A medida que los ricos se empobrecen
Por Robert J. Samuelson
Siglo XXI
Durante años hemos hablado de la creciente desigualdad económica. Por un lado, los liberales la denuncian como injusta. Redistribuyan la riqueza entre los pobres y la clase media, dicen. Por el otro, los conservadores minimizan su importancia. Lo más importante es el crecimiento económico general, responden. Bueno, la conjunción de la campaña presidencial y la crisis financiera dieron al debate una curiosa vuelta de tuerca. Los liberales han triunfado políticamente; desplumar a los ricos se ha vuelto más aceptable. Pero quizás los conservadores hayan ganado la disputa intelectual; empobrecer a los ricos no enriquece a todos los demás.
Si demócratas y republicanos estuvieran de acuerdo en algo, sería en lo siguiente: La codicia es perniciosa. Obama propuso elevar los impuestos de los sectores de ingresos más altos (parejas que perciben por encima de $250 mil); aunque McCain no lo hizo, sí sugirió que gran parte de la acumulación de la riqueza había sido obtenida de mala manera. Quizás sin darse cuenta, fortaleció la defensa moral de una mayor redistribución. Recurramos a la mina de oro de los ricos.
Lamentablemente, la mina tiene menos oro. Todo la agitación financiera ha dejado a los ricos —como quiera que los definamos— mucho menos ricos. La posesión de las acciones está sumamente concentrada.
En 2001, el 1% más rico era dueño del 34% de las acciones y de los fondos comunes de inversión. Veamos. Desde el pico del mercado en octubre de 2007, las acciones han descendido (hasta el 31 de octubre) un 38%, o $7.5 billones.
Eso quiere decir que habrá menos impuestos a las ganancias de capital, porque éstas caerán en picada. En años recientes, los impuestos a las ganancias de capital han sido de $100 mil millones, o más. Esa suma podría descender agudamente.
Miles de banqueros inversionistas bien remunerados, administradores de portafolios, corredores y analistas de títulos están perdiendo sus puestos de trabajo. Aunque las bonificaciones de Wall Street continuarán, es probable que su total disminuya. Probablemente también se reduzcan las remuneraciones de los ejecutivos. Las ganancias han bajado; el clima político es hostil. En 2005, el 1% más rico de los norteamericanos tenía el 18% del ingreso total y pagaba el 28% de los impuestos federales. Sus ingresos no crecerán mucho.
Juzgada únicamente por la desigualdad económica, la crisis financiera es un regalo divino. Probablemente reducirá la brecha —aunque todavía amplia— entre los ricos y los demás. ¿Pero de qué manera ayudará eso? La desigualdad económica también declinó durante la Gran Depresión. El país no estaba en mejor situación. En general, los pobres no son pobres porque los ricos son ricos. Normalmente son pobres por sus propios motivos: desintegración de la familia, baja especialización, hábitos personales destructivos y simple mala suerte.
La presunción implícita en la crítica de la creciente desigualdad económica es que los ingresos de la sociedad representan una cantidad determinada y, si los ricos tienen menos, los demás tendrán más. Hasta cierto punto, eso es cierto. El Gobierno ya redistribuye muchos ingresos, a menudo para mejor. Durante los años de auge, las empresas quizás hayan sido menos espléndidas con los altos ejecutivos y levemente más generosas con los demás trabajadores y accionistas.
Pero el argumento de la redistribución es, como mucho, una verdad a medias. La verdad mayor es que gran parte de los ingresos de los ricos y acomodados proviene de lo que hacen. Si dejan de hacerlo, los ingresos y la riqueza desaparecen. Nadie la obtiene. No puede redistribuirse porque no existe. Todo el mundo es más pobre.
Esto no es sólo una teoría. El gobernador de Nueva York imploró al Congreso que proveyera de asistencia de emergencia a los estados. Nueva York, que depende en gran medida de los impuestos a Wall Street, testificó, ahora enfrenta un déficit presupuestario de $125 mil millones para el año próximo y espera que el desempleo se eleve a 160 mil. Las bonificaciones de Wall Street caerán un 43% y los ingresos de los bienes de capital en un 35%, estimó.
Los norteamericanos sienten un rencor legítimo por los individuos de Wall Srteet, que se beneficiaron de dudosas estrategias de inversión y agravaron la crisis actual. El Gobierno redistribuye los ingresos para reducir penurias y pobreza. Pero eso no es lo mismo que tratar de deducir y crear una distribución óptima de los ingresos. El Gobierno no puede hacerlo ni debería intentarlo. Utilizar a los ricos como chivos expiatorios y castigarlos no ayudará, si los impuestos resultantes debilitan las inversiones y la toma de riesgos, desalentando el crecimiento económico que beneficia a todo el mundo.
(c) 2008, Washington Post Writers Group
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