Perfiles rioplatenses
El País, Montevideo
Ahora que está cambiando el famoso paradigma del "deterioro de los términos del intercambio" que cercó por décadas a los países emergentes en favor de la producción industrial y contra la producción "primaria" de alimentos y materia primas, los temas que más importan a naciones como Uruguay, Brasil y la Argentina ya no son los temas tradicionales al estilo de la balanza comercial, la balanza de pagos o el endeudamiento externo, puesto que su frente externo pierde el dramatismo de otrora, sino este otro tema: ¿de qué manera se han preparado para convertir la bonanza económica que hoy los bendice en un proceso de desarrollo de largo plazo?
Este otro tema ya no es económico, sino político. Si a un país determinado se le ha compuesto la relación económica con el exterior que lo atormentaba, lo único que le queda por demostrar es su capacidad de diseñar políticas de largo plazo destinadas a profundizar la nueva vía del desarrollo.
Dada la gran distancia que separa a nuestros países del mundo desarrollado, tendríamos que cumplir dos condiciones básicas para recorrerla durante los veinte o treinta años que demandará.
La primera, que el diseño inicial de esta larga travesía sea correcto. La segunda, que se mantenga durante todo el período de la transición, que goce de continuidad.
Si un país intenta entonces atravesar el desierto del subdesarrollo sobre los hombros de un líder tenido por providencial, no llegará a destino porque ningún político es física o políticamente inmortal.
Si ese político ha empezado además con el pie izquierdo por un ansia excesiva de poder, de seguro fracasará.
Este es el caso de presidentes populistas como Chávez, Correa o Morales, que no están fundando desde ahora un proceso de desarrollo de largo plazo sino una política demagógica de corto plazo porque han partido de una aspiración utópica: mantener todo el poder durante todo el tiempo.
Pero la intención de perdurar a través de los plazos razonables que nuestras constituciones acuerdan a los presidentes, sean los cinco años sin reelección inmediata del Uruguay o los cuatro años con una sola reelección inmediata del Brasil, también puede fracasar aún cuando el presidente en cuestión haya iniciado bien su gestión.
Tal sería el caso si Álvaro Uribe, el eximio presidente colombiano, cayera en la tentación ser reelegido por segunda vez consecutiva, desoyendo el dorado consejo del ex mandatario brasileño Fernando Henrique Cardoso: "Tres períodos, es monarquía".
¿Por qué, en todo caso, mientras el Uruguay está cumpliendo las dos condiciones políticas del desarrollo que apuntábamos, la Argentina está expuesta al doble riesgo del populismo inicial y del empeño reeleccionista de los Kirchner, cuyo largo y estéril conflicto con el campo, justamente el sector que estaba haciendo punta gracias al nuevo paradigma del progreso que hoy nos llama, testimonia su miopía?
A las dos naciones rioplatenses, ¿no las alumbra acaso hoy la misma luz de esperanza? ¿Cómo es posible entonces que, siendo tan similares, verdaderamente hermanas, estén tomando caminos opuestos?
Una respuesta a esta pregunta podría apuntar a las diversas matrices culturales de Brasil, la Argentina y el Uruguay.
La cultura lusitana del Brasil no le ha evitado vivir al borde de abismos como la inestabilidad política y económica que también amenazaron a la Argentina. Pero hay una diferencia entre ambas matrices culturales.
Puestos al borde del abismo, los brasileños no saltan. Desde su independencia, así, Brasil conoció una y otra vez el alivio del gradualismo. Animados por su furia española los argentinos, en cambio, saltan. Conocen el fondo del abismo y sólo después, gracias al duro aprendizaje que les trajo la crisis, se enmiendan.
En cuanto al Uruguay, ¿sería demasiado aventurado sostener que su cultura política es intermedia, hispano-lusitana, en comparación con las de sus vecinos?
Si uno lee la historia uruguaya, ella muestra las mismas agitaciones, el mismo apasionamiento, los giros bruscos y, a veces, hasta el militarismo de los argentinos.
Con esta diferencia: que, si bien ponen también los pies en el borde del abismo, los uruguayos no se precipitan finalmente en él.
Su signo, aun en el error, siempre ha sido la moderación. Brasil sufre las mismas tentaciones pero al final no peca.
Uruguay, cuando peca, incurre sólo en pecados veniales. La Argentina peca gravemente y sólo después se arrepiente.
Esto es lo que volverá a hacer, probablemente, después de los Kirchner.
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