Camila cumple quince
Por Jaime Bayly
El Nuevo Herald
Camila cumple quince años y no tengo un regalo, pero no importa, porque ella sabe cuánto la amo, con qué orgullo y admiración la contemplo, qué fácil y natural me resulta ser feliz a su lado. Su regalo formal es una laptop que me ha pedido y le llevaré pronto de Miami.
El regalo oficial, que ya le fue concedido, fue un viaje a París con su madre y su hermana Lola, y con prescindencia de mí, a explícito pedido suyo: tuvo la sabiduría de decirme que dicho viaje se haría espeso, agrio y fatigoso si yo, que ando siempre bostezando y tomando pastillas para dormir, las acompañaba.
El regalo oficioso o implícito es la fiesta de quince, que ha provocado ciertas discusiones domésticas. Mi posición ha sido intransigente: la fiesta se hará de todos modos, aunque Camila no quiera. Esa prepotencia moral tiene una explicación digamos sentimental: hace poco más de un año, una amiga murió de cáncer antes de cumplir los treinta años y me dijo, cuando le quedaban pocas palabras, que aquello de lo que más se arrepentía en la vida era no haber hecho una fiesta de quince. Me hizo prometerle que les haría fiestas de quince a mis hijas aunque ellas no quisieran.
No ha sido difícil convencer a Camila de hacer la fiesta, lo complicado ha sido ponernos de acuerdo su madre, ella y yo en el lugar y las circunstancias en que habrá de ocurrir. Camila no quiere que la fiesta sea en su casa y tampoco en un hotel, dice que le parece una huachafería, y no quiere que sea la típica fiesta de quince en la que la agasajada parece un florero con tacos y su padre baila un valsecito con ella y todo es triste, previsible y vulgar, como le aconsejó su amiga Gabi en bicicleta. Camila quiere una fiesta pequeña, informal, en una discoteca con aire libertino, no cualquier discoteca, una de moda, que ella y sus amigas ya eligieron. Sofía, su madre, ve con espanto la idea de que la fiesta se haga en una discoteca («y en esa discoteca de malandrines»), pero luego, negociando con el dueño, apenas ella advierte que tendría todo el sector vip para hacer una fiesta paralela, sus reparos morales se deshacen y de pronto le parece genial celebrar los quince de Cami es esa discoteca.
El dueño de la discoteca no pierde los buenos modales para decirme, calculadora en mano, que la fiesta me costará más o menos como otro viajecito a París. Superados los odiosos asuntos del dinero y sellado el acuerdo, anuncio, para consternación de Camila, Sofía y el dueño, que no permitiré que se fume o beba alcohol en la discoteca. Mi anuncio es repudiado violentamente por mi hija, su madre y el anfitrión. Se me explica que los muchachos a cierta edad ya toman cervezas y que si sólo servimos limonada humillaremos a mi hija. Se me hace entender que algunos de los chicos que irán a la fiesta suelen fumar y que habrá un patio al que podrán salir a fumar, de modo que no intoxiquen a los no fumadores. Se me hace entender, por último, que la seguridad de la fiesta se ocupará de que ningún muchacho consiga tomar más de tres cervezas, para lo cual les pondrán unas cintas de papel en la muñeca a las que perforarán un pequeño agujero cada vez que se les entregue una cerveza. Se me promete que todo saldrá bien y no habrá escenas de vandalismo ni pandillaje y que nadie caerá en coma alcohólico ni desflorará a una ninfa embriagada.
El destino quiso que Sofía me diese una hija que yo no quería tener, que la llamase Camila porque así lo tenía pensado hacía años, que Camila me educase en el amor, las risas, la ternura y la felicidad, que mis mejores quince años sean sus primeros quince años y que la noche que hará su fiesta yo no pueda estar con ella porque es la única noche que nos pueden alquilar la discoteca y yo ya había comprado el pasaje para estar esos días con mi hermano Javier en Vancouver. Pero Camila, tan bella, tan fuerte, tan espléndida y honesta, tan buena amiga, me dice: «No te preocupes, papi. Mucho mejor que te vayas de viaje. La fiesta saldrá bravaza si tú no estás. Lo mejor es que dejes todo pagado y te vayas. Porque si tú estás, empiezas a fregar con el humo y el trago y el volumen de la música. Así que ándate a Vancouver nomás, pero no te olvides de dejar todo pagado».
- 23 de julio, 2015
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