La turbocracia
El presidente Hugo Chávez amenaza a sus oponentes con meterlos en la cárcel si se atreven a ganar las elecciones. No lo dudo. Dice que sacará los tanques. Tampoco lo dudo.
Está dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de mantenerse en el poder. Si lo pierde, puede acabar ante los tribunales. Ha violado medio código penal en un abanico de delitos que comienza con la malversación y acaba con el asesinato selectivo de varios opositores. Y no lo digo yo: lo afirma el ex coronel Francisco Arias Cárdenas, su actual viceministro de Asuntos Exteriores, como puede comprobar cualquiera que se asome a YouTube.
La coartada para justificar la violencia contra los demócratas de la oposición es la revolución. Los chavistas creen que si pierden ciertas zonas del poder ''el proceso'' se ralentizará y les tomará más tiempo llegar al ''socialismo del siglo XXI'', un engendro tan nefasto como el de la previa centuria, pero más burdo. Según las mejores encuestas, deberían perder seis u ocho estados –los más importantes del país, la capital incluida–, pero es probable que entre el fraude masivo y la intimidación sólo admitan dos o tres derrotas menores. Tras haber fracasado en el referéndum de diciembre de 2007, Hugo Chávez llegó a la conclusión de que las elecciones sólo se justifican si se ganan. De lo contrario, no tienen sentido. Son una ordinariez.
Para los chavistas, y para esa frenética familia –por ahora Venezuela, Nicaragua, Ecuador y Bolivia, dado que El Salvador todavía está en remojo, aunque con grandes posibilidades de caer en la trampa–, las elecciones son sólo un método para hacer la revolución, y no una manera pacífica y racional de medir las preferencias de la sociedad, con el objeto de entregarle el gobierno al ganador, para que administre el país de acuerdo con las reglas y según el mandato encomendado por el pueblo.
En ese mundillo bananero de rompe y rasga, la ley y las instituciones no sirven para nada. En Nicaragua, tras el inmenso fraude electoral que acaba de protagonizar Daniel Ortega, las turbas sandinistas golpean a los manifestantes que se quejan, les disparan balas y morterazos, los aterrorizan de mil formas distintas, y se preparan para encarcelar a Eduardo Montealegre, el gran triunfador en los comicios de Managua. En el Ecuador de Rafael Correa, en su momento las turbas de sus partidarios rodearon el parlamento y la Corte Suprema hasta poner en fuga a los funcionarios incómodos. En Bolivia, los masistas de Evo Morales les propinan chicotazos a los opositores, les disparan a los adversarios –ya hay varias docenas de muertos– e ilegalmente encarcelan al prefecto de Pando, mientras el presidente cocalero les dice a sus ministros que él se ocupa de hacer las trampas, y a ellos, que son abogados, les toca encontrar la manera de justificar legalmente sus actos, «pues para eso han estudiado''.
No hay nada que aterrorice más a la población que una banda armada que actúa impunemente con la complicidad o bajo la orientación de los poderes públicos. Estamos en plena turbocracia. Es el gobierno de la canalla armada con garrotes. Es el matonismo callejero, que existe desde la Roma clásica, reinventado por Adolfo Hitler en el siglo XX con sus camisas pardas, mientras lograba el control total de la policía y de los servicios de inteligencia. En Cuba –madre y maestra del socialismo del siglo XXI–, la dictadura comunista no ha dejado de recurrir a estos métodos (los llama ''actos de repudio'' y son orquestados por la policía política y el partido comunista), y les ha explicado a sus discípulos cómo se utilizan eficazmente para sembrar el terror y ejercer el control social absoluto.
La pregunta inevitable es ésta: ¿cómo se sale por las buenas de unos gobernantes que utilizan la democracia para alcanzar el poder y, una vez instalados en el cuarto de mando, se niegan a entregarlo a sus adversarios cuando los derrotan en las urnas, o, sencillamente, como sucede en las dictaduras de partido único, cierran todas las puertas? El dilema es muy grave porque los demócratas, por definición y por vocación, suelen ser gentes pacíficas nada dadas a la violencia. Los navajeros son, precisamente, los que están en el otro bando. La pelea es entre un león con hambre y un mono amarrado.
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