El plan de Obama para transformar el país
Barack Obama ha cosechado los elogios del centro y la derecha — y ha irritado sumamente a la izquierda — con el centrismo de sus nombramientos más insignes. Dado que las propias creencias de Obama siguen siendo opacas en gran medida, sus nombramientos han conducido a la conclusión de que se propone gobernar desde el centro.
¿Obama el centrista? No estoy tan seguro.
Tómese el equipo de la política exterior: Hillary Clinton, James Jones, y la reliquia de la administración Bush, Robert Gates. Impecablemente centrista. Pero la elección no es tan ideológica como práctica. Obama no tiene ninguna intención de ser un presidente de política exterior. Al contrario que, digamos, Nixon o Reagan, no alberga ninguna aspiración en el extranjero. Simplemente quiere tranquilidad en sus frentes oriental y occidental para poder proceder con lo que realmente le importa — su agenda nacional.
Lo mismo se puede decir de su importante equipo económico, el brillante trío compuesto por Tim Geithner, Larry Summers y Paul Volcker: centrista, con experiencia y peso específico. Pero su principal labor consiste en estabilizar el sistema financiero, una tarea bastante pragmática en la que Obama no tiene ningún interés ideológico en particular.
Un sistema financiero en plena forma es una condición necesaria para una presidencia Obama con éxito. Al igual que en política exterior, Obama quiere que expertos y veteranos gestionen y pacifiquen universos en los que tiene escasa experiencia y aún menos compromiso personal. Su labor consiste en mantener fluyendo el crédito y mantener el mundo a ralla para que Obama pueda poner en práctica su verdadera ambición: acometer una transformación nacional tan grande y ambiciosa como la de Franklin Roosevelt.
Como decía Obama reveladoramente justo la semana pasada, "esta dolorosa crisis también nos proporciona la oportunidad de transformar nuestra economía y mejorar las vidas de la gente corriente." La transformación es su misión. La crisis brinda la ocasión. Las elecciones le proporcionan el poder.
La recesión cada vez más profunda plantea la ocasión para la intervención federal y la experimentación pública a una escala que no se ve desde el New Deal. Una administración Republicana ya ha despejado el terreno ideológico con su intervención sin precedentes, rematada con la nacionalización parcial forzosa de nueve de los grandes bancos, el tipo de cosas que suceden en la Argentina Peronista con un revólver sobre la mesa.
Además, la invención por parte de Henry Paulson de la cifra de 700.000 millones de dólares altera para siempre nuestra percepción de gasto público concebible. ¿Otros 20.000 millones de dólares más para Citigroup? Calderilla.
Por otra parte, nadie en el Congreso se molesta ya en fingir que el gasto debería hacerse en función de los ingresos (por ejemplo, nuevos gastos puntuales equilibrados a través de impuestos más elevados o un gasto fijo menor), como prometían falsamente los Demócratas cuando se hacían cargo del Congreso el año pasado. Hasta algunos economistas conservadores animan al estímulo (aunque estructurado de manera radicalmente diferente a las propuestas Demócratas). Y la opinión pública, exigiendo acción, se tragará cualquier paquete de estímulo de cualquier tamaño. El resultado: sumas insospechadas de dinero a disposición de Obama.
Para aprovechar la oportunidad, Obama tiene el poder político que viene de una sensacional victoria electoral. No solamente le concedió un mandato personal. Incrementó las mayorías Demócratas de ambas cámaras, ilustrando así sus réditos y concediéndole influencia. Y al postularse a cuenta de poco más que cambio y esperanzas (con frecuencia contradictorias), se ha dado una enorme libertad de acción.
Obama hablaba totalmente en serio al decir que iba a cambiar el mundo. Y ahora cuenta con una crisis nacional, un mandato personal, un Congreso flexible, una opinión pública desesperada — y a su disposición, la reserva de dinero más cuantiosa de la historia planetaria. (Incluyo aquí los planetas extrasolares.)
Comienza con un paquete de estímulo de casi un trillón de dólares. Aquí es donde Obama se va a dar a conocer ideológicamente. Es su gran oportunidad de oro para sembrar las semillas de todo lo que le importa: una nueva economía ecológica, sanidad universal, reanimación de los sindicatos, el gobierno como "socio" benevolente del sector privado. Es el sueño por excelencia de cualquier organizador de la comunidad.
Irónicamente, cuando a mediados de septiembre la economía se intoxicó, se asumía que ambos candidatos presidenciales simplemente podrían olvidar su agenda nacional porque con 700.000 millones de dólares restados de golpe por los rescates al sistema financiero, no quedaría ni un centavo que gastar en nada más.
Muy al contrario. Con el país reclamando a voces acción y con todas las barreras psicológicas a la intervención pública arrasadas (por obra del partido conservador, nada menos), se dan las condiciones para que un presidente joven, ambicioso y supinamente confiado — que se ve a sí mismo como una figura histórica de talla mundial antes incluso de haber sido investido — empiece a reestructurar la economía estadounidense y a forjar una nueva relación entre gobierno y pueblo.
No se engañe porque Bob Gates se vaya a quedar. Obama no salió elegido para encargarse de Afganistán. Él pretende transformar Estados Unidos. Y tiene el dinero, la autoridad y la iniciativa necesarios para ir a por ello.
© 2008, The Washington Post Writers Group
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