Argentina: El fin del relato
Por Jorge Fontevecchiaç
Perfil
Lo que se agotó no fue el modelo K: fue el relato. Quizá el modelo era sólo un relato. Quizá el modelo menemista también fue sólo un relato, y por eso también se agotó. Quizá nunca tuvimos modelos y los reemplazamos siempre con relatos, y por eso tuvieron que ser lo suficientemente hipnóticos como para tapar la carencia de modelos reales.
Relatos así, que sustituyen a un plan integral, tienen que calar hondo. No se trata meramente de acumular símbolos aislados, como las ojotas del recientemente asumido presidente de Paraguay, Fernando Lugo, o el saco oriental de Evo Morales, ni tampoco de crear una ficticia idea de acción llevando a la Presidenta a inaugurar todos los días una obra, aunque sea de importancia municipal o aún no esté terminada.
Crear un relato que penetre y atraviese toda la política y la economía no depende de un solo componente. Mínimamente, se necesita la conjunción de un fracaso previo que haya generado una frustración enorme en la sociedad, una tendencia internacional a la cual referenciarse y un comunicador que sintetice. En los 90, Neustadt hizo de catalizador del relato menemista, pero existía un renacimiento mundial de ideas conservadoras (aquí se las sigue confundiendo con el liberalismo) encarnadas en personajes como Margaret Thatcher y Ronald Reagan, el comunismo se derrumbaba y nuestras heridas abiertas por la hiperinflación del final de Alfonsín predisponían al cambio drástico. Lo mismo sucedió en 2003, cuando varios intelectuales ligados al diario Página/12 produjeron la síntesis, pero existía en el mundo una corriente económica revisionista de la globalización (que encarnaba, entre otros, Joseph Stiglitz), megadevaluaciones en los grandes países emergentes –Tailandia, Rusia, Brasil, antes México y finalmente la Argentina–, mientras la mayor crisis económica de nuestra historia nos predisponía, como a todo enfermo terminal, a aferrarnos a cualquier idea que mitigara nuestro dolor.
En estas tierras arrasadas y con pobladores exhaustos, Menem y Kirchner esparcieron su relato con extrema facilidad. Para el primero, los culpables de todo eran los que se habían “quedado en el 45”, los estatistas y el presidente anterior –Alfonsín–, que fue demonizado porque sus simpatizantes conformaban una mafia siniestra llamada la Coordinadora; pero, gracias a su nuevo modelo, la Argentina iba camino a ser, sin escalas, parte del Primer Mundo. Para el segundo, los culpables de todo eran los que en los 70 aborrecieron a la guerrilla, milicos y oligarcas cuyas ideas económicas continuaron gobernando el país las últimas tres décadas ininterrumpidamente; pero, gracias a su nuevo modelo, la Argentina crecería a tasas chinas, sin parar, durante 16 años.
Menem y Kirchner –por lo menos, al principio de su mandato– sabían que su relato no era cierto. Que ellos mismos habían sido parte de lo que ahora venían a cambiar con la furia del converso: Menem, del peronismo cavernícola de Guardia de Hierro, y Kirchner, el más cavallista y privatizador de los gobernadores.
Una historia será inicialmente aceptada si es útil y está bien contada, más aún en los momentos de extrema necesidad. Pero luego perderá su fuerza catequizadora, porque –como en ciertas relaciones humanas– la repetición aburre, la audiencia se recupera y está menos predispuesta, y deja de ser útil porque el paso del tiempo confirma que los enunciados del relato no se corresponden con los resultados. Cuando eso sucede, hay que aumentar la dosis para conseguir el mismo efecto, potenciando sus resultados negativos. Allí, el abuso y la exageración del relato comienzan a irritar: lo que empezó a ocurrir con el matrimonio presidencial en 2008 y con Menem en 1997.
Cuando Cristina Kirchner dijo: “Todos somos Aerolíneas Argentinas” al anunciar su estatización, en lugar de lograr el efecto emotivo que buscaba obtuvo el opuesto. Todavía no llegó a cosechar la incredulidad de aquellos otros aviones que saldrían a la atmósfera desde La Quiaca y llegarían a Japón en menos de una hora, con los que Menem exacerbaba su patético primermundismo; pero si continúa sin registrar que su épica setentista quedó obsoleta y se empeña por otros medios en continuar con el mismo estilo de relato con el que se estrelló durante la crisis del campo, más tarde o más temprano caerá en situaciones igualmente patéticas.
Hace tres años, la aparición de las Madres de Plaza de Mayo junto a los Kirchner legitimaba la autoridad moral del matrimonio presidencial. Pero hoy logra lo contrario, porque el abuso de ese recurso no sólo vació de contenido la gesta de su defensa de los derechos humanos, sino que la contaminó, degradándola con su propio utilitarismo. Salvando las distancias, también Menem se aprovechó de la modernización, y algo que era valioso e imprescindible para el país fue convertido en hueca máscara estigmatizada ante las mayorías. Ni Menem era moderno, y muchísimo menos liberal, sino un clásico caudillo conservador del interior como Saadi, Romero o Rodríguez Saá, ni Kirchner un progresista demócrata preocupado por el respeto de los más altos valores de la humanidad: también él es un clásico caudillo conservador típico de las provincias donde el empleo público es una de las pocas posibilidades de subsistencia para sus habitantes y donde los gobernadores se acostumbraron a manejarse como señores feudales. Los dos se pusieron un traje que no resultaba natural, y de ahí las continuas sobreactuaciones orientadas a disimular el disfraz. Luego, como sostenía Lacan, una máscara, de tanto usarse, termina adhiriéndose a la piel y la persona suele transformarse en aquello que simula. Pero nunca será real: siempre quedarán agujeros y nudos enredados que desembocarán en algún grado de afectación. Por esos agujeros, los ciudadanos comienzan a percibir que algo inadecuado se trasluce, y –como en la magia– una vez que el truco es descubierto, ya no vuelven a creerles ni aunque digan la verdad.
Las mentiras, las exageraciones, son parte de ella y tienen ese costo; ahorran mucho esfuerzo al comienzo, pero lo multiplican en exceso después, como si se tratara de intereses usurarios por el tiempo ganado o un trueque con el diablo que, a cambio de diez años más de juventud, se cobra luego con la estadía eterna en el infierno.
Esa es la deficiencia de los relatos: siempre son más fáciles de construir que los modelos, pero no son autosustentables. Si Menem, en lugar de jugar al golf y visitar a Bush padre o a Clinton, se hubiese dedicado a la más difícil tarea de construir un capitalismo clásico, sin déficit ni su consecuente endeudamiento, promoviendo la competencia y el aumento de productividad –declamaciones con las que se llenaba la boca, pero nunca practicó–, la Argentina habría tenido un modelo, no meramente un relato. Lo mismo si Kirchner, en lugar de concentrar el poder económico y político en él y en un puñado de amigos, se hubiese dedicado a atacar la inflación, principal causa del actual empeoramiento de la redistribución de la riqueza, hoy tendríamos esa sociedad más equitativa que él mismo expone como su mayor prioridad personal.
Cuando se utilizan las palabras sustituyendo las acciones o el relato encubre un modelo inexistente o falso, tarde o temprano la construcción se derrumba. Una vez será porque devaluó Brasil, otra por la crisis del campo, pero la verdadera causa será siempre que se puso más énfasis en el relato que en el modelo, en lo aparente que en lo real y en la velocidad que en la solidez.
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