Radiografía del fanatismo
“El fanatismo es la única salida a las dudas que no cesa de generar el alma del ser humano”.
El Zahir, Paulo Coelho
“Hoy tendré suerte” se dice a si mismo mientras recorre el estacionamiento del descomunal centro comercial en busca de un puesto lo más cercano posible a las tiendas. Y “¡¡¡zap!!!” encuentra el parqueo perfecto a unos cuantos pasos del mall y frente por frente a la garita del guardia lo cual evitará que su automóvil sea robado; convirtiéndose así en una estadística más de la policía.
De ahora en adelante todo su pugilato existencial es escoger el color de traje que combine mejor con sus zapatos nuevos o cuánto está dispuesto “castigar” su tarjeta de crédito.
El fanatismo es parecido a una visita al centro comercial donde sus angustias existenciales dejan de ser “preocupantes”, la única diferencia es que en vez de un automóvil lo que se estaciona es su conciencia bajo la estricta vigilancia de una guardián, bien se llame caudillo, líder, sacerdote o amante manipulador.
Miramos con asombro como este fenómeno de fanatismo resurge en la actualidad con fuerza alrededor del planeta, desde los fundamentalistas árabes dispuestos a volar a todo el mundo en nombre de su fe; los estadounidenses que propugnan la supremacía de la raza blanca al modo de Timothy Mcveigh; el resurgimiento del nazismo en Europa; la ciega adhesión a un caudillo latinoamericano que desestabiliza a toda la región; son algunos de los focos más preocupantes en este “showcase” de fanatismo global.
Pero de dónde sale esta palabra que abarca gran parte de nuestro vocabulario, desde lo deportivo a lo farandulero llegando al tenebroso terreno del terrorismo mundial.
Pues precisamente de la religión, de tiempos tan antiguos como los Romanos que denominaban Fanum al templo donde acudían para adorar sus deidades. Por lo tanto, fanatismo es la adhesión a un templo particular y un fanático es aquel que protege el templo y aniquila otras “desviaciones” religiosas.
Recordemos que previo a los grandes acontecimientos políticos de la era moderna: la guerra de independencia en los Estados Unidos (1776) y la Revolución Francesa (1789), la conformación del poder era una sola: Iglesia=Estado. Aunque habían reyes en cada uno de los países, todo se proclamaban “escogidos de Dios” para guiar sus pueblos mientras que el Vaticano era una especie de vigilante irrestricto que “corregía” de inmediato cualquier señal que su ojo inquisidor detectase.
Por lo tanto no es de extrañar que esta forma de pensar tenga sus raíces en los terrenos religiosos y que en nombre del amor a Dios se haya convertido en una de la razones para el mayor derramamiento de sangre en la historia de la humanidad.
Irónicamente el amor es otro elemento inserto en el fanatismo que justifica las acciones de sus perpetradores. Precisamente una de las últimas frases dichas por Adolfo Hitler antes de suicidarse junto a Eva Braun en el Führerbunker fue “todo lo que hice, lo hice por amor a Alemania”. Verdaderamente que el refrán de “hay amores que matan” es muy cierto, sino pregúnteles a los espíritus de las más de diez millones de personas que fallecieron a causa de los sueños megalómanos y mitómanos del Führer.
Ahora la otra pregunta es: ¿qué es lo que motiva a que una persona encasille su individualidad intelectual en una sola forma de pensar, transformándose en un gran intolerante a cualquier otra corriente de pensamiento?
La respuesta: comodidad existencial.
Al igual que el conductor queda tranquilo al conseguir el puesto “ideal” en el estacionamiento del centro comercial, el fanático “parquea” su conciencia y deja de buscar otras respuestas a su razón de existir.
Desde un punto de vista psicológico, lo propio del fanatismo es el ansia de seguridad total de quienes, en el fondo, se sienten existencialmente inseguros. En este sentido lo interpretan algunos psicólogos. Sigmund Freud, en El malestar de la cultura, afirma que el hombre es jalado por dos tendencias contrarias: el ansia de felicidad y el ansia de seguridad. Nuestra conciencia de individuos es la causa de que nos sintamos solitarios, así como la corporalidad es la fuente de males como las enfermedades. Por eso, para buscar la felicidad, puede imponerse la exigencia de abolir ambas facetas.
La conciencia de la individualidad se suprime mediante la atenuación de la conciencia del yo, por una parte, y mediante la acentuación del sentimiento de pertenencia a lo otro. Para lo primero sirve el alcohol y otras drogas, el éxtasis sexual, etc. Para lo segundo se procede a la adhesión incondicional a sectas y facciones totalitarias políticas o religiosas, la entrega a un líder o a un amante posesivo. La conciencia corporal se disminuye mediante la reducción de las vivencias corporales y la desvalorización del mundo en donde la vida corporal se desarrolla.
Incluso uno de los grandes anhelos del hombre moderno como es su propia libertad se puede convertir en un elemento de angustia existencial. Erich Fromm, en su libro El miedo a la libertad, señala que todo fanatismo es un intento regresivo de escapar del surgimiento del individuo y la libertad, debido al miedo que ello causa. El miedo se da ante la angustiosa sensación de separatidad y aislamiento (soledad) al crecer, que no se resuelve de una manera sana estableciendo vínculos afectivos horizontales con los demás. Se trata, en suma, de la incapacidad de amar por el miedo que produce la propia libertad.
Ahora, dentro de este fenómeno del fanatismo moderno surge un personaje que le da dirección y sentido a esta forma de pensar y por tanto actuar: el caudillo. Volvamos al símil del paqueo en el centro comercial. El guardián en la garita, mientras que promete guardar su preciada propiedad sobre ruedas, también exige adhesión a las normas establecidas de estacionar dentro de parámetros establecidos.
Pues lo mismo es el caudillo que exige una subordinación total del pensamiento individual a su “magna causa” que no es otra cosa que la satisfacción narcisista de su ego político, enmascarado la más de las veces bajo la promesa de justicia social y mayor poder para el pueblo.
La historia está plagada de estos personajes tan antiguos como Pisístrato en Grecia pasando por Jean Paul Marat en la Francia de 1789 hasta llegar el más emblemático de todos, el Führer Adolfo Hitler.
¿Pero cómo es posible que en nuestros tiempos donde contamos con mayor información sobre los estragos que inflingieron estos históricos personajes, hoy hay un gran número de personas a seguir incondicionalmente a otros capaces de inferir tanto daño o más que sus predecesores?
Un factor, y a la vez una gran paradoja, son los propios medios de comunicación de los países democráticos donde se respeta la libertad de expresión. En su afán de llamar la atención de sus audiencias recogen aquellos acontecimientos, hechos o discursos que atraigan la atención de sus públicos. Es como una espada de Damocles, ya que resaltan las acciones y pensamientos de aquellos que desearían acabar con la propia existencia de estos medios.
Tal como señala muy certeramente el periodista-novelista cubano Carlos Alberto Montaner, “si uno accede al podio de Naciones Unidas y pronuncia el millonésimo discurso sobre la conveniencia de preservar la paz y alimentar a los pobres, no hay forma humana de aparecer en el New York Times. Eso se logra, en cambio, declarando que el diabólico George W. Bush dejó una perceptible fetidez a azufre cuando pasó por la tribuna previamente”.
Los Neocaudillos (si cabe el término) saben el poder que tienen los medios de comunicación –aunque les producen urticaria las empresas independientes de información- y apuntan directo hacia su talón de Aquiles: la manifestación estridente vende más que el discurso pausado y diplomático.
Para aquellos que diariamente informamos a los públicos a través de la difusión de la noticia de manera profesional debe ser un llamado a la reflexión: ¿estaremos creando los propios monstruos que nos devorarán más adelante?
Ya las señales fueron claramente lanzadas el 11 de septiembre de 2001, cuando un hombre que había permanecido en muy bajo perfil, su nombre se convirtió en icono mundial de terrorismo: Osama bin Laden, gracias a los propios medios de comunicación pertenecientes a los países considerados “enemigos infieles”.
Así como Bin Laden, han surgido desde esa fecha, en otras latitudes caudillos que arrastran con su carisma y demagogia populista a grandes masas de fanáticos dispuestos a defender “el templo” con sus propias vidas, o a implantar sobre una mayoría un pensamiento único y monolítico.
Tal como lo expuso George Orwell autor de 1984: “no se establece un dictadura para defender una revolución, uno hace una revolución con el fin de establecer una dictadura”.
- 23 de enero, 2009
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