Los huesos del Che
Los periodistas Maite Rico y Bertrand de la Grange –ella española y él francés- se especializan en reportajes tan fascinantes como políticamente incorrectos y, por lo mismo, polémicos. En 1998 publicaron una minuciosa investigación contrastando el mito y la realidad del Comandante Cero (Marcos, la genial impostura) que revelaba todos los embauques y arrestos publicitarios con que se había inflado la figura del enmascarado de Chiapas, entonces en pleno apogeo (y, hoy, enanizada hasta el eclipse). Su segundo libro, aparecido hace tres años, ¿Quién mató al obispo? Autopsia de un crimen político, era un rastreo tan exhaustivo como apasionante del bárbaro asesinato, el 26 de abril de 1998, en Ciudad de Guatemala, del obispo Juan Gerardi, y de la telaraña de intrigas y corrupción que rodeó, en los ámbitos militares, eclesiásticos y políticos, el juicio a los reales o supuestos culpables del crimen.
Ahora, la pareja, indiferente a la hostilidad y a los intentos de acallar sus verdades incómodas de que han sido víctimas sus trabajos anteriores, vuelve por sus fueros, en un extenso reportaje, en el número de febrero de la revista Letras Libres, que dirige Enrique Krauze, titulada “Operación Che. Historia de una mentira de Estado” que irritará a bastante gente, sobre todo entre la vasta cofradía de devotos que han peregrinado al imponente mausoleo erigido por la Revolución Cubana en Santa Clara –la ciudad que Ernesto Che Guevara liberó durante la guerra contra Batista- para guardar sus restos.
Estos despojos fueron encontrados, en julio de 1997, junto con los de otros seis guerrilleros, en una fosa común, vecina al aeropuerto de Vallegrande –en el oriente boliviano- por un equipo cubano integrado por tres ingenieros geofísicos, un antropólogo forense, un arqueólogo y una historiadora, y dirigido por el doctor Jorge González, entonces director del Instituto de Medicina Legal de La Habana. Los restos fueron sacados entre gallos y media noche de Vallegrande –pues la población quería que se quedaran allá- y llevados a la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, donde, en el Hospital Japonés, los forenses cubanos juntaron las piezas óseas y realizaron las necropsias obligatorias. Allí, el doctor González anunció que el “esqueleto número 2” era inequívocamente el del Che. Carecía de manos (el Ejército boliviano, después de asesinarlo, se las había hecho cortar para tener pruebas de su muerte), y las características craneales coincidían así como la dentadura con la ficha dental que se tenía del guerrillero. Además, en la fosa, junto a su esqueleto, se había encontrado el cinturón y la chamarra verde del Che con los que aparecía su cadáver, expuesto a los fotógrafos en la lavandería del hospital Señor de Malta después del asesinato.
El entonces Presidente de Bolivia, Gonzalo Sánchez de Losada, que había autorizado la búsqueda, permitió también la expatriación de los restos del Che, que volaron a Cuba el 12 de julio de 1997. Coincidencia feliz, llegaron a la isla a tiempo para los festejos de la conmemoración del asalto al cuartel Moncada, el 26 de julio. Tres meses más tarde, en una apoteósica ceremonia, los huesos ilustres quedaron instalados en el mausoleo de Santa Clara, ante miles de miles de cubanos y consagrados con un kilométrico discurso de Fidel Castro. Ese año –otra oportuna coincidencia- había sido declarado en Cuba “El año del Che” en recuerdo del 30 aniversario de su muerte.
Maite Rico y Bertrand de la Grange han entrevistado, en Bolivia, Cuba y Argentina, a gran número de personas que estuvieron involucradas de algún modo con la búsqueda de los restos, o, antes, con lo que sucedió con el cadáver desde el asesinato hasta el descubrimiento de la fosa tres décadas más tarde. Y han cotejado todos los testimonios históricos y periodísticos susceptibles de aportar alguna luz sobre el tema. Los resultados de esta pesquisa se leen con la curiosidad y la expectativa de una excelente novela policial, condimentada de crueldad, truculencia, revelaciones inesperadas y hallazgos que desbaratan las que parecían inamovibles certidumbres.
De todo ello concluyen que los restos del Che no son los que reposan en el mausoleo de Santa Clara, que aquéllos nunca fueron encontrados, y que el supuesto descubrimiento fue una pura representación teatral rigurosamente fraguada para complacer a Fidel Castro, que, en un momento difícil, casi crítico para la Revolución Cubana por la desaparición de la Unión Soviética y el fin de los cuantiosos subsidios que de ella recibía, había decidido montar una gran movilización revolucionaria de distracción en torno a la figura mítica del “Guerrillero Heroico”.
No puedo resumir aquí todos los argumentos en que Maite Rico y Bertrand de la Grange fundamentan su denuncia, pues son muy numerosos. Diré sólo que, a mi juicio, los más persuasivos proceden de los campesinos y lugareños de Vallegrande entrevistados por los periodistas, gentes que, como el agricultor Casiano Maldonado o el alemán Erick Blössl, afirman haber visto el cadáver del Che después de que los restos de los otros guerrilleros habían sido ya enterrados en la fosa secreta de Vallegrande. En cuanto a la conjetura de que el Che probablemente fue incinerado por el teniente coronel Andrés Selich, en cumplimiento de las órdenes precisas que había recibido del alto mando del Ejército boliviano, tal vez de los mismos generales Alfredo Ovando y Juan José Torres en persona, podría ser cierta, pero nada parece probarlo de manera fehaciente todavía. Y, por otra parte, las declaraciones de ambos generales son contradictorias.
¿Cómo pudo ser posible que el descubrimiento de los restos del Che no fuera cuestionado por las instancias científicas internacionales a pesar de que el doctor González y su equipo nunca los sometieron a la prueba del ADN, pese a que lo habían prometido?, se preguntan los autores. No sólo eso. Las conclusiones del equipo cubano fueron avaladas por respetables forenses argentinos, que estuvieron en Bolivia poco después del hallazgo, y el doctor González ha presentado los resultados de su investigación en congresos de especialistas que, por lo visto, no los han puesto en duda.
No es imposible que la hipótesis de Maite Rico y Bertrand de la Grange sea cierta. Fidel Castro necesitaba que el cadáver del Che reapareciera oportunamente para echarle una mano, en una gran operación de desvío de la atención y manipulación de la opinión pública cubana, golpeada con dureza por la crisis económica y la incertidumbre. Y toda la maquinaria del Estado se puso en marcha para encontrar ese cadáver, o fabricarlo, si no aparecía el verdadero. Por eso la fosa de Vallegrande fue abierta de noche, fuera de las horas permitidas para la excavación, y por eso nunca se hizo la prueba de ADN al “esqueleto número 2”.
Lo demás, añadiría yo, lo hizo el mito por sí solo. El Che Guevara ya alcanzó esa categoría, un sitial que pone a quien lo ocupa por encima de las leyes de la historia y de la pedestre realidad. Un ser que de histórico pasa a ser mítico no es juzgado con criterios racionales sino mediante actos de fe y de ilusión. Es el caso del Che. Su figura es hoy día, como muestra otro de los colaboradores del número de Letras Libres dedicado a su figura, “una marca capitalista” de valor seguro, a la que empresarios de toda clase explotan en los cinco continentes, y a la que veneran, citan, tienen presente y les merece admiración y simpatía, innumerables jóvenes que no alientan el menor entusiasmo revolucionario y, algunos, ni siquiera sabrían ubicar a Cuba o Bolivia en los mapas. No importa. El Che representa una hermosa ficción, un personaje del que la historia contemporánea está huérfana: el héroe, el justiciero solitario, el idealista, el revolucionario generoso y desprendido que realiza hazañas soberbias y es, al final, abatido, como los santos, por las fuerzas del mal. No importa que los historiadores serios muestren, en trabajos exhaustivos, que el Che Guevara real, de carne y hueso, estaba muy lejos de ser ese dechado de virtudes milicianas y éticas. Que fue valiente, sí, pero también sanguinario, capaz de fusilar a decenas de personas sin el menor escrúpulo, y que, desde el punto de vista militar, sus fracasos y errores fueron bastante más numerosos que sus éxitos. Es verdad que era consecuente con sus ideas, sobrio y austero, incapaz de las payasadas y dobleces de los politicastros profesionales. Pero, también, que la violencia y eso que Freud llamó “la pulsión de muerte” lo atraían y guiaron su conducta tanto como su pasión por la aventura y la revolución. El mito exigía que los restos del Che aparecieran. Por eso, cuando ocurrió, todos los que los esperaban, creyeron, sin pensarlo dos veces. Así se escribe a veces la historia. Y así enriquecen las bellas ficciones la grisácea realidad.
©Mario Vargas Llosa, 2007.
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