Guerra y dictadura en el cine español
Por Julián Casanova
El País, Madrid
En los largos años de silencio impuesto por la dictadura de Franco, la literatura y el cine encendían de vez en cuando la llama del recuerdo. Entre los cineastas, el que más lo hizo, desafiando a la censura y a la miseria intelectual, fue Carlos Saura. En sus películas, desde La caza, de 1965, hasta ¡Ay, Carmela!, de 1990, pasando por Ana y los lobos (1972) o La prima Angélica (1973), siempre hubo un lugar para el recuerdo. Recuerdos de la guerra, de su violencia e intolerancia. Recuerdos del franquismo, de su represión, doble moral e hipocresía.
La mirada a ese pasado traumático, de guerra y dictadura, persiste en el cine español, 70 años después de la Guerra Civil y más de 30 desde la muerte de Franco. Y el cine, como ocurre con los libros de historia o con las opiniones y testimonios difundidos en los medios de comunicación, transmite una clara tensión entre diferentes memorias, individuales y de grupo, y la proyecta sobre el presente y sus debates políticos y culturales. ¿Es bueno y saludable que el cine no huya de ese pasado y saque a la luz sus partes más ocultas y reprimidas? ¿Qué usos de la memoria nos propone el cine en la actualidad? ¿Quiénes son sus destinatarios?
El hecho de que la memoria, o más bien las memorias enfrentadas, se haya convertido en los últimos años en España en eje importante de discusión política indica, por un lado, la fuerza del legado de la Guerra Civil y del franquismo, de un pasado que no quiere irse ni ser olvidado, y, por otro, la confrontación entre historia y recuerdos. Los hechos más significativos de la Guerra Civil han sido ya investigados y las preguntas más relevantes están resueltas, pero esa historia no es un territorio exclusivo de los historiadores y, en cualquier caso, lo que enseñamos los historiadores en las universidades y en nuestros libros no es lo mismo que lo que la mayoría de los ciudadanos que nacieron durante la dictadura o en los primeros años de la actual democracia pudieron leer en los libros de texto del bachillerato. Además, millones de personas nunca estudiaron la Guerra Civil, o porque no hicieron bachillerato o porque nadie les contó la guerra en las asignaturas de historia.
Una cosa, por lo tanto, son las narraciones y análisis de los historiadores, y otra muy diferente las percepciones que millones de españoles pudieron y han podido formarse a través de la propaganda oficial franquista, de lo que oían en sus casas o de las diversas representaciones divulgadas en los medios de comunicación, en la literatura, en documentales o en el cine. Treinta años de democracia, sin embargo, no han sido suficientes para borrar la cultura del miedo que el franquismo implantó. La mirada libre a ese pasado traumático suscita, por otro lado, un enérgico rechazo entre numerosas personas que, aunque agradecidas a Franco y a su dictadura, se habían acomodado ya a la democracia y habían ajustado su memoria a los nuevos tiempos. Estudiar la guerra y la dictadura o buscar los restos de los asesinados por militares y falangistas significa para ellos «reabrir las heridas del pasado», por citar las palabras tantas veces utilizadas por Mariano Rajoy.
Frente a esa cultura del miedo y del olvido, una parte del cine español, pequeña pero muy significativa, explora hoy con sus imágenes la España de los perdedores. Es una reconstrucción que tiene mucho de recuperación ideológica, de memoria de militancia y de reivindicación de la herencia de los vencidos. Pero es también una lucha contra el falseamiento de los hechos del pasado, la creación de una memoria nueva y ejemplar que difiere bastante del lugar que la memoria ocupaba en las célebres películas de los años sesenta de Carlos Saura, Luis Buñuel o Luis García Berlanga.
Desde el principio de su carrera, a Saura le interesó mucho reflejar el pasado violento de una sociedad que vivía todavía fracturada bajo la represión y miseria de la dictadura. La caza, la película que además le abrió caminos de fama por los prestigiosos premios que obtuvo, es el mejor ejemplo. Sabemos desde el primer instante que en el escenario donde los cuatro protagonistas van a cazar conejos murió mucha gente en la Guerra Civil. «A montones murieron aquí», le dice José (Ismael Merlo) a Enrique (Emilio Gutiérrez Caba), enseñanza y recuerdo del mayor al joven.
Todo en esa película recuerda a la guerra. José, el propietario del coto de caza, tiene escondido en una cueva un esqueleto de un muerto de la guerra. Los tres hombres mayores, a quienes el pasado persigue y el presente no les permite ser felices, se matan entre ellos. Sólo el joven queda vivo, no sabemos si para seguir recordando, prisionero del pasado, o como esperanza de cambio. Porque mientras los mayores preparan el enfrentamiento, con sus recuerdos, conversaciones, reproches y violencia contenida, el joven escucha música moderna en la radio y baila el twist con la sobrina del guardia de la finca.
Esa tensión entre la tradición y la modernidad preside el cine de Saura, como el de Buñuel en Viridiana (1961) o el de Berlanga en El verdugo (1964). Saura recuerda, y los que vemos su cine recordamos, cómo era esa España de Franco de los años sesenta y setenta, entre la tradición y la modernidad. Es un viaje a través de la memoria y el tiempo, que tanto nos interesa a los historiadores. Hay una España que ha desaparecido, pero no del todo, miserable y primitiva, y otra moderna que nace, aunque no puede dominar todavía y matar a la vieja. Y en todo caso, la modernidad no es capaz de tragarse la historia, el pasado violento, que sale una y otra vez a través del recuerdo de los protagonistas de sus películas.
«Cuánta crueldad, cuánta estupidez, cuánta mezquindad», dice mamá-Rafaela Aparicio en Mamá cumple 100 años (1979), al recordar la guerra. «Cuánto sufrimiento inútil, cuánto sacrificio inútil».
De esa reflexión general sobre «¿cómo fue posible aquella tragedia?», el cine actual ha pasado a la batalla por la memoria, a la lucha contra la indiferencia como forma de olvido social. Se narran la resistencia a la opresión y las ilusiones perdidas (Silencio roto, Montxo Armendáriz, 2001), la represión y la apología que los vencedores hicieron de la violencia (Las 13 rosas, Emilio Martínez-Lázaro, 2007), la muerte de la República y de la cultura (La lengua de las mariposas, José Luis Cuerda, 1999), o la complicidad del clero en la persecución y el asesinato (Los girasoles ciegos, José Luis Cuerda, 2008). En todos esos casos, y mucho más en Salvador (Manuel Huerga, 2008), aparece de forma muy clara la responsabilidad política, criminal y moral de los vencedores de la guerra y de quienes proyectaron la violencia sobre la sociedad española durante décadas. Se trata, en suma, de un viaje al pasado a través del testimonio (Soldados de Salamina, David Trueba, 2002), porque no hay memoria sin sujetos, del mismo modo que no hay historia sin reconstrucción fidedigna de los hechos.
El retorno de ese pasado oculto y reprimido desorienta y enfada a muchos. El presente condiciona y obstaculiza, sin duda, esa recuperación del pasado. Para abordarla, necesitamos del cine, de su eficacia narrativa y del poder de sus imágenes. Un cine que no sea sólo un instrumento de denuncia, sino que aporte también una voluntad de conocimiento, que convierta al pasado en lección de tolerancia para los jóvenes. Recorridos ya esos caminos, debería ser el momento de dejar de lado el impulso reivindicativo, la memoria testimonial de los vencidos, para adentrarse en visiones más críticas y plurales de los horrores que la guerra y la dictadura generaron.
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