Todos conocemos los desastres económicos y ecológicos de la era soviética. Lo que quizás no ha sido lo suficientemente enfatizado es el derrumbe moral e intelectual del régimen. Una razón para ello es que durante más de medio siglo el sistema entero estuvo, como rasgo fundamental, falsificado a gran escala. La historia, las cifras de la producción, los resultados de los censos: todo era falsificado. Aún más desmoralizador, la esfera entera del pensamiento se encontraba controlada y distorsionada.
A medida que la verdad penetraba, se tornaba cada vez más una situación en la que solamente los más estúpidos y los más abyectos podían realmente aceptar este mundo falso. Una de las cosas más difíciles de transmitir a una audiencia occidental es cuán desagradables eran realmente las bases de la vieja clase dirigente soviética—cuán mezquinas, traicioneras, desvergonzadas, cobardes, obsecuentes e ignorantes. (Desafortunadamente, estos conceptos son desconocidos para la «ciencia política.») De este modo, el sistema soviético experimentó un largo proceso de decaimiento. Tras el fallido golpe de estado del año pasado, un ruso me dijo: «Hemos sido gobernados por idiotas durante 40 años y esta es la primera vez que valió la pena.»
La situación política en la ex Unión Soviética sigue siendo muy peligrosa, pero al menos la gente allí se ha librado del marxismo-leninismo. Pueden no saber en absoluto lo que quieren. Pero saben lo que no quieren. Incluso los fallidos conspiradores de agosto de 1991, en su manifiesto, no se atrevieron a mencionar ni al socialismo ni al marxismo—y hablaban solamente de restaurar el orden y de preservar las fronteras de la URSS.
Pero lo que Rusia atravesó (y por lo que Etiopía por ejemplo también atravesó) no fue una suerte de cambio natural. Fueron las ideas que poseían las mentes de los leninistas las que causaron los desastres.
Primero, el concepto destructivo promulgaba que una rigurosa comprensión científica de la sociedad humana había sido alcanzada. Luego, la teoría incluyó la noción de que la vida entera estaba dominada por una lucha implacable, a escala mundial, entre los sectores de la sociedad. A continuación, los seres humanos encontrarían quienes aceptasen tales dogmas sin seria consideración—y no solamente en la URSS.
Si la ideología soviética está muerta en su patria, debemos entonces preguntarnos, ¿hemos aprendido aquí en occidente la lección? La mera existencia de la URSS, y de sus ideas, distorsionó la forma en la cual mucha gente alrededor del mundo pensaba acerca de la sociedad, de la economía, y de la historia humana. Un número no insignificante de miembros de la elite occidental se encontraba en un grado u otro engañado, o auto-engañado, respecto del régimen comunista. Algunos lo veían como, en todo lo esencial, más avanzado que el nuestro. Esta visión era principalmente sostenida por los «idealistas.» Otros argumentaban que la URSS era un estado normal, como cualquier otro, y que debía ser tratado como tal. Esta visión era principalmente sostenida por los «pragmáticos.» Ambos estaban equivocados: lejos de ser avanzada, estaba basada en una fantasía arcaica; lejos de ser normal, era una aberración repugnante.
Un motivo de dicha falsa ilusión fue la artificialidad. La discusión en los Estados Unidos acerca de la naturaleza del sovietismo se tornó confusa, bastante ilógicamente, con conflictos internos liberal-conservadores. Ciertamente no posee ningún contenido republicano-demócrata. Mi propia iniciación en la política estadounidense fue con el senador Scoop Jackson; y el senador Daniel Moynihan ha escrito recientemente una entusiasta gacetilla publicitaria para uno de mis libros. No obstante, fue fundamentalmente la lejana izquierda la cual le hacia el juego al comunismo. Y, como escribió Albert Camus, al hablar de similares elementos pro-soviéticos en Francia: No era tanto que les gustaban los rusos sino que ellos «sinceramente detestaban a parte de los franceses.»
Muchos fueron seducidos por la confortable palabra «socialismo,» incluso al grado de rechazar a las ideas occidentales del libre debate, del compromiso político, de la sociedad plural, del poco a poco de manera práctica y del cambio sin caos. Por otra parte, este socialismo llevaba con él la primitiva creencia de que el estado podría solucionar todos los problemas. Vinculado con esto, la otra gran lección del régimen soviético es, por supuesto, el efecto destructivo de una burocracia penetrante. Está claro que esta lección no ha sido aprendida, o no al menos adecuadamente. Los ejemplos proliferan desde la burocracia de la Comunidad Europea en Bruselas a la de la General Motors en Detroit.
El parroquianismo jugó un rol importante en el autoengaño, implicando generalmente una ignorancia de la historia del mundo. Los admiradores de los soviéticos no podían creer que un régimen pudiese matar a millones de sus propios individuos. La catastrófica reducción del campesinado en razón de que hubiese sido «económicamente contraproducente» no habría podido acontecer: así como, presumiblemente, Tamerlán no hubiese podido construir esa pirámide de 70.000 cráneos.
Los científicos políticos y otros, utilizaron en la URSS los métodos que habían derivado de un estudio de sociedades totalmente diferentes. Nos dijeron entonces, que la objetividad académica significaba que uno no debía ser «crítico.» Pero, por supuesto, era imposible escribir objetivamente acerca de los soviéticos sin ser crítico, y el intento de hacerlo de esa manera era completamente engañoso.
Sin embargo, trabajos tales como el mío propio fueron por mucho tiempo del todo difamados, rara vez rechazados de plano, excepto por unos pocos sub-stalinistas (y excéntricos como Jerry Hough). Fue tan solo a mediados de los años ochenta que un esfuerzo «revisionista» más o menos concertado comenzó en la academia sovietológica. Los revisionistas sostenían, en efecto, que nunca había existido tanto terror, ni contra el campesinado ni contra la población en su totalidad, y que el que existió había sido de poca importancia comparado con los cambios administrativos y de personal. Por otra parte, aceptaron los hechos y las cifras proporcionadas por las autoridades soviéticas como veraces.
Los «historiadores» con poco conocimiento de la historia creyeron en los documentos soviéticos. Los demógrafos con poco conocimiento de la Unión Soviética creyeron las cifras de los censos soviéticos. ¡Mala sincronización! Fue precisamente en esta unión que Moscú comenzó a hacer públicos los hechos, y la empresa entera se derrumbó en medio del desprecio general.
O eso pensaría uno. Pero esto sería subestimar la supervivencia obstinada de las ideas muertas, particularmente en las mentes de aquellos que han invertido capital emocional en ellas. Todavía encontramos, especialmente en partes de la academia, la noción perjudicial de que todo es una lucha por el poder, o por ser habilitado, o por la hegemonía, o la opresión; y que toda competencia es un juego de suma cero. Esta no es más que la repetición de la destructiva doctrina de Lenín. Intelectualmente, es reduccionismo; políticamente, es fanatismo.
¿Cómo surge el fanatismo y el dogmatismo del tipo soviético, o similar? A menudo, a la edad de 18 o 20 años, un estudiante se enfrenta a una cierta idea general brillante y, lejos de sentir responsabilidad alguna de someterla a un cuestionamiento serio, de allí en adelante la sigue como un patito a su madre. ¿Es esto adecuadamente desalentado? ¿Se encuentra el estudiante inducido a pensar, a lograr la responsabilidad intelectual; a buscar el conocimiento y a ejercitar el juicio; a evitar las fórmulas?
Me temo que mucha de la educación que ahora encontramos ni siquiera, para decirlo suavemente, se acerca a estos criterios. De hecho, es en el estrato educado, o medio-educado, donde las mentes se encuentran aún infestadas con lo que en el lenguaje de las computadoras llamaríamos virus, que distorsionan sus cálculos.
Ha sido dicho sabiamente que las dos grandes causas de los problemas humanos son la impaciencia y la holgazanería. Intelectualmente, estos son exactamente los fenómenos que producen tales fantasías destructivas. Soluciones ideológicas rápidas para todos los problemas intelectuales y sociales son buscadas, en lugar de una comprensión de sus verdaderas complejidades. La Unión Soviética fue un campo de experimentación para tales enfoques. Nosotros, en Occidente todavía tenemos mucho que aprender, y que desaprender, de los acontecimientos en los ex países comunistas.
Traducido por Gabriel Gasave
Aprendiendo a desaprender la mentalidad leninista
Todos conocemos los desastres económicos y ecológicos de la era soviética. Lo que quizás no ha sido lo suficientemente enfatizado es el derrumbe moral e intelectual del régimen. Una razón para ello es que durante más de medio siglo el sistema entero estuvo, como rasgo fundamental, falsificado a gran escala. La historia, las cifras de la producción, los resultados de los censos: todo era falsificado. Aún más desmoralizador, la esfera entera del pensamiento se encontraba controlada y distorsionada.
A medida que la verdad penetraba, se tornaba cada vez más una situación en la que solamente los más estúpidos y los más abyectos podían realmente aceptar este mundo falso. Una de las cosas más difíciles de transmitir a una audiencia occidental es cuán desagradables eran realmente las bases de la vieja clase dirigente soviética—cuán mezquinas, traicioneras, desvergonzadas, cobardes, obsecuentes e ignorantes. (Desafortunadamente, estos conceptos son desconocidos para la «ciencia política.») De este modo, el sistema soviético experimentó un largo proceso de decaimiento. Tras el fallido golpe de estado del año pasado, un ruso me dijo: «Hemos sido gobernados por idiotas durante 40 años y esta es la primera vez que valió la pena.»
La situación política en la ex Unión Soviética sigue siendo muy peligrosa, pero al menos la gente allí se ha librado del marxismo-leninismo. Pueden no saber en absoluto lo que quieren. Pero saben lo que no quieren. Incluso los fallidos conspiradores de agosto de 1991, en su manifiesto, no se atrevieron a mencionar ni al socialismo ni al marxismo—y hablaban solamente de restaurar el orden y de preservar las fronteras de la URSS.
Pero lo que Rusia atravesó (y por lo que Etiopía por ejemplo también atravesó) no fue una suerte de cambio natural. Fueron las ideas que poseían las mentes de los leninistas las que causaron los desastres.
Primero, el concepto destructivo promulgaba que una rigurosa comprensión científica de la sociedad humana había sido alcanzada. Luego, la teoría incluyó la noción de que la vida entera estaba dominada por una lucha implacable, a escala mundial, entre los sectores de la sociedad. A continuación, los seres humanos encontrarían quienes aceptasen tales dogmas sin seria consideración—y no solamente en la URSS.
Si la ideología soviética está muerta en su patria, debemos entonces preguntarnos, ¿hemos aprendido aquí en occidente la lección? La mera existencia de la URSS, y de sus ideas, distorsionó la forma en la cual mucha gente alrededor del mundo pensaba acerca de la sociedad, de la economía, y de la historia humana. Un número no insignificante de miembros de la elite occidental se encontraba en un grado u otro engañado, o auto-engañado, respecto del régimen comunista. Algunos lo veían como, en todo lo esencial, más avanzado que el nuestro. Esta visión era principalmente sostenida por los «idealistas.» Otros argumentaban que la URSS era un estado normal, como cualquier otro, y que debía ser tratado como tal. Esta visión era principalmente sostenida por los «pragmáticos.» Ambos estaban equivocados: lejos de ser avanzada, estaba basada en una fantasía arcaica; lejos de ser normal, era una aberración repugnante.
Un motivo de dicha falsa ilusión fue la artificialidad. La discusión en los Estados Unidos acerca de la naturaleza del sovietismo se tornó confusa, bastante ilógicamente, con conflictos internos liberal-conservadores. Ciertamente no posee ningún contenido republicano-demócrata. Mi propia iniciación en la política estadounidense fue con el senador Scoop Jackson; y el senador Daniel Moynihan ha escrito recientemente una entusiasta gacetilla publicitaria para uno de mis libros. No obstante, fue fundamentalmente la lejana izquierda la cual le hacia el juego al comunismo. Y, como escribió Albert Camus, al hablar de similares elementos pro-soviéticos en Francia: No era tanto que les gustaban los rusos sino que ellos «sinceramente detestaban a parte de los franceses.»
Muchos fueron seducidos por la confortable palabra «socialismo,» incluso al grado de rechazar a las ideas occidentales del libre debate, del compromiso político, de la sociedad plural, del poco a poco de manera práctica y del cambio sin caos. Por otra parte, este socialismo llevaba con él la primitiva creencia de que el estado podría solucionar todos los problemas. Vinculado con esto, la otra gran lección del régimen soviético es, por supuesto, el efecto destructivo de una burocracia penetrante. Está claro que esta lección no ha sido aprendida, o no al menos adecuadamente. Los ejemplos proliferan desde la burocracia de la Comunidad Europea en Bruselas a la de la General Motors en Detroit.
El parroquianismo jugó un rol importante en el autoengaño, implicando generalmente una ignorancia de la historia del mundo. Los admiradores de los soviéticos no podían creer que un régimen pudiese matar a millones de sus propios individuos. La catastrófica reducción del campesinado en razón de que hubiese sido «económicamente contraproducente» no habría podido acontecer: así como, presumiblemente, Tamerlán no hubiese podido construir esa pirámide de 70.000 cráneos.
Los científicos políticos y otros, utilizaron en la URSS los métodos que habían derivado de un estudio de sociedades totalmente diferentes. Nos dijeron entonces, que la objetividad académica significaba que uno no debía ser «crítico.» Pero, por supuesto, era imposible escribir objetivamente acerca de los soviéticos sin ser crítico, y el intento de hacerlo de esa manera era completamente engañoso.
Sin embargo, trabajos tales como el mío propio fueron por mucho tiempo del todo difamados, rara vez rechazados de plano, excepto por unos pocos sub-stalinistas (y excéntricos como Jerry Hough). Fue tan solo a mediados de los años ochenta que un esfuerzo «revisionista» más o menos concertado comenzó en la academia sovietológica. Los revisionistas sostenían, en efecto, que nunca había existido tanto terror, ni contra el campesinado ni contra la población en su totalidad, y que el que existió había sido de poca importancia comparado con los cambios administrativos y de personal. Por otra parte, aceptaron los hechos y las cifras proporcionadas por las autoridades soviéticas como veraces.
Los «historiadores» con poco conocimiento de la historia creyeron en los documentos soviéticos. Los demógrafos con poco conocimiento de la Unión Soviética creyeron las cifras de los censos soviéticos. ¡Mala sincronización! Fue precisamente en esta unión que Moscú comenzó a hacer públicos los hechos, y la empresa entera se derrumbó en medio del desprecio general.
O eso pensaría uno. Pero esto sería subestimar la supervivencia obstinada de las ideas muertas, particularmente en las mentes de aquellos que han invertido capital emocional en ellas. Todavía encontramos, especialmente en partes de la academia, la noción perjudicial de que todo es una lucha por el poder, o por ser habilitado, o por la hegemonía, o la opresión; y que toda competencia es un juego de suma cero. Esta no es más que la repetición de la destructiva doctrina de Lenín. Intelectualmente, es reduccionismo; políticamente, es fanatismo.
¿Cómo surge el fanatismo y el dogmatismo del tipo soviético, o similar? A menudo, a la edad de 18 o 20 años, un estudiante se enfrenta a una cierta idea general brillante y, lejos de sentir responsabilidad alguna de someterla a un cuestionamiento serio, de allí en adelante la sigue como un patito a su madre. ¿Es esto adecuadamente desalentado? ¿Se encuentra el estudiante inducido a pensar, a lograr la responsabilidad intelectual; a buscar el conocimiento y a ejercitar el juicio; a evitar las fórmulas?
Me temo que mucha de la educación que ahora encontramos ni siquiera, para decirlo suavemente, se acerca a estos criterios. De hecho, es en el estrato educado, o medio-educado, donde las mentes se encuentran aún infestadas con lo que en el lenguaje de las computadoras llamaríamos virus, que distorsionan sus cálculos.
Ha sido dicho sabiamente que las dos grandes causas de los problemas humanos son la impaciencia y la holgazanería. Intelectualmente, estos son exactamente los fenómenos que producen tales fantasías destructivas. Soluciones ideológicas rápidas para todos los problemas intelectuales y sociales son buscadas, en lugar de una comprensión de sus verdaderas complejidades. La Unión Soviética fue un campo de experimentación para tales enfoques. Nosotros, en Occidente todavía tenemos mucho que aprender, y que desaprender, de los acontecimientos en los ex países comunistas.
Traducido por Gabriel Gasave
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