El ladrón de la intimidad
Por Jaime Bayly
El Nuevo Herald
Joaquín escribe novelas y crónicas. En ellas suele escribir sobre su intimidad. Al hacerlo, escribe también sobre las personas que más influencia han tenido en su vida sentimental, con las que ha compartido alguna forma de intimidad.
Joaquín no sabe escribir de otra manera. No le interesa escribir sobre vidas que no conoce, sobre conflictos que no son los suyos, sobre temas que no le duelen u obsesionan.
Joaquín siente que, como escritor, tiene derecho a contar su vida. No ignora que, al hacerlo, distorsiona su pasado, lo afea o embellece, lo corrompe y exagera, se inventa una vida ficticia que no ha vivido del modo en que la narra, pero que tal vez le hubiera gustado vivir. Por eso, la intimidad que cuenta en sus novelas y sus crónicas es la suya y no es la suya.
Sin embargo, muchas de las personas que han visto sus vidas confundidas con la de Joaquín –sus familiares, sus amigos, sus amantes– creen que no tenía derecho a contar esas cosas tan privadas que, al recrearlas y publicarlas, él ha expuesto indebidamente.
Desde que publicó su primera novela, le han hecho ese reproche: »No tenías derecho a contar mis intimidades». Esas personas han sentido que Joaquín, en su afán obstinado de ser un escritor, las ha traicionado, ha asaltado y saqueado los tesoros más valiosos de su intimidad, sus secretos mejor guardados, y que se ha convertido en un pirata, en un refinado asaltante de intimidades.
Joaquín suele responder: »Un escritor tiene que contar su vida». Entonces es frecuente que le digan: »Pero estás contando mi vida sin pedirme permiso». Joaquín tal vez responde: »Pero tu vida o tu intimidad, cuando se cruza con la mía, es también mi vida o mi intimidad». Después se plantea una cuestión ética que no le parece simple: ¿quién es más dueño de aquella intimidad compartida, el escritor impúdico que la airea o las personas que tuvieron la suerte o la desdicha de enredarse con él? ¿Qué derecho debería prevalecer, el del escritor a contar su vida y por consiguiente las de aquellas personas que estuvieron, por azar o por elección, en su vida, o el derecho de esas personas a proteger su intimidad? ¿Tienen derecho aquellas personas a censurar al escritor en nombre de sus miedos, sus pudores, su sentido de la discreción y el honor? ¿Tiene derecho el escritor a contarlo todo, sus secretos y los de otros, en forma de ficción o, sin artificios ni trucos literarios, como memorias personales, aun a riesgo de que, al hacerlo, provocará vergüenza o incomodidad en algunas de las personas expuestas muy a su pesar?
Joaquín cree que un escritor no puede aspirar a construir una obra más o menos estimable ni original si impone sobre sí mismo, sobre su apetito creador, sobre su instinto artístico, sobre sus corazonadas literarias la censura moral que muchos, sin comprender la naturaleza misma del oficio, le exigen: que no deberá inspirarse en las personas que más influencia han ejercido en su vida sentimental, que no deberá robarles sus secretos ni apropiarse de su intimidad, que no deberá saltar sobre ellas como un pirata ávido de tesoros escondidos. Joaquín cree que la literatura tiene que ser impúdica y transgresora, indiscreta y aguafiestas, osada e impertinente, y que los más grandes escritores, o los que él más admira, han sido formidables asaltantes de la intimidad, y que esos grandes artistas siempre se han servido de sus recuerdos más íntimos y desgarrados, que inevitablemente bordean, rozan y se entremezclan con la intimidad de aquellas personas que conocieron, para, usándolos como combustible explosivo, encender el fuego sagrado de la literatura y echar a arder honores, reputaciones, decoros e imposturas de toda clase.
Joaquín cree que aquel conflicto ético entre el derecho de un escritor a contar su vida (en forma de ficción o directamente de memorias) y el derecho de otras personas a proteger su intimidad, impidiendo que el escritor cuente su vida, sólo puede ser zanjado del modo en que triunfen el arte, la belleza y la más insolente verdad (o la oscura y quebradiza verdad que es la que se resigna a contar el escritor), y en que fracasen así las conspiraciones del silencio, de la chatura moral, del falso honor y las mentiras en el armario o bajo la alfombra, que son las que pregonan los defensores de esa curiosa decencia social que el escritor, si lo es de verdad, se verá obligado a dinamitar, aun a riesgo de quemarse las manos y el honor.
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