La razón en combate: Jean-François Revel (1924-2006)
Una tormenta de reflexiones nos asalta ante la muerte de Jean-François Revel, ese francés insustituible que usó la razón cartesiana del ateo para combatir con fe religiosa por la libertad política y asaltar como un cruzado las murallas del pensamiento autoritario. Un francés que nació a la vida cívica en la resistencia a la ocupación nazi, enrolado por la izquierda política, de la que tempranamente se desengañó ante la impostura de los intelectuales de esa tribu… Un francés que también honró las tradiciones de su país cultivando el arte del buen vivir en todas sus dimensiones, especialmente la gastronómica. Sobre ella escribió el hermoso Festín de palabras, que, para mi vergüenza, le fue mostrado por mi señora, Marta, en nuestra casa de Montevideo, en una vieja edición que teníamos y que resultó tan clandestina que ni él sabía de su existencia…
Su presencia física me queda fijada en la memoria. La última vez que nos vimos fue en el restaurante de la estación de Montparnasse, adonde nos había invitado a almorzar y a la que llegó en tren, desde su casa en las afueras, para retomar el ferrocarril después de haber saboreado con fruición varios platos y una multitud de quesos artesanales que fue eligiendo con precisión de coleccionista.
Las etiquetas lo ubican como conservador, aunque su prédica fue en favor de una revolución. Cuando, en 1970, escribió Ni Marx ni Jesús , sostuvo: "La revolución del siglo XX tendrá lugar en los Estados Unidos. No puede tener lugar más que allí, y ya ha comenzado a desarrollarse. Ella no llegará al resto del mundo si primero no triunfa en América del Norte". Para la intelectualidad de izquierda de entonces este libro resultó objeto de todas las maldiciones. En la obra, sin embargo, Revel mostraba el inmovilismo en el que habían caído las llamadas revoluciones marxistas, la fuerza que tenía la protesta juvenil en los Estados Unidos, su formidable capacidad de cambio y la revolución científica, que avanzaba inconteniblemente. En una palabra: eso que hoy llamamos globalización y que por aquellos años se insinuaba en su clarividencia…
El tema de la revolución que representan los Estados Unidos fue recurrente en Revel. Su última obra, La obsesión antiamericana , lo retoma treinta años después, a pedido de su editor, justamente para conmemorar ese aniversario. Y allí desmenuza la sobrevivencia de ese sentimiento, "cuyo misterio no es la desinformación -la información sobre Estados Unidos es muy fácil de encontrar-, sino la voluntad de estar desinformado".
Su escalpelo cortó tanto a la izquierda por su rechazo al capitalismo como a la derecha, que se suma a ella en su odio al liberalismo y en su envidia a un éxito norteamericano que había dejado bien atrás a una Europa atada a sus aristocracias del rango social o de la intelectualidad, pero aristocracias siempre, molestas con la riqueza de esos primos torpes y de sencillo aire campesino que, inexplicablemente, aparecían ahora como dueños y señores de la única superpotencia del mundo…
Esta prédica de Revel fue un derivado de su combate mayor: la libertad política, el liberalismo como filosofía, su enfrentamiento con las doctrinas totalitarias, especialmente las marxistas, y con los Estados socialistas. Toda su obra gira en torno de esa pasión.
En Cómo terminan las democracias se conduele, con mirada escéptica, de la manera en que las campañas de mentiras del totalitarismo soviético hubieran minado la resistencia de nuestros regímenes. El mismo tema, en otra visión, aparece en El conocimiento inútil , cuya frase inicial es: "La primera de todas las fuerzas que conducen al mundo es la mentira".
Revel cree que, habiendo llegado la civilización a una acumulación de progreso científico suficiente como para manejar sus asuntos de un modo razonable para el bienestar general, su conducción sigue orientándose más por el instinto que por la razón. Su alegato va, sobre todo, contra los intelectuales de los países desarrollados, que al tiempo que siembran constantemente la amargura sobre las injusticias de esas sociedades que, aun con problemas, han alcanzado el mayor nivel de la historia humana, enmascaran de qué manera, en el llamado Tercer Mundo, ha sido el populismo demagógico un generador de pobreza tan grande como los viejos feudalismos ancestrales.
En todas sus obras hay un rigor implacable del razonamiento, apoyado en la evidencia histórica y la documentación precisa, sepultadas, las más de las veces, por el slogan y la difamación de inspiración profundamente antiliberal en que se suman las variantes más radicales de las aún llamadas izquierda y derecha.
Su infatigable lucha -muere a los 82 años- empleó tanto el libro como el artículo de prensa. Sus años de L´Express, de 1966 a 1981, recogen el pulso de ese siglo XX que llamó "de sombras" cuando tituló la publicación de sus formidables crónicas políticas y literarias. Después de su desencuentro con la emblemática revista, pasó a Le Point, donde compartió con su amigo Claude Imbert puntos de vista y pasiones culinarias, sublimadas por ambos en un célebre menú preparado para La Tour d´Argent que sólo ellos podían gozar en su voluptuosidad de sabores y comer en su abundancia pantagruélica. El periodismo lo ejerció con rigor, siempre del lado de la libertad política, del lado de las ventajas de la economía de mercado, constantemente desenmascarando imposturas políticas y, sobre todo, intelectuales.
Lo desesperaba que la gente cayera en el error por la desinformación. De ahí su pasión por la divulgación, que lo llevó a publicar su hermosa Historia de la filosofía occidental , pensada para el hombre común. Se imaginó tratando de explicarle a un solitario compañero de naufragio, en una isla desierta, qué era la filosofía y sobre qué caminos había transitado el pensamiento de nuestra civilización. Siempre prevenido contra los grandes edificios teóricos, afirmó que leyendo a Spinoza y Hegel se encontrarán enormes esquemas, pero que si la filosofía es la búsqueda de la sabiduría y la felicidad, el conocimiento de uno mismo y sus semejantes, el arte de vivir y comprender la vida, se encuentra más satisfacción en ensayistas aforísticos como Nietzsche o Cioran que en los hacedores de sistemas, "que más bien parecen fabricantes de falsos muebles antiguos".
Por lo mismo adoraba a Montaigne y, ya en el fin de su jornada, se sentía más escritor que filósofo, convencido de que Kant había dicho, para el gran pensamiento, la última palabra.
Nunca congeló la razón con la frialdad del lógico ni le puso a la pasión democrática el desborde del demagogo. Aun sus panfletos, que los escribió también, respiraban razonamiento. Adoraba a Francia, pero también a Italia, a España, a México, donde fue joven profesor de filosofía, y a toda nuestra América, en la que sentía vibrar la latinidad, su latinidad, la de Montesquieu, la de Tocqueville, la de Raymond Aron.
Como su liberalismo era socialista en sus fines y análisis, aplicaba más el marxismo que los marxistas, poco materialistas para reconocer una realidad que muestra el fracaso de la economía planificada y aún menos dialécticos para entender que el mundo sigue cambiando. Y que seguirá cambiando, aunque felizmente nos deje faros como el de este pensador, a quien despedimos con la amistad condolida y el vacío de perder al mejor de los combatientes de aquello en lo que más profundamente creemos.
El autor fue presidente de la República Oriental del Uruguay (1985/1990 y 1995/2000).
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