El aspirante demócrata no despega
Por Daniel Ureña
ABC
Ayer concluyó la Convención Nacional Demócrata con un apoteósico discurso de Barack Obama ante 75.000 personas en el estadio Invesco de Denver. Fue la coronación de cuatro días de una puesta en escena brillante, en uno de los mayores espectáculos políticos del mundo. Los temores que durante la larga y competida contienda demócrata auguraban un enfrentamiento abierto entre Hillary Clinton y Obama no se han producido. Si bien los Clinton han sido protagonistas durante la mitad de la Convención, han cumplido su papel y han trasladado su mensaje de adhesión al nominado. Pero la herida en las filas demócratas no está ni mucho menos cerrada.
No obstante, Obama ya ha hecho historia. Una vez más ha demostrado sus grandes dotes como orador con un gran discurso. Su equipo ha organizado una de las convenciones más espectaculares que se recuerdan.
Pero algo falla. Obama no despega. Tiene muchos elementos a su favor para que, a día de hoy, su diferencia en las encuestas con su rival fuera mucho más amplia. Cuenta con una prensa entregada, un presidente en la Casa Blanca con unos índices de valoración por los suelos y, enfrente, un Partido Republicano por el que nadie apostaba hace muy pocos meses y que sorprendentemente ha remontando en la intención de voto. Además, es habitual que durante los días de convención y los inmediatamente posteriores, en los que el ciclo informativo gira en torno al candidato protagonista, éste aumente en varios puntos su popularidad. Pero de momento, no está sucediendo en los términos previstos por los estrategas demócratas.
Algo no cuadra. Muestra de ello es que dos leyendas del Partido Demócrata, James Carville y Dick Morris, no dejan de aparecer en los medios cuestionando la sustancia del mensaje de Obama y preguntándose qué hay más allá de los emocionantes discursos, los impactantes eslóganes y, en definitiva, del «Yes we can».
Los americanos (y millones de ciudadanos de otros países que siguen atentamente el proceso) llevan 19 meses oyendo que Barack Obama representa el cambio, pero muy pocos son capaces de definir claramente en qué se concreta ese concepto casi mágico.
Obama ha sido capaz de construir todo un movimiento de dimensiones globales basado en dos ideas lo suficientemente atractivas y difusas para que cada uno las llene de contenido a su gusto: cambio y esperanza. Su discurso, desplegado con maestría en televisión e internet, ha conectado emocionalmente con millones de personas cansadas de la política de siempre y ansiosas por una nueva forma de entender la política. Un discurso, sin duda, muy atractivo.
Pero la idea del cambio no es nueva. Desde que en 1952 el republicano Eisenhower hiciera la primera campaña de la etapa moderna de la comunicación política el concepto del cambio ha sido el eje de muchas campañas electorales, tanto presidenciales, estatales como locales. «Ike» Eisenhower insistía en que era la hora del cambio («It´s time for a change») y le funcionó. En el caso de Obama no parece suficiente. Por eso el fenómeno Obama corre el riesgo de quedarse en una marca, en un producto mediático global que será estudiado con detalle en los manuales de marketing. Para ello, ha contado con actores, cantantes y políticos de prestigio como embajadores.
Pero, a final de cuentas, lo que está en juego es la persona que se responsabilizará de la seguridad del país, de impulsar la economía y, en última instancia, de regir los destinos de la única superpotencia del mundo.
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