El blues de las casadas

Los resultados lo dicen todo: una encuesta hecha a más de tres mil mujeres casadas en los Estados Unidos reveló que el 36% no escogería el mismo hombre como esposo y un 20% pone en duda que lo volvería a hacer. Esos no fueron todos los datos que publicaron la revista Women’s Day y aol.com. El sondeo también recogió que una amplia mayoría admite tener fantasías con otro hombre que no sea su marido.

O sea, estas cifras muestran un panorama más bien descorazonador sobre el matrimonio. El desgaste que representa la convivencia diaria. Pero, por otra parte, no creo que a nadie le sorprenda esta suerte de »realismo sucio» que arroja la encuesta. Digamos que los números y por cientos son la música que acompaña un estribillo que nos sabemos y cantamos por lo bajo. Y es que la vida en pareja es una de las tareas más titánicas que desempeña el hombre. Porque el concepto en sí va en contra de la erosión que producen el tiempo y el roce.

La idea cristiana de que una unión es para siempre desafía el ciclo vital del enamoramiento. Que es, sobre todo, una inexplicable descarga de hormonas, oxitocina, endorfinas y no sé cuántos componentes químicos cuya mágica pócima de atracción mutua tiende a disminuir dramáticamente con los años. Como ratones de laboratorios, los científicos y neurosiquiatras nos observan al correr en el laberinto de la pasión y en el camino nos ven morir de desamor. De desilusión. De fatiga. Incluso de indiferencia. Tan cruel es esta ciencia que ni tan siquiera nos suministra inyecciones de oxitocina cuando el pulso de la fogosidad se apaga como un juguete con baterías caducadas. Simplemente señalan los síntomas y emiten un diagnóstico sin facilitar la cura de lo que Alejandro Sanz denomina «corazón partío».

No es de extrañar que la mayoría de las mujeres encuestadas no volvería a casarse con su pareja. Porque no vivimos detenidos en un friso, sino que todo es constante movimiento y nuestras mentes y cuerpos sufren cambios. No es cierto que veamos pasar el tren, sino que estamos montados en él y los paisajes cambian. La luz es otra según la hora del día. Los túneles nos llenan de oscuridad. En las estaciones suben y bajan pasajeros. Los vagones se llenan. Y a veces se vacían. El vaivén es constante. Como nuestras propias palpitaciones.

Otra cosa es el sentido de la lealtad. El compromiso moral. La promesa de fidelidad. La pulsión por formar una familia. El temor a la soledad. El deseo de estabilidad. Las necesidades económicas. Son los barnices que, con los años, recubren el cascarón de la primera seducción. Las resinas que añejan la madera. A pesar del desconcierto de las encuestas, hay amores que sobreviven a los rigores de la nada cotidiana. Aquellos que, sin titubear, podrían afirmar que siguen junto a la persona con la que siempre quisieron estar. Son los menos. Pero ahí están. Los que escaparon a la sensación de ahogo que puede sentirse cuando el afecto se transforma en zulo.

Tan melancólica encuesta puede resultar engañosa. No se trata de que estas mujeres se equivocaron de plano al elegir a sus esposos. Posiblemente se casaron con ellos porque en ese momento de sus vidas eran el hombre ideal. El que mejor se acoplaba a ellas. El que fue capaz de dispararles la oxitocina hasta el espacio sideral. Ahora bien, el viaje no es lineal. Hay lunas y meteoritos en el firmamento. Por eso no es raro preguntarse: »¿Acaso me equivoqué de nave?» »¿Qué pasaría si me bajo en la próxima galaxia?» «¿Habrá vida en otros planetas?»

Más bien hay ecos de añoranza en las revelaciones de las encuestadas. Nostalgia por lo que un día sintieron. Nos quedamos sin saber el otro lado de la historia: ¿qué piensan de ellas sus esposos? Pero esa es otra odisea espacial.

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