Un húngaro burgués ante el comunismo
Por Ángel Martín Oro
Instituto Juan de Mariana
Sándor Márai fue un importante novelista húngaro y burgués, cuya vida se extendió a lo largo de casi todo el siglo XX, desde 1900 a 1989, unos pocos meses antes de la caída del Muro de Berlín. Su obra reflejaba el mundo de la burguesía de su época, y estaba llena de reflexiones sobre la naturaleza humana, la amistad o el sentido de la vida.
Pero Márai también nos dejó dos volúmenes de memorias: Confesiones de un burgués, que trata sobre el primer tercio de siglo, y ¡Tierra, Tierra!, que fue escrita en los años 70, exiliado en EEUU, donde acabó de un tiro con su vida años más tarde. En esta última el autor narra sus experiencias durante los últimos años que pasó en su tierra natal; años muy convulsos, caracterizados por el final de la guerra y el cambio del régimen nazi al soviético, que experimentó en sus propias carnes. A lo largo de las más de cuatrocientas páginas desfilan brillantes reflexiones sobre su gran y única pasión, la literatura y la lengua húngara (en la que escribió durante toda su vida, a pesar de contar con unos 10 millones de lectores en esa lengua, como el mismo autor afirma), así como sobre la libertad y el comunismo, dejándonos un testimonio interesantísimo de lo que sucedió en esos años.
Buena parte del libro consta de sus observaciones sobre el «hombre soviético», fruto de varias semanas en las que se vio sometido a compartir casa con unos treinta soldados rusos; tiempo que dedicó observarles con detalle. Llegó a conclusiones sumamente interesantes: para él, el ser soviético era algo totalmente desconocido, e incluso llega a decir que tras esa convivencia forzada, «nunca, ni por un solo instante, sentí que tuviéramos algo en común», y que convivían «como si fuésemos animales del mismo redil».
Asimismo, apunta diversas características de esas personas que conoció, que demuestran las terribles consecuencias morales de la coacción sistemática, como las siguientes:
– La negación de devolver lo prestado y el descaro que tenían al incumplir su palabra: ausencia de costumbre de cumplir con los contratos.
– El «yermo vacío de sus vidas»: ausencia de libertad para llevar a cabo los proyectos vitales de cada uno y la total represión de la conciencia y los comportamientos existentes en el régimen soviético.
– Las diferencias que existían entre los mayores, que habían sido educados en familia (y de los que dice que «a veces se atisbaba –por detrás de la máscara del bolchevique y del soldado rojo– un fenómeno muy entrañable: el del ser humano ruso») y los jóvenes que habían sido adoctrinados en los campos de educación marxista-leninista: adoctrinamiento estatal y usurpación de la familia como legítimo educador.
– La aniquilación de todo lo individual (como el reconocimiento y logro personales, incentivos existentes en una economía de mercado), el convertir al individuo en un simple número que es manipulado desde una autoridad central: «el ruso sabe que su persona no importa mucho… sólo importa si es posible utilizar al hombre en cuestión, es decir, el material disponible», llega a decir Márai.
Tampoco faltan ejemplos particulares de la miseria oculta que vivían los soviéticos, como el del soldado ruso que le confiesa al autor, mirando alrededor con cautela: «si yo hablara algún idioma no volvería a Rusia… en mi país no se está bien… Además, no hay libertad. No nos enseñan idiomas porque no quieren que podamos leer libros extranjeros». También cuenta el caso de un prisionero, que habiendo estado encarcelado por húngaros y soviéticos, afirmaba que, a pesar de que los primeros le trataban con crueldad, en su cárcel seguía existiendo como individuo, mientras que con los segundos su individualidad había desaparecido.
Igualmente exquisitas son sus reflexiones sobre el comunismo, algo que no puede existir sin el Terror, «porque un sistema cuyas dimensiones no son humanas sólo puede ser aceptado por la fuerza, con métodos inhumanos»; y aprovecha para criticar la pasividad y aquiescencia de los intelectuales europeos de la época, que «fingían ignorar que un régimen que solo puede sobrevivir si les arrebata a los seres humanos su libertad –la del derecho a la propiedad privada, de empresa, del derecho al trabajo, de expresión, la de escribir…– no puede renunciar a la tiranía porque ésa es la única posibilidad de salvaguardar el poder». También habla del comunismo como una nueva religión represiva, que consiste en la «estatalización o expropiación del alma», consecuencia de coartar la libertad individual al máximo y de abolir la propiedad privada.
Hasta se encuentra una observación que apoyaría ciertas tesis de los anarquistas de mercado acerca del periodo inmediatamente posterior al cerco de Budapest por parte del Ejército Rojo: «Cuando no existían ni el Estado ni la Administración, la gente se las arreglaba bien, por extraño que parezca, basándose en un orden personal e individual. No existía ningún tipo de sistema, pero había un orden personal que funcionaba», orden que se rompió cuando los comunistas trataron de planificar la sociedad húngara, siempre desde el aparato centralizado de Moscú.
Finalmente, harto del sistema soviético que se había implantado en su país, Márai se plantea el exilio. Se sentía asfixiado, como «un dato numérico dentro de una categoría dada», totalmente despojado de la libertad, no solo para escribir sino especialmente para callar libremente, porque comprendió que con su mera presencia estaba justificando la violencia existente, y ese «es el momento en que hay que abandonar el área infectada» y decir no; debía marcharse de Hungría para que no pudieran comprarle como individuo.
Es en el momento en que se pregunta hacia dónde ir, cuando se plantea a sí mismo la siguiente reflexión, que sigue muy vigente en la actualidad: «¿En qué parte de Europa existe un verdadero afán de libertad con todas sus consecuencias? Si la gente desea realmente la libertad, ¿por qué aguantar sin rechistar todo tipo de servidumbre?»
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