Ford, al rescate
Libertad Digital, Madrid
Owings & Merrill, el estudio de Chicago que creó muchos de los iconos del modernismo de posguerra y el edificio que alberga la sede central de Ford, posee un minimalismo que con su cristal y acero caracterizó la arquitectura de los años 50, cuando los Estados Unidos lideraban el mundo. El edificio de Ford se abrió en 1956, fecha que marca el apogeo de la confianza de los estadounidenses (sólo un año antes de que el Sputnik socavara la fe en su supremacía tecnológica y de que los modelos Edsel sacudieran su confianza en la perspicacia de sus empresasarios).
En el edificio hoy se vive una cierta inquietud. Pero el consejero delegado Alan Mulally, de 63 juveniles años, parece estar inexplicablemente contento, a pesar de su reciente escarnio en el Congreso con el resto de los directivos de los Tres Grandes de Detroit. Ford se llevó la peor parte del escándalo, ya que no pedía el dinero con la urgencia con que lo hacían General Motors y Chrysler.
Hace veintiseis meses, Mulally –que posiblemente ya pensaba que le había ocurrido todo lo malo en su carrera profesional– desembarcó en Ford procedente de Boeing. Allí, cuando la aviación civil se había convertido en un daño colateral del 11 de Septiembre, encabezó una reducción de plantilla desde 127.000 trabajadores a 52.000. Uno de sus primeros movimientos en Ford fue una de las grandes jugadas de la historia empresarial del país: pidió prestados 23.500 millones de dólares avalados, en su mayor parte, por los activos de Ford, incluyendo incluso la propiedad intelectual de su logotipo. Hoy, Mulally dice que "Ford tiene liquidez suficiente", incluso si en 2009 las ventas de la industria fueran mucho peores que en octubre de 2008. Por ese motivo, Ford no solicita el dinero al Congreso de inmediato, sólo pide tener acceso a él en caso de que se produzca lo que Mulally llama "un acontecimiento significativo para la industria".
Por tal concepto, Ford entiende que General Motors se declara en bancarrota, lo que afectaría, según la propia compañía, a muchos de los 3.000 fabricantes de piezas de automóviles del país, ya que los Tres Grandes les deben 13.000 millones de dólares. Ford es cliente del 80% de los proveedores de Chrysler y General Motors; además, el 25% de los distribuidores autorizados de Ford con más ventas son franquicias de General Motors o de Chrysler.
Según Mulally, una quiebra –que ha sido algo habitual para las aerolíneas– resultaría fatal en una automovilística: si bien los pasajeros siguen estando dispuestos a volar con una compañía que esté en bancarrota porque sus billetes son operaciones que se realizan en el corto plazo, los clientes y proveedores de un fabricante automovilístico en quiebra no pueden fiarse de que vaya a existir dentro de unos años para seguir amortizando sus deudas y compromisos.
Por eso, Ford ha reducido en un 50% su plantilla en tres años y en pocos meses habrá logrado recortar el coste que le suponen sus trabajadores en un 40%. Y lo que es más importante, está planteándose cortar por lo sano sus relaciones con las que, hasta ahora, habían sido 76 filiales. Ya se ha deshecho de Aston Martin, Jaguar y Land Rover; ahora parece decantarse por la venta de Volvo y de lo que le queda de Mazda. En breve, la compañía se reducirá a la antigua Ford, Lincoln y, tal vez, Mercury, con una red de concesionarios de 3.790, por debajo de los 4.396 que tenía hace tres años.
Las ventas totales del sector automovilístico en Estados Unidos durante este año (alrededor de 10,5 millones, muy por debajo de los 17 millones de 2005) son, en términos per cápita, las más bajas desde la Segunda Guerra Mundial. No hay ninguna posibilidad de que estas minúsculas ventas permitan a los Tres Grandes compartir los beneficios con las marcas extranjeras. Un rescate en 1979 permitió que Chrysler sobreviviera, pero sólo para que hoy vuelva a ser un problema (de hecho, es casi seguro que de ésta no va a salir).
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