Morir en Bolivia
Los Tiempos – Columnistas.net
Programado como está desde el inicio de los tiempos, el destino quiso que mi madre política muera en Santa Cruz y deba ser sepultada en La Paz.
La tragedia ameritó un viaje relámpago a la sede de gobierno, la ciudad que ganó esa condición mediante el latrocinio consumado al finalizar una cruenta guerra civil.
¿Cómo logró convencer Pando a Pablo Zárate?… ¿realmente creyó el Willca que estaban dadas las condiciones para un estado indio?… ¿ocurrió realmente la carnicería de Ayo Ayo o fue la imaginación truculenta de algún historiador aficionado a los descuartizamientos?
Estaba sumido en esos pensamientos cuando el vehículo en el que íbamos al cementerio debió detenerse porque ahí, enfrente de nosotros y el camposanto estaba… una morenada.
No conozco por lo menos una persona a la que no le guste la morenada. El ritmo cadencioso de ese baile parece rememorar el ruido de las cadenas que arrastraban los esclavos negros mientras subían hacia el Potosí.
Sí. La morenada es boliviana y sintetiza gran parte de nuestra historia pero… ¿está bien bailarla frente al cementerio, el lugar en el que los dolientes expresan su dolor por la muerte de un ser querido?
Como la morenada gusta tanto, no faltan personas que, antes de morir, expresan su deseo de ser sepultadas al ritmo de ese baile. Yo no sé si mi suegra deseaba eso pero sí sé que los dolientes nos quedamos estupefactos y nos miramos azorados mientras rugían las matracas. Vimos la hora y creció la angustia. El sepelio había sido programado para las 16:00 y nos habíamos pasado de la hora. Aunque el nicho estaba debidamente reservado, teníamos temor de que surja algún contratiempo por la enorme cantidad de sepelios en el cementerio paceño (el día anterior habían sido enterradas 95 personas) así que debimos proseguir a pie. La gente que se prestó a cargar el ataúd tuvo que ponérselo nuevamente al hombro y llevarlo difícilmente porque no sólo debió sortear bailarines sino zanjas, escombros y promontorios de tierra porque el tendido del ducto para el gas natural había llegado hasta el cementerio.
Ya en el templo, me enteré que hasta para enterrarte tienes que hacer fila. Había tantos difuntos que la bendición final del sacerdote era casi una ceremonia mecánica que se repetía con cada cadáver que desfilaba ante él. Y justo en el peor momento de todos, cuando el féretro tiene que ser introducido al nicho, unos deshumanizados empleados municipales nos pidieron que nos apuremos porque tenían que enterrar a más muertitos.
¡Qué manera de morir en Bolivia!
Con todo y lo mal que la pasamos, la morenada resultó ser lo mejor de aquella triste tarde aunque me replanteó la situación incómoda por la que pasamos cuando tenemos prisa y ¡zas! se nos atraviesa un preste.
¿Sabía usted que el artículo 15 del Código de Tránsito señala expresamente que «ninguna entidad, asociación o grupo de personas podrá interrumpir la libre circulación de peatones y vehículos sin previo permiso de la autoridad de Tránsito»? Esa prohibición está a tono con el inciso g) del artículo 7 de la Constitución Política del Estado que proclama el derecho que tenemos todos los bolivianos a circular libremente por el territorio nacional, sin obstaculizaciones de ninguna naturaleza, pero aquí, en Bolivia, cualquier hijo de vecino puede poner unos bancos a una calle para impedirnos avanzar.
Bloquear es tan común que algunos bolivianos, como los que viven cerca del camino La Paz-Oruro, han convertido esa perniciosa actividad casi en una profesión.
Por eso yo prefiero que, cuando muera, mi cuerpo sea incinerado y nadie se moleste en llevarlo al cementerio. No vaya a ser que algún bloqueo detenga el cortejo fúnebre en medio camino.
Juan José Toro Montoya es periodista y escritor.
- 1 de noviembre, 2024
- 4 de noviembre, 2024
- 22 de marzo, 2016
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