El embrollo palestino (III)
WASHINGTON – Se debe hacer justicia respecto del fenómeno nacional palestino, que contiene elementos admirables. En el curso de pocos años consiguió hacerse reconocer por la Liga Arabe, las Naciones Unidas y el mismo Estado de Israel. Desde 1948 (independencia de Israel) hasta 1967 (Guerra de los Seis Días), Filastín (Palestina, en árabe) había dejado de existir: una porción del mapa lo ocupaba Israel y la otra, Jordania y Egipto.
En mayo de 1964 se fundó la OLP (Organización para la Liberación de Palestina), integrada por centenares de valientes hombres que componían Al-Fatah, Al-Saiqa y el Frente Popular para la Liberación de Palestina. Las tres entidades eran laicas y se inspiraban en el apasionado nacionalismo que durante los años 60 acompañó la descolonización en Africa y Asia; la última era marxista-leninista. Pero en 1967 apoyaron la obsesión bélica del presidente Nasser, que concluyó en un desastre: Israel derrotó a quienes pretendían aniquilarlo y se extendió desde el Canal de Suez hasta las alturas del Golán. Los árabes palestinos pasaron de la ocupación jordana y egipcia a la insospechada y asombrosa ocupación israelí.
Era una excitante bisagra de la historia: los israelíes ofrecieron negociaciones directas y ceder territorios a cambio de la paz. En Khartun, sin embargo, fueron proclamados los lamentables Tres Noes, que destruyeron una oportunidad irrepetible. A partir de entonces, los israelíes se empeñaron en tratar a los árabes de los nuevos territorios con respeto, pero sin verlos como entidad nacional.
Fue un grave error generado por el hecho de que ni durante el mandato británico ni durante la larga ocupación egipcio-jordana los palestinos hicieron un esfuerzo para edificar esa entidad. Lo único que pretendían era demoler a Israel y hundir a los judíos en el mar.
La OLP optó por la vía terrorista. Siguió el modelo de los fedayines a los que Nasser espoleaba a cruzar la frontera para cometer atentados en Israel. Asaltaron aviones, atacaron aeropuertos, asesinaron deportistas, pusieron bombas en ómnibus escolares, dispararon contra viviendas. Adquirieron notoriedad porque contrastaban con los sectores que aspiraban a conseguir un acuerdo negociado. Por esa época, el gentilicio “palestino” inauguró su triste asociación con la palabra “terrorista”. Pero también otorgó resonancia a la expresión “pueblo palestino”, que se refería ahora sólo a los árabes de Palestina. Se la martilló con vigor creciente, a pesar de que muchos aún negaban su existencia real.
En 1970, la OLP había logrado constituir una fuerza considerable en Jordania, casi un Estado dentro del Estado, y decidió tomar el gobierno de ese país, que históricamente había formado parte de Palestina. El rey Hussein reaccionó ferozmente y se calcula que sus tropas mataron a miles de “hermanos palestinos” en septiembre de 1971, llamado desde entonces Septiembre Negro.
Las despavoridas columnas de Arafat huyeron hacia Siria, pero el presidente Assad les cerró la entrada con impiadosos cañones y ametralladoras. De forma poco clara –tal vez autorizados por Israel– llegaron al Líbano, donde también se empeñaron en formar un Estado dentro del Estado, hasta que explotó la sangrienta guerra civil.
La OLP controlaba el Sur y desde ahí lanzaba ataques diarios contra las poblaciones fronterizas de Israel. En 1974 consiguió ser reconocida por la Liga Arabe como “única representación legítima del pueblo palestino”, noticia que puso en aprietos a la dirigencia árabe moderada. Menajem Beguin, que había firmado la paz con Egipto, decidió silenciar las baterías palestinas del Líbano, en 1982. Sus fuerzas llegaron rápidamente hasta Beirut y en el trayecto fueron recibidas con alivio, flores y alimentos por las poblaciones cristianas sometidas a los asaltos de la pinza sirio-musulmana. Los dirigentes de la OLP tuvieron que huir a Túnez.
En noviembre de 1988, durante una reunión del Consejo Nacional Palestino en Argel, Arafat anunció el establecimiento del Estado Independiente de Palestina y aceptó las resoluciones 242 y 338 de las Naciones Unidas. Esta inteligente decisión fue premiada al mes siguiente por Estados Unidos, que aceptó iniciar un diálogo diplomático directo con la OLP. Estos avances se quebraron cuando el poco visionario Arafat apoyó la invasión a Kuwait de Saddam Hussein, lo que lo enemistó con Occidente y con la mayoría de los países árabes que hasta ese momento lo habían sostenido.
En 1993 Shimon Peres e Itzhak Rabin decidieron “resucitar” a Arafat para conseguir la solución del largo conflicto. La primera intifada había tenido el mérito de consolidar la flamante identidad nacional palestina, incluso entre los israelíes. Se selló el acuerdo de Oslo, que les valió a los tres personajes citados el Premio Nobel de la Paz. Nació la Autoridad Nacional Palestina y empezó la transferencia de poderes. Los temas más difíciles quedaron para el final, cuando las negociaciones podrían haber sido aceitadas por una creciente confianza mutua. Pero sucedió lo contrario, debido a la acción de los grupos armados autónomos que la Autoridad Palestina no quiso inhibir. Al-Fatah, liderado por el mismo Yasser Arafat, constituyó las Brigadas Al-Aksa, que cometían crímenes condenados en inglés y felicitados en árabe. Engordaban los grupos fundamentalistas Hamas y Jihad Islámica, que no aceptaban ningún acuerdo. Arafat, en lugar de ejercer la posición del estadista que monopoliza el poder, seguía con las ilusiones del guerrillero que dejaba hacer a los terroristas para minar la resistencia israelí. Alcanzó cumbres del doble discurso. Condenaba cada atentado mientras estimulaba su multiplicación. Las primeras mujeres asesino-suicidas fueron jóvenes palestinas que calificó de “rosas de nuestra causa”.
En el encuentro de Camp David durante la presidencia de Clinton, los palestinos habían logrado un avance que no hubieran soñado años antes: la pronta creación de un Estado palestino independiente sobre casi todos los territorios ocupados y la soberanía compartida de Jerusalén. Pero Arafat resistió las presiones, pateó el tablero y logró que los palestinos no dejaran de perder la oportunidad de volver a perder la oportunidad. Regresó haciendo la ve de la victoria (¿qué victoria?) mientras el primer ministro de Israel, que había cedido más de lo que hubiera aceptado Rabin, volvió derrotado. A los pocos días, con la pueril excusa de un paseo de Ariel Sharon por la explanada del Templo (que había consentido Jamil Jahib, responsable palestino de seguridad), desencadenó la injustificada y criminal segunda intifada, que duró cinco años, con miles de muertos por ambas partes, exacerbación del odio en lugar de la confianza y un empeoramiento profundo de la calidad de vida palestina.
El rechazo a las concesiones de Camp David fueron una siniestra repetición de los Tres Noes, lanzados en Khartun. Bloqueó el camino de los acuerdos y cargó dinamita a la violencia. Pero consiguió que el mundo viese en los palestinos la víctima inocente e indiscutible; por lo tanto, impermeable a las críticas. Todo lo que hacían se justificaba por el martirio de la cruel ocupación. De esa forma, nadie le exigió a la Autoridad Palestina que ejerciera el monopolio de la fuerza y pusiese fin a la metralla de los atentados, que invirtiera en la salud, la educación y la construcción los multimillonarios recursos que recibía de la Unión Europea y los Estados Unidos y que terminara con su farándula de corrupción, que hasta un intelectual palestino como Eduard Said criticó, encendido de rabia. Gran parte del dinero volaba hacia bancos extranjeros o se gastaba en la compra de armas; la viuda de Arafat es ahora una millonaria que disfruta las delicias de París mientras se conmueve por el heroísmo de los suicidas (ni ella ni su hija piensan suicidarse, por ahora). Ante el triunfo electoral de Hamas, dirigentes de Al-Fatah ponen pies en polvorosa por miedo de ser ejecutados debido al peso de sus bolsillos. Me reservo las reflexiones sobre Hamas para la próxima nota.
Grandes desafíos enfrenta el nacionalismo palestino, que nació secular y ahora cae bajo la férula de la teocracia islámica. Nunca existió un Estado árabe independiente en Palestina y nunca Jerusalén fue la capital de ningún Estado árabe o musulmán, ni siquiera cuando Saladino expulsó a los cruzados, o el imperio turco se extendió por la región, o Jordania usurpó la parte oriental. Debido a esa carencia, el nacionalismo palestino racional ansía y necesita escribir la narrativa que le brinde respaldo, sin recurrir a la fabulación. Claro que no puede aspirar a una narrativa de la vastedad, riqueza y resonancia judía, con 3500 años de historia vinculada en cuerpo y alma con ese país. Pero sí a la narrativa reciente. El Estado palestino no será obra de un milagro, como no lo fue el Estado de Israel.
Los judíos reconstruyeron su Estado con lágrimas, sudor y sangre. No fue un regalo. Antes de la independencia ya habían creado ciudades, kibutzim, caminos, universidades, teatros, colegios, sistemas de riego, orquestas sinfónicas, puertos, métodos para fertilizar el desierto, hospitales, museos, forestación, centros de investigación. Los palestinos pueden exhibir los derechos que les otorga un período apenas menor, en el que también derramaron lágrimas y sangre, además de vivir en ese territorio o extrañarlo desde el exilio. Pero a la sangre y las lágrimas ahora falta el sudor: construir en vez de destruir.
Esta es la tercera nota de una serie de cuatro, que se completará con en la edición de La Nación del viernes 3 de marzo.
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