Las exequias de un tirano
El azar ha querido que me encuentre en Santiago de Chile cuando las exequias fúnebres del general Augusto Pinochet. Con muy buen criterio, el gobierno de Michelle Bachelet le negó un funeral de Estado y el ex-dictador fue honrado sólo por los institutos armados, como antiguo comandante en jefe del Ejército. Pero ni siquiera las Fuerzas Armadas chilenas han querido identificarse plenamente con el ex dictador, como muestra el hecho de que hubieran dado de baja en el acto al nieto de Pinochet, el capitán Augusto Pinochet Molina, por haber pronunciado un discurso indebidamente en el funeral de su abuelo.
Aunque varios millares de personas, nostálgicas de los diecisiete años que duró la dictadura, fueron a mostrar sus respetos antes los restos expuestos en la Escuela Militar, todas las encuestas prueban estos días que una gran mayoría de chilenos condena ahora su régimen, por las violaciones a los derechos humanos, la corrupción y el enriquecimiento ilícito que lo caracterizó. Al igual que en el resto del mundo, aquí también muchos han lamentado que Pinochet muriera sin haber sido sentenciado por ninguno de los crímenes que cometió. Más de trescientos procesos por asesinatos, torturas, abusos de poder y tráficos ilícitos, que sus abogados consiguieron dilatar y dilatar, deberán ser ahora sobreseídos, aunque esto no exonera a sus subordinados, otros cómplices y comprometidos en las exacciones.
Pero el grueso de la opinión pública chilena, e internacional, lo había ya sancionado y Pinochet pasará a la historia, no por ser “el general que salvó a Chile del comunismo”, (así decían algunos carteles de sus partidarios), sino como el caudillo de una tiranía que asesinó a por lo menos 3,500 opositores, torturó y encarceló a muchos miles, obligó a exiliarse a otros tantos, y durante 17 años gobernó con una brutalidad sin atenuantes a un país que tenía una tradición de legalidad y coexistencia democrática rara en América Latina. El mito según el cual fue un dictador “honrado” se eclipsó hace tiempo, cuando se descubrió que tenía cuentas secretas en el extranjero –en el Banco Riggs de Washington- por cerca de 28 millones de dólares y que, por lo tanto, encajaba perfectamente en la horma prototípica de los dictadores latinoamericanos, como asesino y ladrón.
Los incidentes violentos que han tenido lugar el día de su muerte en las calles de Santiago entre sus partidarios y adversarios son una prueba flagrante de las heridas y divisiones que la dictadura militar ha dejado en la sociedad chilena y lo lenta que es su cicatrización y la reconciliación. Incluso ahora, que Chile es un país muy distinto a aquél en el que Pinochet se izó al poder mediante un golpe militar, una democracia moderna y próspera, en plena expansión, los enconos, rencores y odios subterráneos que se gestaron durante su gobierno –alguno de ellos, antes, durante la Unidad Popular- siguen fragmentando al país y amenazando con subir a la superficie con cualquier pretexto.
La condena firme e inequívoca del tiranuelo que fue Pinochet, y de su inicuo sistema, no debe significar, sin embargo, una justificación ni un olvido de los gravísimos errores cometidos por la Unidad Popular, de Salvador Allende, sin los cuales jamás se hubiera creado el clima de desgobierno, violencia y demagogia que llevó a muchos chilenos a apoyar el putch de Pinochet. Allende presidió un gobierno legítimo, nacido de impecables comicios, pero apoyado sólo por poco más de un tercio del electorado chileno. Su mandato no lo facultaba para llevar a cabo la revolución socialista radical que intentó, siguiendo el modelo cubano, y que produjo una hiperinflación que generó inseguridad y furor en las clases medias, y una polarización política que, a diferencia de otros países latinoamericanos, Chile no había conocido hasta entonces. Eso explica que el golpe militar no hubiera sido rechazado por el grueso de una sociedad que hasta entonces parecía tener sólidas convicciones democráticas y buena parte de la cual, sin embargo, se cruzó de brazos o apoyó a los militares sublevados.
Es verdad, también, que la dictadura oprobiosa de Pinochet, abrió, inesperadamente, una vía para la recuperación económica y la modernización de Chile. Hay que repetir, una y otra vez, que esto ocurrió no por, sino a pesar, del régimen dictatorial, por una serie de circunstancias específicas de Chile, que permitieron algo inconcebible en cualquier satrapía castrense: que el régimen entregara el manejo económico a un grupo de economistas civiles –los Chicago Boys- y los dejara hacer reformas radicales –apertura de fronteras, privatización de empresas públicas, integración a los mercados del mundo, diseminación de la propiedad, fomento a la inversión, reforma del trabajo y de la seguridad social- que orientaron a Chile en un camino que lo ha llevado a la prosperidad de que ahora goza.
Sin embargo, la verdadera modernización de Chile comenzó luego, con la caída de la dictadura, cuando el primer gobierno democrático de la Concertación, en 1990, a la vez que desmontaba todo el aparato represivo y censor de Pinochet, conservaba en lo esencial, aunque perfeccionándolo en los detalles, el modelo económico. Cuando el electorado chileno ratificó con sus votos aquella sensata política y, de hecho, se estableció un consenso nacional respecto a las líneas directrices –democracia política y economía de mercado-, Chile empezó a dejar atrás, por fin, ese subdesarrollo en el que todavía chapotean la mayoría de países latinoamericanos.
Hay insensatos que aún creen que un Pinochet es necesario para que un país atrasado empiece a progresar. Éste fue, por ejemplo, el argumento de los pinochetistas peruanos, que son los fujimoristas. Es verdad que Fujimori hizo algunas reformas económicas. Pero todas ellas –sin una sola excepción- se frustraron por los robos vertiginosos y los atropellos vesánicos de que vinieron acompañadas. Lo mismo, con variantes, se puede decir de todos los regímenes que han pretendido inspirarse en el modelo “pinochetista”.
No hay modelo pinochetista. Un país no necesita pasar por una dictadura para modernizarse y alcanzar el bienestar. Las reformas de una dictadura tienen siempre un precio en atrocidades y unas secuelas éticas y cívicas que son infinitamente más costosas que el statuo quo. Porque no hay verdadero progreso sin libertad y legalidad, y sin un respaldo claro para las reformas de una opinión pública convencida de que los sacrificios que ellas exigen son necesarios si se quiere salir del estancamiento y despegar. La falta de ese convencimiento y la pasiva resistencia de la población a los tímidos, o, torpes intentos de modernización explican el fracaso de los llamados “gobiernos neo-liberales” a lo largo y ancho de América Latina, y fenómenos como el del tonitronante comandante Chávez, en Venezuela.
¿El nonagenario cadáver de Pinochet es ya una figura arqueológica, como será, más pronto que tarde, sin duda, la de Fidel Castro? ¿La espantosa estirpe de la que ambos son figuras emblemáticas se eclipsará con ellos? Nada me alegraría más, pero no estoy tan seguro. Es verdad que, hoy, en América Latina, con la excepción de Cuba, todos los gobiernos tienen un origen legítimo, incluido Chávez. Y también que la gran mayoría de los gobiernos de izquierda en el poder respetan el juego democrático y se ciñen a los usos constitucionales. Ésta es una novedad positiva, sin duda.
El problema es que la democracia política sin desarrollo económico dura poco. La pobreza, el desempleo, la marginación adelgazan el sustento popular de una democracia sin éxitos sociales y provocan tanta frustración y rencor que pueden hacer que ésta se desplome. El populismo de que hacen gala varios de estos gobiernos es un obstáculo insuperable para el verdadero progreso, aun en países beneficiados providencialmente con el oro negro, como Venezuela.
Ojalá que la trágica historia de Allende y Pinochet no se repita, ni en Chile ni en ninguna otra parte.
©Mario Vargas Llosa 2.006. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, S.L.
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