Asesinato en Amsterdam
Un reportaje puede ser una obra de arte, si su autor escribe con elegancia y eficacia, documenta con rigor sus informaciones y las organiza con la precisión y la astucia de un buen novelista. Es lo que ha hecho Ian Buruma en Murder in Amsterdam, un libro que se lee como una novela de suspenso aunque en él no haya fantasía y sí historia viva y hunda sus raíces en la más candente actualidad.
El libro es una exploración del asesinato del cineasta holandés Theo van Gogh, el 2 de noviembre de 2004, por un marroquí-holandés de 26 años, Mohammed Bouyeri, y sus antecedentes, reverberaciones y la problemática de la inmigración musulmana en Europa occidental. Ian Buruma reconstruye con objetividad y minucia el pavoroso crimen –Bouyeri tiroteó primero, luego degolló al cineasta de un machetazo y por fin le clavó un puñal en el pecho que llevaba prendida una nota proclamando la guerra santa contra los infieles y amenazando de muerte a la entonces diputada somalí holandesa Ayaan Hirsi Ali-, traza vívidos perfiles de todas las personas directa o indirectamente relacionadas con el suceso y un animado fresco de las tensiones, miedos, prejuicios, violencias y polémicas que la masiva presencia de esos “nuevos ciudadanos”, sobre todo de origen marroquí, provoca desde entonces en Ámsterdam, una ciudad donde, calcula Buruma, al ritmo actual de flujos migratorios, habrá hacia 2015 más musulmanes que cristianos.
El libro es desapasionado, lúcido y rico en sugestiones intelectuales, como suelen ser las crónicas y ensayos de Ian Buruma, una viviente mezcla de culturas, pues nació en Holanda, se educó en Inglaterra, vivió muchos años en Japón, cuya lengua domina al igual que otras varias, y vive a salto de mata por el mundo (ahora en New York). Y es también una peregrinación a las fuentes, porque, para escribirlo, su autor debió volver, después de muchos años, a su tierra natal y sumergirse de nuevo en un paisaje natural y humano que apenas reconoce, por los formidables cambios que ha experimentado a causa precisamente de esos dos fenómenos que su libro analiza, a partir del asesinato de Theo van Gogh, como en una probeta de laboratorio: los éxitos y fracasos del multiculturalismo y de la globalización.
Con justicia, los holandeses, hasta hace relativamente poco tiempo, se sentían orgullosos de su política de inmigración. Era el país que había abierto sus puertas a los inmigrantes mucho más que cualquier otro país europeo y el que había hecho mayores esfuerzos para respetar sus costumbres, lenguas y creencias de modo que no se sintieran, por el hecho de vivir y trabajar en Holanda, obligados a renunciar a su propia identidad religiosa y cultural. Mohammed Bouyeri era, en cierto modo, un exitoso producto de aquella política. Su humilde padre había salido adelante desde el punto de vista económico y Mohammed había tenido una niñez y adolescencia infinitamente mejores que las de su progenitor, por las escuelas e institutos superiores que frecuentó, gracias a subvenciones del Estado holandés.
¿Cómo se explica, pues, que este joven, que había sido en sus años mozos casi un integrado, un holandés cabal, por su lengua, indumentaria, usos y costumbres, relaciones, de pronto, rechazara todo eso y, con otros hijos de inmigrantes como él, se convirtiera a una forma particularmente violenta, excluyente y fanática del islamismo y se pusiera a odiar, por encima de todo, justamente esa democracia tolerante, abierta a la diversidad, que es Holanda? Mohammed Bouyeri, cuyo árabe era tan precario que tenía a veces dificultades para entenderse con sus amigos y debía hacerlo en holandés, se integró a un grupo de extremistas islamistas uno de cuyos pasatiempos era ver videos, procedentes del Oriente Medio, con las ejecuciones de apóstatas y heréticos, en países donde se ha implantado la sharia. Ian Buruma relata que uno de los miembros del grupo de Bouyeri pasó su luna de miel, en el piso de éste, entregados él y su flamante esposa a la contemplación de estas películas de degüellos de los enemigos del Islam.
Es verdad que sólo un grupo reducido de estos “nuevos ciudadanos” ha seguido una trayectoria semejante a la de Mohammed Bouyeri y sus fanáticos amigos. Pero el reportaje de Ian Buruma por los barrios y ciudades musulmanes de Holanda deja la inequívoca impresión de que, aunque la mayoría de estos “nuevos ciudadanos” rechacen la violencia y se empeñen en vivir dentro de la ley y prosperar con su esfuerzo, sólo una minoría muy reducida llegan a sentirse “holandeses”, solidarios y parte constitutiva del país donde han nacido, se han educado, cuya lengua es ya también la suya y donde se ganan la vida y probablemente pasarán el resto de sus días. Se siguen sintiendo extranjeros y ajenos, aunque también se sientan algo parecido cuando van de visita a las aldeas y comarcas marroquíes de donde salieron sus ancestros. Es esta condición de vivir como en un limbo lo que a algunos de ellos los induce a refugiarse en la religión, en sus formas más odiosas e intolerables, porque de este modo adquieren una identidad y la fuerza moral que da sentirse miembro de una cohorte de elegidos, de santos justicieros.
¿Explican los prejuicios sociales y raciales, la discriminación de que a menudo son objeto, las burlas y bromas pesadas de que son víctimas y que, por ejemplo, solía infligirles en sus programas el rabelaisiano y anarcoide Theo van Gogh, esa tenaz resistencia de estos musulmanes a integrarse? Desde luego, dicen algunos de los entrevistados –políticos, intelectuales, artistas, trabajadores sociales- por Ian Buruma. La falta no es de ellos, añaden, sino de los holandeses, blancos y cristianos o librepensadores, que miran por sobre el hombre, o simplemente evitan mirar, a los nuevos ciudadanos. Lo que Holanda ha hecho para integrarlos –no hay que confundir esta palabra con asimilarlos- es algo, pero muy por debajo de lo que haría falta para que esa política diera resultados.
Sin embargo, hay entre los “nuevos ciudadanos” algunos, como el jurista y escritor de origen persa, Afshin Ellian y Ayaan Hirsi Ali –los personajes más conmovedores de este libro- para quienes esta lectura es ingenua, aunque parezca muy progresista. Para ellos, el meollo del problema no está tanto en los prejuicios y la discriminación, que no niegan y que por supuesto combaten, como en el meollo mismo de una religión y de una tradición incompatibles con el género de coexistencia pacífica y amistosa que cree posible alcanzar el multiculturalismo. Ambos, por eso, son odiados por los fundamentalistas, deben andar con protección las veinticuatro horas del día, y están muy conscientes, en estos tiempos de suicidas sagrados y hombres-bomba, de que están vivos todavía de puro milagro.
Ian Buruma los llama los “fundamentalistas de la Ilustración”, porque creen que Europa no puede renunciar a los valores de la libertad de crítica, de creencias, a la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, al Estado laico, a todo aquello que costó tanto trabajo conseguir para librarse del oscurantismo religioso y del despotismo político, la mejor contribución del Occidente a la civilización. Según ellos, no es la cultura de la libertad la que debe acomodarse, recortándose, a sus nuevos ciudadanos, sino éstos a ella, aún cuando implique renunciar a creencias, prácticas y costumbres inveteradas, tal como debieron hacer los cristianos, justamente, a partir del siglo de las luces. Eso no es tener prejuicios, ni ser un racista. Eso es tener claro que ninguna creencia religiosa ni política es aceptable si está reñida con los derechos humanos, y que por lo tanto debe ser combatida sin el menor complejo de inferioridad.
Es lo que ambos han venido haciendo todos estos años, en Holanda, entre la población musulmana –Ayaan Hirsi Ali entre las mujeres, sobre todo- y esa es la razón por la que a ésta última, sus vecinos y conciudadanos holandeses –blancos, cristianos o agnósticos- la echaron del edificio donde vivía, amparados por los jueces, porque su presencia los ponía también a ellos en peligro.
La anécdota dice mucho sobre el coraje y el idealismo de Ayaan Hirsi Ali, desde luego, pero, también, sobre la apatía, cuando no la cobardía, tan extendida en las sociedades abiertas del planeta, para defender las grandes conquistas de las que Occidente puede enorgullecerse (hay otras cosas de las que debe avergonzarse, desde luego) por parte de sus beneficiarios. Tal vez sea comprensible, aunque no excusable. Viven tan bien, tan protegidos y seguros, que, aunque los periódicos y la televisión les traigan noticias a veces de lo mal que andan las cosas allá lejos, se han olvidado ya de que ha sido gracias a esas instituciones que a ellos les suenan palabras huecas, de políticos –libertad, derechos humanos, democracia-, que han alcanzado los altos niveles de vida de que gozan, y también esa seguridad que les da estar amparados por leyes justas y poderes mediatizados. Por eso, se permiten ser egoístas, complacientes, e irritarse cuando alguien perturba su comodidad.
No es peregrino pensar por eso que si la cultura de la libertad resiste y vence el asalto de este nuevo desafío –el fanatismo religioso- se deberá sobre todo a esos nuevos ciudadanos que por fortuna tiene ahora Europa occidental, gentes como Afshin Ellian y Ayaan Hirsi Ali, que, por haber sufrido en carne propia los horrores del oscurantismo religioso y la barbarie política, saben la diferencia. Y defienden ahora esta cultura que han hecho suya con una convicción que las amenazas y peligros fortalecen en vez de debilitar.
© Mario Vargas Llosa 2.006.
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