocultas del emisor para articular una teoría en concreto.
Todo debate cuyos participantes nieguen explícita o implícitamente estas premisas está condenado al más profundo fracaso. Y ése es el caso de los debates que se han intentado con aquellos que rechazan la razón, no como medio infalible y omnipotente (son los racionalistas los más interesados en señalar los límites epistemológicos), sino como campo de juego básico e irrenunciable.
Nos interesan las dos formas fundamentales de criticar la racionalidad (dejaremos aparte las críticas de las diferentes variantes del nihilismo de Nietzsche, Schopenhauer, Cioran y otros). La primera es la de Marx: la racionalidad pura y neutral no es posible por el dominio de la ideología, que es la conciencia en función de la clase social. Esta teoría es, en palabras de Ludwig von Mises, una forma de "polilogismo": no existe una lógica sino tantas como clases sociales, razas o naciones existan (dependiendo del tipo de polilogismo). Es, a todas luces, una teoría incorrecta, por determinista, contradictoria y estéril; esta teoría sería incapaz de explicar por qué hay empresarios que abogan por el libre mercado mientras que otros aplauden el intervencionismo; esta teoría sería incapaz de explicar por qué hay acaudalados que, sin embargo, son ideológicamente marxistas (por ejemplo, el mismo Engels).
La segunda forma de negar la posibilidad de conocer mediante la razón es aquella que, basándose en los límites tanto del empirismo como de la deducción apriorística en campos tales como la Historia y la Sociología, extienden sus dudas a todas las ciencias, y con especial virulencia e injusticia a la ciencia económica. Nos encontramos en este punto frente al clásico "enfrentamiento" entre la filosofía analítica y la filosofía llamada continental, o en palabras de Franca D’Agostini, de "la antítesis entre cultura científica y cultura humanística, entre lógica y retórica". No es una discrepancia baladí ni sólo metodológica, sino que afecta a la misma concepción de la ciencia y de la filosofía como metaciencia, pero en este comentario no podemos abordarla adecuadamente; nos limitaremos a opinar que gran parte del impasse podría soliviantarse manteniendo la división de las ciencias: el análisis cualitativo o cuantitativo, la deducción o la inducción, la importancia o el desprecio de la comunicación y la exégesis, la consideración del dato como "obtenido" o como "generado"… todo ello se ha de elegir –porque hacer ciencia es elegir– en función del objeto de investigación. Y para ello hay que quitarse los complejos y las pretensiones holísticas.
Los que niegan la racionalidad –especialmente en lo que atañe a las ciencias sociales– no se encierran en sus casas y reniegan de la conversación, la lectura y la investigación (como sería coherente), sino que siguen participando en los debates tal y como lo haría cualquier racionalista, sólo que parándose en cada paso a proclamar de nuevo la "vanidad" de la razón, entorpeciendo y restándole agilidad al desarrollo de la discusión.
Los rasgos característicos de la "argumentación" de este tipo de "científicos irracionales" (grupo al que siempre pertenecen los marxistas pero que cuenta con muchos otros miembros) son los siguientes: en primer lugar, el desprecio por el razonamiento lógico o el gusto por la contradicción (no entendida, como entienden los racionalistas, como un interrogante a resolver o un fruto de la irracionalidad humana y, por tanto, incontrolable, sino entendida como algo normal que no merece revisión ni corrección); en segundo lugar, la arbitrariedad (es decir, la no-sistematicidad o la no-justificación); en tercer lugar, el desinterés por el control o la falsabilidad empírica (o su nula rigurosidad; una vez más, el ejemplo más notable es la negativa de los marxistas a aceptar el carácter genuinamente marxista de la URSS y todas sus consecuencias); en cuarto y último lugar, los juicios de valor y de intenciones (en la forma de "los burgueses pretenden X, los proletarios pretenden Y; moralmente, los burgueses resultan ser X, los proletarios resultan ser Y, etc.").
Así se entiende la desafortunada formulación de determinadas teorías. Tomemos como ejemplo cualquier teoría de la justicia del tipo "justicia como distribución según las necesidades" o "justicia como distribución igualitaria": son independientes de las características del mundo, de los incentivos, de las posibilidades epistemológicas y fácticas, etc. La conclusión es pesimista: no es posible convencer con argumentos racionales a los que fundan sus teorías en la simple intención, voluntad, deseo o prejuicio. No es posible el entendimiento con quien ha renegado de lo único en que todas las escuelas económicas, si quisieran que de su competencia se obtuviera algún beneficio, deberían aceptar. Aunque no es tan fácil: tengamos en cuenta que si la izquierda aceptara el sometimiento de sus tesis al análisis lógico y al control empírico (esto es, si tuviera en cuenta no sólo el fin o la intención sino también los medios y el "cómo"), se vería obligada a renunciar a un porcentaje demasiado escandaloso de sus muy desatinadas recomendaciones de siempre.
- 23 de julio, 2015
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