¿Es posible ser vasco?
Para LA NACION
Nacido en 1951 en una familia de sólidas credenciales nacionalistas, poeta, filólogo, ensayista político y, sobre todo, crítico literario en el ambicioso sentido que dieron a este género un Edmund Wilson o un George Orwell, para quienes literatura e historia eran hermanas siamesas, Jon Juaristi acaba de publicar un libro autobiográfico que es un buceo fascinante, a la vez que algo asfixiante, por el laberinto de pasiones, violencias, sueños, sacrificios, crímenes y sandeces del último medio siglo de quehacer político y cultural en el País Vasco español: Cambio de destino (Seix Barral).
Pese a su estilo seco y algo cortante, y a su empeñosa parquedad, hay en esta confesión algo desgarrado y patético: Juaristi parece haberse pasado media vida entregado en cuerpo y alma a la tarea de desentrañar la singularidad específica de lo vasco y, la otra mitad, en un esfuerzo intelectual no menos ciclópeo, en demostrar que aquella supuesta identidad no existe y es un puro sofisma, una de esas ficciones malignas que, a diferencia de las ficciones literarias que embellecen la vida, provocan apocalipsis sociales y el terrorismo justificado en nombre de la Historia con mayúsculas.
Decir que Jon Juaristi fue en su juventud un militante de la banda terrorista ETA y, años después, uno de sus críticos más feroces, dice todavía muy poco de una trayectoria vital que parece haber pasado cerca, o por dentro, de casi todos los partidos, grupos, escisiones, grupúsculos, facciones y sectas en los que el nacionalismo y las izquierdas vascas se armaban, desintegraban y deshacían, para rehacerse otra vez, a lo largo de un derrotero marcado por la confusión, el fanatismo, la locura y todas las otras formas posibles de enajenación de la realidad, incluidos, por supuesto, el idealismo más puro, la fe ciega y la vocación de martirio.
En muchas de sus páginas, este libro no parece un libro de memorias, es decir, subordinado a lo vivido, sino una novela surrealista, concebida por un poeta de imaginación desalada y febril. Por ejemplo, en el episodio que tiene por protagonista a Luis María de Villalonga, “el último de los grandes ocultistas de Neguri”, cuyas teorías delirantes hubieran merecido figurar en la colección de filósofos enajenados que reunió Raymond Queneau en Les Enfants du Limon o en la Antología del Humor Negro, de André Breton.
Pero, el humor que brota a veces de las páginas de Cambio de destino suele ser casual e involuntario, porque el propósito que guía a Juaristi al ofrecer este testimonio es el más serio del mundo: mostrar, inmolándose para ello como prueba viviente del error, el obtuso horizonte que constriñe a la ideología nacionalista y los desvaríos intelectuales, morales y políticos que fatalmente genera. Como si al pie de cada página, el libro llevara esta secreta advertencia: “¿No me creen lo que cuento? Pues, mírenme a mí. Vean lo que hice, lo que fui, los años y el esfuerzo que dediqué tratando de atrapar ese fuego fatuo. Y todo lo que no quise ni pude hacer por perseguir aquella inalcanzable quimera”.
Para alguien a quien, como es mi caso, el mundillo de la política nacionalista en el país vasco resulta lejanísimo, es difícil, a ratos imposible, seguir en todos sus recovecos y meandros esa problemática realidad, que se divide y subdivide todo el tiempo a un ritmo canceroso, en razón de querellas tan bizantinas y sutiles como las que fragmentan a los disidentes natos, como los cabalistas y los trotskistas. La impresión que queda, al final, es la de un gigantesco desperdicio de talentos y de anhelos utópicos, de esfuerzos y de iniciativas generosas así como incomprensibles arrebatos de ceguera, crueldad y nadería que van frustrando a individuos, promociones y generaciones enteras en un quehacer tan insensato como estéril.
Aunque no somos amigos, pues hemos conversado muy pocas veces, siempre he sentido, a la vez que admiración, un afecto personal por Jon Juaristi, convencido como estoy de que, por haberse atrevido a enfrentarse con tanta firmeza intelectual y moral a sus ex camaradas etarras, su vida estará siempre pendiente de un hilo, a merced de cualquier desafuero de uno de esos pistoleros convencidos de que la historia progresa a punta de explosiones de dinamita y asesinatos. Después de leer Cambio de destino, mi simpatía y mis temores por su suerte han aumentado. Porque, pese a sus desplantes por mostrarse en estas memorias como un intelectual perfectamente dueño de su destino, que ha dejado atrás y superado todos los tropezones y sentimentalismos de la juventud, ya emancipado del todo de las pequeñeces políticas de la provincia de la que, como Santa Teresa, se ha sacudido hasta el polvo de los zapatos, su libro muestra lo contrario: que, contra su voluntad, su compromiso con la tierra en que nació es irreversible e irrompible, una enfermedad incurable que lo acompañará siempre como su sombra.
No deja de ser paradójico que, quien desde hace tantos años combate el nacionalismo demostrando lo endeble de sus sustentos históricos, lo falaz de sus mitos, la mentira de sus quejas e impugnaciones, haya dedicado tan denodados esfuerzos a lo largo de toda su vida intelectual a estudiar la lengua, la historia y la literatura de los vascos, a recorrer su paisaje con tanto amor, y a tratar de poner orden y claridad en una mitología y una cultura en las que mentiras y verdades se mezclan de manera inextricable. Puede estar muy decepcionado de la evolución política que ha seguido el País Vasco, sobre todo si es cierto, como parece creer, que el nacionalismo en sus distintas variantes se ha enraizado allí de una manera irreversible en un futuro más o menos próximo. Pero, con todo el interés intelectual que puedan despertar en él otros temas y culturas –el judaísmo, por ejemplo, al que ahora se ha convertido, aunque, sin duda, de la manera heterodoxa a que parece estar condenado por ese espíritu crítico y autocrítico irreductible a todas sus conversiones y entusiasmos que lo anima–, es evidente para el lector de estas memorias que cada página, cada línea de ellas, rezuma un amor apasionado, adolorido y desesperado, por aquello en que jura ya no creer: lo vasco y los vascos.
Conozco bastante bien ese sentimiento, pues ha sido, en cierto modo, el que me ha tenido siempre ligado a mi propio país. No vivo casi en él, sus peripecias y su actualidad se me escurren ya de la memoria todo el tiempo, me apasiono por otros lugares, otros asuntos y otras gentes. Pero, a la hora de la verdad, imposible negarlo: nunca podré librarme de él.
Sería injusto ver en Cambio de destino un libro enteramente consagrado a relatar las disputas y enredos históricos contemporáneos del nacionalismo vasco. El libro es también –y esto es lo que inspira sus mejores páginas– el relato de un destino individual, que, pese a estar tan comprometido en la política colectiva y dedicar tanto tiempo a la militancia, fue aislándose, “eligiéndose”, como diría Sartre, en medio de esa turbamulta de pasiones ideológicas, por eliminación de opciones, como poeta, escritor, investigador, crítico, ciudadano libre y democrático, conservador en ciertos temas, liberal en otros, y revolucionario en algunos. Un espíritu libre y algo anárquico, desde luego, con una libertad conquistada con ímprobos esfuerzos, de polémicas sin cuento, errores múltiples y rectificaciones constantes, experiencias que se adivinan mucho más desgarradoras que aquellas palizas recibidas en las comisarías de Franco o que las calumnias y diatribas de los antiguos camaradas que, para refutarlo mejor, lo acusan ahora de “forrarse” con cada crítica que formula o idea nueva que defiende, y a los que en su libro se enfrenta con ironías o desplantes, sin el menor complejo de inferioridad. Experiencias que parecen haberle dictado esos poemas rebosantes de inteligencia que ha escrito a cuentagotas y que se leen, a menudo, sintiendo escalofríos. Pero lo más digno de destacarse en esta forja de la propia personalidad es el amor desmedido por las ideas, por la cultura, por el conocimiento, de alguien absolutamente convencido de que son las ideas, acertadas o equivocadas, las que modelan la vida y hacen discurrir la historia en determinada dirección.
No es la menor de las contradicciones de este libro, impregnado de pesimismo sobre el porvenir inmediato del país vasco, que el lector lo cierre contagiado, pese a todo, por el fervor con que en sus páginas se discute, se coteja, se despelleja y se defiende el quehacer intelectual, la voluntad de oponer la razón y el conocimiento a las pasiones y a los instintos depredadores para que el mundo sea vivible y no una pesadilla terrorífica.
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