Nicaragua, otra vez el miedo
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Managua — El 5 de noviembre los nicas pasarán por las urnas. Es muy posible que Daniel Ortega, pese al rechazo que provoca, regrese al poder dieciséis años después de haberlo abandonado. La encuesta que he visto lo coloca a la cabeza de las preferencias electorales con el 29 por ciento de apoyo popular. Le sigue Eduardo Montealegre, un liberal clásico de aspecto juvenil, ex banquero y ex ministro, con un 27. El abogado José Rizo, vicepresidente en el actual gobierno, obtiene un 16, y el economista Edmundo Jarquín, ex sandinista desasnado por su experiencia en el Banco Interamericano de Desarrollo, un 15. El voto antisandinista, sumado, se aproxima al sesenta, mas está profundamente dividido. El porcentaje de indecisos todavía es alto.
En Nicaragua existe la segunda vuelta, pero si el candidato puntero saca más del 35% de los votos, y si lo separa del segundo más de un 5, no es necesario repetir la consulta con los dos contendientes más votados. Hasta hace un par de años en Nicaragua se necesitaba un 45% de los votos para evitar la segunda vuelta, pero los sandinistas negociaron con el ex presidente Arnoldo Alemán una rebaja de diez puntos a cambio de amnistiarle sus delitos de corrupción. El techo electoral de Ortega estaba, precisamente, en torno al 40%. En las tres elecciones efectuadas desde 1990 nunca sacó menos del 40% de los votos. Si se repite el fenómeno, Daniel puede ganar.
Mala noticia para casi todos. Ortega, aunque anda disfrazado de Madre Teresa y esta vez habla de amor y reconciliación, sigue siendo el mismo extremista de siempre, ahora revitalizado bajo la batuta revolucionaria de Hugo Chávez. Si gana las elecciones se integrará al eje Caracas-La Habana-La Paz para dedicarse a construir el »socialismo del siglo XXI», como le llaman dentro de esa secta a la jerigonza ideológica antidemocrática y antioccidental parida tras la desaparición de la URSS. Eso significa un aumento de las fricciones dentro de Nicaragua, inevitables conflictos con los vecinos centroamericanos y unas pésimas relaciones con Washington.
Naturalmente, las consecuencias económicas de este panorama son nefastas para los nicaragüenses. Las inversiones extranjeras se detendrán súbitamente y los capitales nacionales se colocarán al abrigo de la banca miamense a la espera de que pase el chaparrón. El país, que necesita desesperadamente empresarios capaces de generar empleo, tendrá que recurrir a la insegura caridad venezolana para sobrevivir, como sucede con Cuba, que hoy recibe en calidad de subsidio encubiertos entre dos y tres mil millones de dólares anualmente del magnánimo coronel Chávez, empeñado en comprar su liderazgo tercermundista latinoamericano con la bonanza (temporal) traída por los precios del petróleo.
¿Por qué y cómo ha salido de la tumba este viejo fantasma? Ortega, durante la década que ocupó la presidencia, la de los ochenta, fue el peor gobernante de la historia nicaragüense. Provocó una devastadora guerra civil y el éxodo de un millón de compatriotas, destruyó el tejido empresarial, redujo el PIB un cuarenta por ciento, desató una hiperinflación pavorosa, su policía política torturó y su ejército practicó el etnocidio con las minorías indígenas (que hoy lo acusan ante el Tribunal Interamericano de Justicia) y el asesinato en masa o selectivo de sus adversarios. Y por si eso no fuera suficiente, en el plano personal su hijastra Zoilamérica lo denuncia reiterada e inútilmente de haberla violado desde que era una niña, mientras todo el país sabe que fue un ladrón sin límites que se apoderó de las propiedades de sus adversarios y repartió entre sus cómplices los bienes de la nación en una orgía de corrupción conocida como »la piñata», ocurrida cuando comprobó que había perdido las elecciones de 1990. Como los piratas, saqueó la ciudad antes de abandonarla.
En realidad, es casi misterioso cómo la clase política se suicida. Sucedió en Venezuela y en Bolivia, donde los partidos democráticos, incapaces de identificar los intereses nacionales, cavaron su propia tumba y le abrieron paso al autoritarismo. Ahora en Nicaragua podría suceder lo mismo. ¿Cómo evitarlo? En Managua se examinan dos escenarios. Una posibilidad es que el electorado antisandinista, consciente del peligro, renuncie al sectarismo y opte por votar al candidato con más posibilidades de triunfar. La otra, más improbable, es que, una semana antes de las elecciones, uno o los dos candidatos del arco democrático, ante la segura derrota, renuncien a sus aspiraciones y respalden a quien pueda vencer a Ortega para ahorrarles a los nicaragüenses una nueva etapa de horror y vergüenza. Ya faltan pocas semanas para ver el desenlace de este drama.
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