Según Bill Clinton y su predecesor, el final de la Guerra Fría inauguraría una era de paz y de tranquilidad—impuesta por coaliciones multinacionales lideradas más o menos por los Estados Unidos. Pero el bombardeo de la OTAN en Kosovo, ordenado por el Presidente Clinton esta semana, demuestra de manera exacta cuán desordenado—cuán opuesto al Estado de Derecho—este Nuevo Orden Mundial realmente es.
Clinton habla sin fin sobre su compromiso con la OTAN y la comunidad internacional, pero pasa por alto sobre su primera y más fundamental obligación: su solemne compromiso de mantener y defender a la Constitución de los Estados Unidos.
Los forjadores de la Constitución estaban decididos a no conceder al presidente un poder sin trabas para hacer la guerra. habiendo soportado el asedio del Rey Jorge, creyeron que el otorgarle al Ejecutivo el poder de generar guerras conduciría casi inevitablemente al abuso. Así, escribieron claramente: El Congreso, no el Presidente, tendrá el poder “De declarar la Guerra, de conceder cartas de Marca y de Represalia, y de establecer reglas referentes a las capturas en Tierra y en Agua.” El Presidente podría actuar sin la autoridad del Congreso solamente para rechazar ataques repentinos. En el resto de los casos, sólo el Congreso tenía la autoridad para declarar una guerra.
Claramente, cuando se trata de la guerra, los partidarios del poder presidencial hacen la vista gorda frente a la Constitución. Apostando a que pueden soslayar las restricciones impuestas por nuestra Carta Nacional, no llaman guerra al ejercicio de fuerza del Presidente, sino “acciones de policía”, “golpes quirúrgicos,” o “combates limitados.” No estamos ante una academicismo constitucional sino ante una ofuscación constitucional. Los forjadores sabían que los combates militares de menor importancia podrían convertirse rápidamente en otros mayores, así que buscaron limitar al poder presidencial sobre las guerras “pequeñas” tanto como sobre las grandes. Las “Cartas de Marca y de Represalia” que autorizaban al Congreso, pero no al Presidente, a conceder la autorización de contratar a agentes del gobierno para tomar las naves enemigas o para frustrar de otra manera al enemigo eran el método del siglo dieciocho de conducir un “combate limitado.”
Si algunas ambigüedades sobre los poderes de guerra seguían existiendo, el Juez de la Suprema Corte John Marshall las disipó en uno de los primeros casos que trató ese Tribunal en esta materia (Talbot v. Seeman, 1801). Sólo el Congreso, estableció la Corte en una decisión singular, tenía las “facultades íntegras de la guerra,” ya fuera que eso significase autorizar “hostilidades generales” o una “guerra parcial.” Mucho más adelante, el Juez de la Corte Thurgood Marshall se refirió a esta regla y observó que “nada en los 172 años transcurridos desde que esas palabras fueron escritas, altera ese postulado constitucional fundamental (Holtzman v. Schlesinger, 1973).”
Algo es seguro, y es que la ignorancia de la Constitución no se limita a Clinton. Hace solamente algunas pocas semanas, los republicanos alardeaban sobre la importancia suprema del “Estado de Derecho” y la “Sagrada Constitución.” En ese momento, muchos de ellos no tenían ninguna duda sobre el significado exacto de “altos crímenes y delitos menores,” un tema en el cual los eruditos constitucionales se encuentran incómodos. Con todo, cuando la Constitución y la historia constitucional hablan claramente y con una sola voz sobre la facultad de declarar la guerra, pocos republicanos pueden encontrarse deseosos de declarar inconstitucionales las acciones del Presidente. Los republicanos, por supuesto, estaban dispuestos a ignorar al Estado de Derecho cuando Reagan lanzó ataques militares claramente inconstitucionales contra Grenada, el Líbano, Libia y otros países. Los demócratas también están todos demasiado dispuestos a no hacer caso al Estado de Derecho cuando les conviene.
Solamente un puñado de miembros del Congreso como el Senador Joe Biden (demócrata por Delaware) y el diputado Tom Campbell (republicano por California) se ciñe a la Constitución, cualquiera sea el partido del Presidente. Campbell ha intentado en varias ocasiones forzar al Presidente y al Congreso a cumplir con sus deberes bajo la Resolución de los Poderes de Guerra de 1973. Desafortunadamente, la Resolución de los Poderes de Guerra, sancionada en 1973 en respuesta al atolladero de la guerra de Vietnam, ha sido demasiado débil para forzar a los Presidentes a renunciar a sus poderes de guerra ilegalmente mantenidos. El Senador Biden, por lo tanto, presentó un proyecto de ley en julio intentando fortalecer la resolución de 1973. Todo los que verdaderamente sostienen la sagrada verdad del Estado de Derecho y de la Constitución, deberían apoyar los esfuerzos de Campbell, Biden, y de otros por restaurar al Congreso sus legítimas facultades.
Traducido por Gabriel Gasave
El Congreso tendrá el poder de hacer la guerra
Según Bill Clinton y su predecesor, el final de la Guerra Fría inauguraría una era de paz y de tranquilidad—impuesta por coaliciones multinacionales lideradas más o menos por los Estados Unidos. Pero el bombardeo de la OTAN en Kosovo, ordenado por el Presidente Clinton esta semana, demuestra de manera exacta cuán desordenado—cuán opuesto al Estado de Derecho—este Nuevo Orden Mundial realmente es.
Clinton habla sin fin sobre su compromiso con la OTAN y la comunidad internacional, pero pasa por alto sobre su primera y más fundamental obligación: su solemne compromiso de mantener y defender a la Constitución de los Estados Unidos.
Los forjadores de la Constitución estaban decididos a no conceder al presidente un poder sin trabas para hacer la guerra. habiendo soportado el asedio del Rey Jorge, creyeron que el otorgarle al Ejecutivo el poder de generar guerras conduciría casi inevitablemente al abuso. Así, escribieron claramente: El Congreso, no el Presidente, tendrá el poder “De declarar la Guerra, de conceder cartas de Marca y de Represalia, y de establecer reglas referentes a las capturas en Tierra y en Agua.” El Presidente podría actuar sin la autoridad del Congreso solamente para rechazar ataques repentinos. En el resto de los casos, sólo el Congreso tenía la autoridad para declarar una guerra.
Claramente, cuando se trata de la guerra, los partidarios del poder presidencial hacen la vista gorda frente a la Constitución. Apostando a que pueden soslayar las restricciones impuestas por nuestra Carta Nacional, no llaman guerra al ejercicio de fuerza del Presidente, sino “acciones de policía”, “golpes quirúrgicos,” o “combates limitados.” No estamos ante una academicismo constitucional sino ante una ofuscación constitucional. Los forjadores sabían que los combates militares de menor importancia podrían convertirse rápidamente en otros mayores, así que buscaron limitar al poder presidencial sobre las guerras “pequeñas” tanto como sobre las grandes. Las “Cartas de Marca y de Represalia” que autorizaban al Congreso, pero no al Presidente, a conceder la autorización de contratar a agentes del gobierno para tomar las naves enemigas o para frustrar de otra manera al enemigo eran el método del siglo dieciocho de conducir un “combate limitado.”
Si algunas ambigüedades sobre los poderes de guerra seguían existiendo, el Juez de la Suprema Corte John Marshall las disipó en uno de los primeros casos que trató ese Tribunal en esta materia (Talbot v. Seeman, 1801). Sólo el Congreso, estableció la Corte en una decisión singular, tenía las “facultades íntegras de la guerra,” ya fuera que eso significase autorizar “hostilidades generales” o una “guerra parcial.” Mucho más adelante, el Juez de la Corte Thurgood Marshall se refirió a esta regla y observó que “nada en los 172 años transcurridos desde que esas palabras fueron escritas, altera ese postulado constitucional fundamental (Holtzman v. Schlesinger, 1973).”
Algo es seguro, y es que la ignorancia de la Constitución no se limita a Clinton. Hace solamente algunas pocas semanas, los republicanos alardeaban sobre la importancia suprema del “Estado de Derecho” y la “Sagrada Constitución.” En ese momento, muchos de ellos no tenían ninguna duda sobre el significado exacto de “altos crímenes y delitos menores,” un tema en el cual los eruditos constitucionales se encuentran incómodos. Con todo, cuando la Constitución y la historia constitucional hablan claramente y con una sola voz sobre la facultad de declarar la guerra, pocos republicanos pueden encontrarse deseosos de declarar inconstitucionales las acciones del Presidente. Los republicanos, por supuesto, estaban dispuestos a ignorar al Estado de Derecho cuando Reagan lanzó ataques militares claramente inconstitucionales contra Grenada, el Líbano, Libia y otros países. Los demócratas también están todos demasiado dispuestos a no hacer caso al Estado de Derecho cuando les conviene.
Solamente un puñado de miembros del Congreso como el Senador Joe Biden (demócrata por Delaware) y el diputado Tom Campbell (republicano por California) se ciñe a la Constitución, cualquiera sea el partido del Presidente. Campbell ha intentado en varias ocasiones forzar al Presidente y al Congreso a cumplir con sus deberes bajo la Resolución de los Poderes de Guerra de 1973. Desafortunadamente, la Resolución de los Poderes de Guerra, sancionada en 1973 en respuesta al atolladero de la guerra de Vietnam, ha sido demasiado débil para forzar a los Presidentes a renunciar a sus poderes de guerra ilegalmente mantenidos. El Senador Biden, por lo tanto, presentó un proyecto de ley en julio intentando fortalecer la resolución de 1973. Todo los que verdaderamente sostienen la sagrada verdad del Estado de Derecho y de la Constitución, deberían apoyar los esfuerzos de Campbell, Biden, y de otros por restaurar al Congreso sus legítimas facultades.
Traducido por Gabriel Gasave
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