América Latina y su desafío fiscal
Vivimos tiempos inciertos, pero, al mismo tiempo, fascinantes para América Latina. Hace sólo una década, las economías de la región habrían sucumbido en un abrir y cerrar de ojos a una crisis financiera como la actual. Los efectos de la tormenta se están haciendo sentir y se irán ahondando en 2009, al igual que en el resto de regiones emergentes, pero no con el dramatismo al que las economías latinoamericanas nos tenían acostumbrados.
Un elemento clave de esta capacidad para capear el temporal financiero mejor que en el pasado radica en el buen anclaje fiscal de las economías, que permite una mayor resistencia a los choques externos. No obstante, lo particular de la fiscalidad es que ofrece un ejemplo de la madurez de la políticas económicas en buena parte de América Latina, la que dará buenos réditos en momentos difíciles.
Según el informe Perspectivas Económicas de América Latina 2009 del Centro de Desarrollo de la OCDE, la mayoría los gobiernos latinoamericanos (existen siempre excepciones) ha tomado durante los últimos años medidas fiscales adecuadas para afrontar un contexto crítico como el actual. Entre los avances se ha producido una mejora significativa en la gestión de la deuda pública, se ha rebajado el déficit fiscal y se han adoptado importantes iniciativas de responsabilidad fiscal, como la creación de fondos de estabilización. La región ha sido también pionera en innovaciones fiscales que abarcan desde modalidades especiales de transferencia condicional de dinero en efectivo a interesantes proyectos de presupuestos participativos.
Pese a lo conseguido, aún queda mucho por delante. La tormenta desatada en los países desarrollados sólo agudiza la urgencia de medidas. Por ejemplo, el índice de volatilidad de los ingresos públicos siguen siendo elevado, y la estructura de la recaudación, demasiado regresiva: los ingresos dependen en exceso de fuentes no tributarias -como las tarifas a las exportaciones y explotación de recursos naturales, todos sometidos a las volatilidades que estamos presenciando- y también de impuestos indirectos que gravan el consumo. Por el contrario, los impuestos sobre la renta personal, que suelen ser mucho más progresivos al gravar según el nivel de ingresos, aportan sólo un 4% del total de ingresos fiscales de Latinoamérica, frente a un 27% en los países de la OCDE.
En el campo del gasto público, el panorama también ofrece mucho margen de mejora. Entre 1990 y 2006, el gasto público supuso un 25% del PIB en América Latina, lo que contrasta con el 44% alcanzado en los países de la OCDE. Menos dinero recaudado es obviamente sinónimo de menos dinero para gastar, aunque nuestro informe no pone el acento tanto en la cantidad, sino en la calidad. La comparación del rendimiento estudiantil en Chile y México con países que gastan lo mismo por estudiante, como Lituania, ilustra que los gobiernos latinoamericanos continúan gastando de manera ineficiente y en particular demasiado poco en aquellas políticas con mayor impacto en el aprendizaje y los resultados, como el número de horas que los alumnos dedican a sus clases o la mejora en las políticas de admisión de los centros educativos.
Toda reforma que pretenda promover la calidad fiscal en América Latina debe tener en cuenta estos problemas y plantear soluciones que permitan explotar al máximo el potencial de la fiscalidad como motor del desarrollo. Los logros fiscales se ponen especialmente a prueba en contextos difíciles, como el actual, y es precisamente ahora cuando conviene resaltar cómo la política fiscal puede contribuir a un crecimiento económico que no dé la espalda a la equidad. Poner las políticas fiscales que promueven el crecimiento y la igualdad al menos al mismo nivel que las destinadas a estabilizar la producción y los precios es perentorio.
Una política fiscal basada en la equidad y la efectividad puede y debe constituir el mejor antídoto contra el caudillismo fiscal del que aún adolecen numerosos sistemas latinoamericanos y que explica los bajos niveles de legitimidad fiscal que encontramos hace un año, cuando publicamos nuestro anterior informe. Si los ciudadanos tienen la certeza de que sus gobiernos recaudan de manera justa y gastan adecuadamente estarán más dispuestos a cumplir con sus obligaciones fiscales, lo que a su vez redundará positivamente en la propia legitimidad democrática. Unos niveles elevados de legitimidad fiscal ayudan a consolidar la confianza de la ciudadanía en las instituciones públicas.
Por el contrario, en una sociedad desigual donde los bienes públicos son escasos, de baja calidad y donde la presión tributaria no se corresponde con el nivel de ingresos, la desconfianza hacia las instituciones es mayor. La política fiscal, con sus desafíos y oportunidades, debe ser uno de los ejes de ese diálogo sobre cómo Latinoamérica puede avanzar en su agenda de desarrollo y consolidación democrática.
Inyectar mayor progresividad en los gastos es al final también la historia de la democracia. Su consolidación va de la mano de una mayor legitimidad fiscal que sólo se puede lograr recaudando más, pero sobre todo gastando mejor, es decir, no forzosamente más, sino de manera más eficiente y más progresiva, de modo de poder así alcanzar las poblaciones más pobres de la región que serán, inevitablemente, las que nuevamente sufrirán más el impacto de la actual crisis financiera y macroeconómica global.
Javier Santiso es director y economista jefe, Centro de Desarrollo de la OCDE.
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