Admisión de culpabilidad
Por Hana Fischer
ABC Digital
MONTEVIDEO (AIPE). Es sorprendente, pero la gente en los siglos XVI al XVIII veía la realidad más claramente que hoy. Entonces, la gente estaba consciente de la injusticia de las monarquías absolutas y del feudalismo porque eran regímenes basados en privilegios legales y económicos.
Las leyes y tribunales eran entonces aplicables según el estamento al que perteneciera la persona, mientras que ciertas actividades económicas y oficios estaban vedados para el grueso de la población. Tales labores podían ser realizadas solamente por corporaciones legalmente favorecidas. Y para colmo de males, el despojo patrimonial –a través de impuestos y confiscaciones arbitrarias– era la regla general.
Con el advenimiento de La Ilustración, el concepto de justicia se hizo inequívoco. Se proclamó que lo moralmente correcto era la igualdad ante la ley y “dar a cada uno lo suyo”.
Así, cuando los postulados liberales comenzaron a circular, a partir de los escritos de John Locke, se propagaron rápidamente por el mundo occidental. La doctrina probó ser buena, no solo en el mundo de las ideas, sino al elevar increíblemente el nivel de vida de la población, sin distingos de clases sociales.
Sin embargo, la situación comenzó a enturbiarse durante el siglo XIX, proceso que continúa hasta nuestros días porque en el mismo momento en que las sociedades occidentales entraban en una etapa de prosperidad generalizada comenzaron a cuestionarse sus propios cimientos, dividiéndose tanto el pensamiento como la acción política en dos grandes ramas: liberalismo y socialismo.
El socialismo pronto se pervertiría con el surgimiento de Karl Marx. Fue a partir de Marx que el socialismo se convirtió en una práctica contraria al concepto clásico de justicia, irónicamente, en nombre de lo “auténticamente” justo. ¿Por qué? Porque estableció el paradigma de que debía ser impuesto por medio del aparato estatal de coerción y compulsión. A partir de ese pensador, todas las variantes del socialismo están, en mayor o menor grado, contaminadas de marxismo.
Es una gran ironía que desde entonces se consideran “justos” los rasgos del Antiguo Régimen. Lo único que varió fue el nombre: ahora se le llama “justicia social”. Y, entonces, uno se pregunta si esos políticos tan entusiastas de mediadas socialistas son sinceros. Es decir, si genuinamente creen que los privilegios corporativos, los monopolios estatales, las grandes burocracias y la pesada tributación benefician realmente al ciudadano corriente. O si más bien persiguen el deliberado objetivo de confundir, con el fin de utilizar al Estado como instrumento para perpetuarse en el poder y beneficiar a los amigos.
La manera de salir de dudas es escudriñar las medidas del gobierno. Es allí donde la verdad queda al descubierto. En el caso de mi país, Uruguay comenzó su tránsito hacia el socialismo a principios del siglo XX. Desde hace varias décadas, más de la mitad de la economía pertenece a la órbita estatal y la carga tributaria es abrumadora.
En 1987 fue aprobada la ley que creó las “zonas francas”. Son definidas como “áreas ais- ladas del territorio nacional, donde se estimula la actividad económica a través de una normativa especial”. Son enclaves de excepción aduanera y fiscal, además de estar excluidas de la jurisdicción de los monopolios estatales. Dentro de ellas, los mercados operan en libre competencia. Pero para ser usuario, es necesario obtener una autorización gubernamental.
Lo que allí rige es liberalismo. Entonces, si es algo tan bueno y exitoso, ¿por qué sólo unos pocos “privilegiados” pueden beneficiarse? La existencia misma de “zonas francas” es la cínica admisión de culpabilidad de los políticos.
La autora es analista uruguaya.
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