Argentina: El suicidio energético
Por Ricardo Esteves
La Nación
Determinadas circunstancias históricas y políticas permitieron que la Argentina tuviese el sector empresario privado más importante de América latina, en el fundamental campo energético, aun cuando hay países como Venezuela y México que tienen reservas de hidrocarburos veinte veces mayores que las argentinas. Ya Perón, con enorme visión, a inicios de los años 50, abrió a la inversión internacional el área de la energía. Frondizi amplió la apuesta, con un importante y ambicioso programa de concesiones, adelantándose treinta años a lo que acabarían haciendo los otros países de América del Sur.
Pocos años más tarde, Arturo Illia rompió unilateralmente los contratos pactados por gobiernos democráticos, anulando las concesiones y embarcando al país en una sucesión de juicios y disputas internacionales. Las petroleras se retiraron, concentrando sus reclamos en procesos judiciales que nos resultaron costosísimos –pero que en la práctica nadie sintió, pues se pagaron con bonos a largo plazo– y liquidaron sus activos e instalaciones en la Argentina a un valor de oferta. No tenía sentido llevar a Medio Oriente máquinas y equipos usados, adaptados a las condiciones locales.
De esta forma entró en el negocio petrolero una treintena de empresas medianas argentinas –muchas de ellas del interior– comprando los activos de las multinacionales a plazos convenientes y a una fracción de su valor de reposición, lo cual resultó beneficioso para el país. Pero no debe olvidarse que, como contrapartida, todos los argentinos asumimos una deuda millonaria por los arreglos judiciales internacionales.
A partir de entonces, estas empresas, a la sazón sin ninguna experiencia en el negocio energético, comenzaron un largo camino de aprendizaje y capitalización (inicialmente, como subcontratistas del Estado). Como era un rubro –y sigue siéndolo– de rentabilidad exponencial, casi todas tuvieron éxito, consolidando un sector empresario que, a pesar de los brutales cambios de reglas y crisis de la Argentina, no solamente sobrevivió, sino que se constituyó en un aporte dinámico y fundamental para la economía del país.
Pocos años antes de la privatización de YPF se produjo un cambio de paradigma en el negocio petrolero en América del Sur. Hasta entonces, los países de la región tenían reservado el negocio energético para sus empresas estatales. Debido a la incapacidad (financiera, operativa y tecnológica) para abastecer energéticamente con ese modelo a sus mercados, no tuvieron más remedio que abrir el sector a la inversión internacional. Y allí, en primera fila, estaban prestas las dúctiles empresas argentinas para colaborar en el proyecto, al que se sumó la eficiente y dinámica privatizada YPF. Como inicialmente las grandes multinacionales desconfiaron de la región, permitieron la entrada y el afianzamiento de las empresas argentinas en Venezuela, Perú, Ecuador y Bolivia.
Así la historia, a mediados de los años 90 el mayor potencial de negocio para las empresas petroleras argentinas no estaba en el país, sino en el resto de América latina.
Estas empresas, aún compitiendo entre sí, se constituyeron en una “legión argentina”. YPF y sus centros de investigación, más los de las universidades de Cuyo y Comodoro Rivadavia, sinergizaron el esfuerzo colectivo, convocando a ingenieros, técnicos y especialistas argentinos.
La desnacionalización de YPF no solamente significó la pérdida de la principal empresa del país, sino la consolidación del proceso de liquidación de un sector donde la Argentina tenía un liderazgo indiscutido en América latina.
Cuando, en medio de lo peor de la crisis, la más importante empresa privada que quedaba en manos nacionales, Pecom, del grupo Pérez Companc, buscó ayuda por las nefastas consecuencias que la devaluación asimétrica produjo en su situación financiera, el Estado, en lugar de mostrar comprensión y ponerse de su lado, le dio olímpicamente la espalda. Si no podía ofrecerle una solución, porque no estaba a su alcance, debió usar su influencia para ayudarla a encontrar una salida e intentar disuadirla de la alternativa de venta, que a la postre y con la suba posterior del crudo resultó un regalo, y para el país una tragedia. Es cierto que si ese apoyo trascendía, podía verse impopular. Nuestros líderes jamás actuaron con sentido de comunidad –lo que implica a veces tomar decisiones impopulares– sino que, egoístamente, se movieron en función de intereses politiqueros u otros más bajos.
Del mismo modo, durante el último gobierno radical, el haber vendido las reservas de hidrocarburo –o sea, petróleo y gas a futuro– para cubrir gastos corrientes del Estado, es también un acto deleznable. ¿Se toleraría que se vendan los cuadros de los museos, o los parques y las plazas, con fines inmobiliarios, para pagar sueldos del sector público?
Al desarticularse el sector petrolero, casi cuarenta años de esfuerzo empresario se tiraron a la basura. Si bien entendible al desatarse la crisis, los precios que subsidian el consumo –viveza criolla de por medio: a costa del capital privado– estimulan el derroche de energía y desalientan la producción, a la vez que alertan a los potenciales inversores en cualquier sector del riesgo argentino. Y el negocio energético se acota a una industria de cabotaje.
Del mismo modo, el incipiente desarrollo tecnológico que impulsaban YPF y otras compañías en la Argentina carece ya de sentido, o, más claro, se ha trasladado a España y a Brasil, para ser llevado a cabo, como es lógico, por ingenieros españoles o brasileños. Y si algún espacio queda para técnicos argentinos, es sólo porque son buenos y baratos.
Mirar para atrás y llorar por los desatinos cometidos no solucionará nuestras necesidades energéticas de mañana. Tampoco esos errores de nuestros dirigentes dan pie a que actuemos con venganza, violentando una vez más las prácticas de los negocios internacionales.
La respuesta a las vitales necesidades energéticas de la Argentina –y que condicionan el desarrollo autosostenido– es sin duda alguna promover la inversión. Esto no se consigue ni con súplicas ni por decreto. La inversión requiere dos condiciones: rentabilidad –por ecuación de precios– y garantías. Garantías de que se actúa de buena fe, de que una vez hecha la inversión, el Estado no cambie las reglas o suban los impuestos para escamotearles a los inversores la ganancia en base a la cual arriesgaron su capital. Así de simple.
No existe otra fórmula en el mundo, y si descubrimos una nueva será el fruto de la genialidad argentina.
El autor es empresario.
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