Los dos talones de un nuevo Aquiles
La comunicación política circula por dos canales. El primero de ellos, público, contiene lo que dicen los dirigentes y los formadores de opinión de cara a la sociedad. El segundo de ellos, privado, contiene los contactos que los protagonistas desean limitar a muy pocos, sin atravesar las paredes de la confidencialidad.
Esta división no es absoluta, ya que más de una vez los contactos privados salen a la luz bajo la forma más o menos discreta y a veces hasta intencionada de los «trascendidos». Es como si la comunicación política discurriera al mismo tiempo a través de un canal abierto, a la vista de todos, y a través de otro canal supuestamente subterráneo que, en ocasiones, no lo es tanto.
En tiempos de la república, los canales públicos de la comunicación dominan la escena. Esto es natural porque en la res-publica, cuya significación literal es «cosa pública», el pueblo no sólo quiere saber de qué se trata sino que, además, lo logra, lo cual es apropiado para la democracia porque los que en ella quieren saberlo todo son nada menos que los votantes, es decir, los titulares de la soberanía.
Esta no es la situación en la Argentina actual. Políticos, empresarios, dirigentes, exhiben hoy una extraordinaria cautela al pronunciarse en público, ya sea por cálculo o por temor, con lo cual dejan en la escena solamente a quienes controlan el poder. Estos se caracterizan, por su parte, por no comunicar sino una mínima parte de lo que están proyectando.
Son los canales subterráneos, entonces, los que reciben la poderosa corriente de las informaciones y los comentarios que sus autores ahora pronuncian en voz baja. Es en ellos, más que en el discurso público, por donde se desplazan por lo tanto los argumentos que verdaderamente cuentan. El periodista se convierte a partir de ahí en un buceador en busca de las verdades ocultas, porque su obligación continúa siendo dar a conocer al público soberano lo que los grupos de poder y de presión desearían mantener en reserva.
Los dos peligros
La vida política actual de la Argentina no es pública. Discurre, al contrario, a través de un sinfín de reuniones privadas donde, finalmente, alguien «se suelta» y los demás lo acompañan en la tarea de indagar lo que verdaderamente está pasando. Este ambiente sigiloso parece pero no es conspirativo porque nadie está pensando en desplazar al Gobierno. Lo que preocupa a los contertulios es en cambio hacia dónde irá el propio Gobierno, porque muchos de ellos sospechan que, si siguiera como va más allá de la reelección presidencial de 2007 que ahora persigue como un objetivo absorbente, su estrategia no sería sustentable en el mediano plazo. Si siguiera como va, conjeturan, el doctor Kirchner enfrentaría una crisis profunda en su segunda presidencia.
Dos son las fuentes de preocupación que movilizan a estas conversaciones. La primera de ellas es la marcha de la economía. En esta área, el Gobierno vive fascinado por el corto plazo. Consigue, gracias a ello, que el nivel de vida de la población se sostenga en medio de un crecimiento económico todavía espectacular. Pero no contrarresta las señales de la temida inflación de las que acusa a otros sin reparar en que ellas provienen de medidas gubernamentales como la emisión monetaria para sostener al dólar, el aumento incesante del gasto público y la proliferación de subsidios en todas las direcciones para disimular el hecho de que, en más de un sector, las inversiones languidecen.
En el corto plazo, la política económica puede sostenerse todavía un poco más. En el mediano plazo, la falta de inversiones debida a un clima hostil a la libertad de los mercados terminará por hacerse sentir. Esto es particularmente grave en el sector energético, donde el Gobierno «reta» a las empresas petroleras por no invertir y por dejar que el país pase a depender de otros países productores de energía, como si la decisión de traer capitales no dependiera de los números sino de su mera voluntad.
El Gobierno no ha hecho otra cosa que ahuyentar a las inversiones extranjeras, que deben ser controladas como no se hizo en los años noventa pero cuyo potencial es insustituible. Hasta algunos dicen que, si todavía no hemos experimentado cortes y escasez, ello se debe a la «sobreinversión» de los noventa que, naturalmente, se irá agotando. El hecho es que hoy la Argentina marcha muy atrás de naciones como Brasil, México y Chile en la atracción del capital y que, faltos de un decidido aliento como el que tienen las empresas privadas del otro lado de la frontera, nuestros propios empresarios bajan los brazos, como acaba de ocurrir con la venta del grupo Quilmes a capitales brasileños.
Pero, sin una fuerte corriente de inversiones externas e internas -por ejemplo, en la ganadería-, la demanda comenzará a desbordar a una oferta insuficiente, por más que el Gobierno quiera controlar directamente las consecuencias de este desequilibrio sin atender a sus causas, con lo cual el horizonte económico argentino tiende a oscurecerse.
El segundo peligro que avizoran los observadores en reuniones privadas es el desborde creciente de las «puebladas» de todo tipo, ya sea en los subterráneos, en los puentes, en la Universidad o detrás de las patotas callejeras, porque los agitadores ya han advertido que este Gobierno teme, más que a ninguna otra cosa, a que le digan «represor». Ha hablado y actuado tanto contra las fuerzas armadas y de seguridad, se ha identificado tantas veces con la rebelión de los años setenta y la agitación de los piqueteros que ahora lo invocan, que ha quitado debajo de sus pies la plataforma del orden público sobre la cual todo gobierno necesita apoyarse.
Estos dos peligros son, en cierta forma, disímiles. Una economía donde la demanda de un consumo artificialmente incentivado supera a la oferta de una inversión debilitada, va en camino de la crisis. La certeza de que ésta, a menos que se cambie el rumbo, ocurrirá, se asemeja al pronóstico del médico a un empedernido fumador. Le dice que el mal vendrá inexorablemente, pero también le reconoce que no sabe exactamente cuándo.
La indisciplina social alentada por la claudicación del orden público es, en cambio, más parecida a los deportes extremos. No tiene un fin inexorable como en el caso anterior, pero afronta peligros recurrentes.
Aquiles
Su madre había bañado de niño al legendario Aquiles, el futuro héroe de Troya, en una laguna sagrada que le auguraba la inmortalidad. Pero, al hacerlo, lo sostuvo por uno de sus talones. El astuto Paris, que lo sabía, mató al fin a Aquiles disparándole una flecha en el talón expuesto. Nuestro Gobierno es un Aquiles con dos talones. Por uno de ellos amenaza entrarle la flecha del desequilibrio entre la oferta y la demanda. Hacia el otro apunta el desborde de la indisciplina generalizada. En los grupos que conversan se sospecha que por ahí anda un nuevo Paris, con intención aviesa. Pero lo que no se sabe es cuándo, ni cómo, disparará sus flechas. Y aún quizá queda un tiempo para que el Presidente, levantando por una vez la vista en dirección del mediano plazo, cubra las zonas más vulnerables de su gobierno para no quedar expuesto a lo que todos ven como algo que va a ocurrir si sigue como va, pero que nadie sabe exactamente cómo ni cuándo ocurrirá.
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