Luego de una larga lucha, en 1912 la ley Sáenz Peña estableció el voto universal, secreto y obligatorio. Se decidió que el sufragio tenía que ser secreto para evitar el apriete de los punteros y obligatorio porque había poca gente que iba a votar dado que mostraba desinterés por el fraude que se hacía en el acto electoral.
En el libro “Historia de la Argentina”, de Ezequiel Gallo, puede leerse el siguiente párrafo sobre la forma de hacer política que se aplicaba entre 1870 y 1916 en nuestro país:
“El fraude no era, desde luego, aplicado sistemáticamente, porque la apatía de la población lo tornaba innecesario. Se utilizaba cuando la oposición vencía esa indiferencia y amenazaba la estabilidad de los gobernantes. Las formas de fraude fueron diversas, desde las trampas inofensivas, pasando por la compra de votos, hasta el uso abierto de la violencia física. Para que fuera eficaz, sin embargo, quien lo realizaba debía contar con sólidos apoyos entre la clientela política y poseer una organización bien montada. (…) Esta organización política debía proveer hombres para llenar los distintos y numerosos cargos en la administración nacional, provincial y municipal, a la par que parlamentarios y hombres de prensa enfrentaban los embates opositores. Pero debía, además, lograr la adhesión de una parte de la población para enfrentar los actos electorales y, aún, las revueltas armadas. Debían existir, en consecuencia, lazos de lealtad bastante fuertes entre los dirigentes y sus seguidores. Quienes aseguraban esos vínculos no eran los dirigentes nacionales, sino los caudillos de los distritos rurales o barrios urbanos, piezas claves del mecanismo político por ser la verdadera correa de transmisión entre el régimen y su clientela. La lealtad de la clientela no era gratuita, sino que descansaba en un complejo sistema de prestaciones recíprocas. El caudillo proveía una serie de servicios que iban desde la solución de problemas comunitarios hasta la menos altruista protección de hechos delictivos. Entre esos extremos se hallaban los pequeños favores personales, entre los cuales la obtención de empleos jugaba un papel preponderante.”
¿Qué nos dice Ezequiel Gallo en este párrafo sobre la forma de hacer política? Que, para retener el poder, las prácticas que se utilizaban eran el destino de fondos estatales para resolver problemas comunitarios. Algo así como el apoyo a intendentes y gobernadores para que hicieran obras públicas a cambio del respaldo político. Nos habla también de los puestos públicos como forma de ganar adhesiones para la causa. Para ponerlo en nuestro idioma contemporáneo, nombrar ñoquis. Nos habla de los caudillos de distritos rurales y de barrios urbanos, una especie de punteros en la jerga moderna. También nos cuenta de la indiferencia de la población a la hora de votar, y de la reacción de los gobernantes cuando la gente se motivaba para votar. ¿Qué hacían cuando veían que podían perder el poder? Desplegaban todas las herramientas del fraude para frenar al adversario político.
También nos habla de la compra de votos, algo así como el actual voto cadena. También nos habla de la protección de hechos delictivos. Actualmente podríamos llamarlos protección de la corrupción. Y, finalmente, nos cuenta que había trampas inofensivas. ¿También robarían boletas en esos años ante la pasividad de las autoridades nacionales?
Todo esto viene a cuento porque el resultado electoral del domingo 28 está teñido de dudas sobre su transparencia. Desaparecieron boletas de los cuartos oscuros y, curiosamente, las que desaparecían eran todas de los partidos no oficialistas. Ante esta denuncia, el ministro del Interior afirmó que es responsabilidad de los partidos políticos reponer las boletas faltantes. Es cierto, pero también es responsabilidad del gobierno establecer todos los controles para evitar que ocurra el robo sistemático de boletas. Y, debería reconocer el ministro, que cuando el robo de boletas es muy grande resulta imposible para los partidos reponer las boletas dado que no tienen tanto stock si el saqueo es generalizado.
También nos enteramos de que hay miles de mesas en las cuales no coinciden los datos de las planillas con los votos emitidos o hay curiosos resultados en que se votó más por el candidato a presidente y no por candidatos a diputados y demás cargos.
Nos enteramos de que López Murphy no tuvo un solo voto en La Rioja y la televisión mostró cómo había gente que literalmente era arreada para ir a votar.
Y ni qué hablar con las demoras para votar que tuvo que soportar la gente, demoras que desde 1983 no ocurrían y que en esta oportunidad se tradujeron en la menor cantidad de votantes sobre el padrón electoral de todas las elecciones presidenciales desde 1983. Casualmente, cuanta menos gente votara, más porcentaje sacaba el primer candidato con más votos.
(Clickear en la imagen para agrandar el gráfico)
Néstor Kirchner llegó al gobierno con sólo el 22% de los votos. Cuatro años más tarde, su esposa llega a la presidencia bajo la sombra de un acto electoral desorganizado y poco transparente. En ambas oportunidades se ha demostrado que al matrimonio no le interesa demasiado la forma en que llegan al poder. El objetivo pareciera resumirse en llegar de cualquier manera y después ver qué se hace con él.
Formular análisis para interpretar el resultado electoral del domingo pasado me parece un ejercicio poco serio porque, por lo confuso del acto electoral, hacer ese tipo de análisis sería lo mismo que evaluar la situación económica en base a los datos que da el INDEC sobre la inflación.
¿Quién puede interpretar los datos de los votos si, dadas las irregularidades, que siguen apareciendo, nadie sabe cómo voto realmente la gente? Tenemos una vaga idea en algunos casos, pero carecemos de datos confiables como para emitir una opinión fundada sobre qué quiso decir la gente con su voto.
Lo único cierto es que sabemos es que luego de la votación ya se dispararon varios precios (aumentos de taxis, medicina privada, etc.), que los créditos a tasas del 9% anual siguen sin aparecer y que el BCRA perdió muchas más reservas de las que se había informado antes del acto electoral.
El presidente saliente tuvo la ventaja de que la gente comparara la situación económica de 2005 y 2006 contra el piso de la crisis de 2001/2002. En cambio, la presidenta entrante tiene la desventaja de que la gente comparará la inflación y el nivel de actividad contra la de 2005 y 2006. La comparación ya no será contra la herencia recibida, sino contra la continuidad del matrimonio presidencial.
La política económica se subordinó a las necesidades electorales del oficialismo. Ahora vendrá la factura que la economía le pasará a la nueva presidenta de tanto aumento del gasto público, inflación, subsidios, regulaciones, controles de precios y desinversión. De ahora en más, no tendremos datos poco confiables del resultado electoral. De ahora en más, hablará el mercado.
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