Sesea, le falta un dedo y hay quienes sostienen que también le falta un tornillo desde sus días como un trabajador de una planta metalúrgica y ardiente agitador. Pero si los mercados no han podido evitar que ganara abrumadoramente en una segunda vuelta, el Presidente-electo Brasileño Luiz Inacio “Lula” da Silva debe de haber una razón. ¿Es la misma que expresó durante su campaña?
La visión ortodoxa afirma que el Brasil se encontraba en su camino a la prosperidad, gracias a las políticas de “libre mercado”. Sin embargo, la verdad es que las reformas basadas en el mercado fueron sólo más acomodo político con poco o nada de verdadera liberalización y privatización para las masas. En consecuencia, la economía creció solamente un promedio de 2,6 por ciento al año, mientras que la acumulación de capital, un fundamental indicador a largo plazo, experimentó una tímida tasa de crecimiento del 2,3 por ciento. El costo humano habla por sí mismo: 60 millones de personas viven en la pobreza hoy día, marginadas por una concentración de poder que otorga al 10 por ciento de la población, mayormente de descendencia europea, el control sobre el 80 por ciento de la riqueza. Sobre esta situación ya desoladora algo parecido a las “siete plagas de Egipto” descendió repentinamente en los últimos meses. Debido a la pérdida de confianza de los inversionistas, la moneda de Brasil perdió un tercio de su valor, las tasas de interés alcanzaron niveles del 40 por ciento, y la deuda pública se elevó súbitamente a $260 mil millones. El default no ocurrió debido a que el Fondo Monetario Internacional (FMI) otorgó con una garantía de $30 mil millones, pero la sensación del default está todavía en el aire.
Muchos votantes estaban temerosos del pasado radical de Lula, de su falta de experiencia directiva, de su crítica a la globalización y de su escepticismo respecto del Área de Libre Comercio de las Americas, que el Presidente George W. Bush desea tener en el bolsillo antes de 2005 (Lula acusa a los Estados Unidos de un doble estándar por poner barreras al acero, al azúcar, a los cítricos y a otros productos que Brasil desea exportar al mercado de Estados Unidos). Ahora es Lula quien no debería temer a un cambio radical.
Pero ese cambio no debería significar deshacer las reformas de los años 90, regresando a la clase de corporativismo de los años 30 que el Brasil todavía padece, o a la industrialización de los años 50 y 60 lograda mediante la substitución de importaciones y la inversión extranjera protegida del ingreso de bienes competidores, o a las falsas políticas “pro-mercado” de los años 70 bajo el régimen militar.
Esas políticas, encima de una economía de enclaves de plantaciones de café que rememoran a las épocas coloniales y a las trabas que el gobierno brasileño puso a la agricultura de pequeña y mediana escala en el siglo diecinueve, han hecho del Brasil lo que es: una sociedad de dos niveles en la cual la moderna elite vinculada al gobierno genera riqueza y millones de personas simplemente sobreviven en la economía subterránea, invaden las tierras o vegetan en los gigantescos sectores públicos federales o regionales. Si Lula es radical respecto de quebrar los vastos intereses adquiridos por los barones del poder regional, terminando con los cárteles de intereses especiales creados por el poder del gobierno, reduciendo substancialmente el gasto gubernamental bien por debajo del nivel actual del 40 por ciento, dejando de negociar los derechos de propiedad privada exclusivos a cambio de apoyo político y concediendo a la masa del pueblo propiedad privada y capital, Brasil despegará. Y la turbulencia financiera del país terminará porque el déficit público real del 4 por ciento se convertirá en un superávit, las tasas de interés descenderán, y la deuda se cuidará a sí misma.
¿Hará frente Lula a las feroces presiones de sus dos grandes clientelas electorales, los empleados del gobierno y a los obreros? Entonces es hora de darle a la gran cantidad de personas desaventajadas que votó por Lula, una verdadera oportunidad volviéndolos propietarios. Puede hacerse convirtiendo a la Seguridad Social, la cual consume $20 mil millones de la riqueza del pueblo, en un sistema privado que le permita a cada trabajador construir una cuenta de ahorros personal. Puede hacerse facultando a las masas con la propiedad de participaciones societarias en las gigantescas empresas controladas por el gobierno, como Petrobrás. Puede hacerse creando un ambiente laboral amistoso a través de una drástica reducción de la cargas de los impuestos al trabajo, la flexibilización de las restricciones para despedir o reformando el sistema sectorial de negociación colectiva. Puede hacerse concediendo títulos de propiedad de la tierra fiscal a 5 millones de familias campesinas que se han pasado los últimos 20 años enfrentándose con los grandes terratenientes.
Ahora, ¿Qué tal si Lula toma el sendero de un ortodoxo e izquierdista socialismo de estado? Más allá de las dificultades económicas que causaría, eso podría ser todavía un mejor negocio que si el presidente electo no fuese del todo radical, porque si Lula, como se teme, eleva el salario mínimo e incrementa el nivel del gasto a través de la edificación gubernamental de casas sin tocar la estructura del estado, el Brasil se verá forzado a caer en un default al estilo de Argentina y la opción radical populista estará muerta. Si, por otra parte, Lula, paralizado por las presiones enfrentadas de sus distritos electorales y de los inversionistas de Wall Street, se convierte en un “moderado,” feliz de dirigir una nave que se hunde, entonces el inminente colapso del país estará solamente pospuesto y para entonces una opción populista más radical habrá emergido, acusando a Lula de venderse a la grandes empresas y a los Estados Unidos.
Así pues, aquí están las tres opciones en orden de preferencia: Lula puede ser verdaderamente un radical y facultar a su pueblo con libertad, derechos de propiedad y acceso al capital. Puede ser un socialista de estado y enviar a Brasil por el desagüe, quizás asfaltando el camino para un presidente verdaderamente radical del tipo correcto en una fecha más remota. O puede simplemente no comprometerse en reforma alguna, de modo tal de permitir que la inercia actual de la economía dominada por el gobierno lo arrastren a él y al país hacia el default y provoque el surgimiento de otro líder, más loco que aquel que los mercados en pánico temían que fuese Lula.
Se radical, Lula
Sesea, le falta un dedo y hay quienes sostienen que también le falta un tornillo desde sus días como un trabajador de una planta metalúrgica y ardiente agitador. Pero si los mercados no han podido evitar que ganara abrumadoramente en una segunda vuelta, el Presidente-electo Brasileño Luiz Inacio “Lula” da Silva debe de haber una razón. ¿Es la misma que expresó durante su campaña?
La visión ortodoxa afirma que el Brasil se encontraba en su camino a la prosperidad, gracias a las políticas de “libre mercado”. Sin embargo, la verdad es que las reformas basadas en el mercado fueron sólo más acomodo político con poco o nada de verdadera liberalización y privatización para las masas. En consecuencia, la economía creció solamente un promedio de 2,6 por ciento al año, mientras que la acumulación de capital, un fundamental indicador a largo plazo, experimentó una tímida tasa de crecimiento del 2,3 por ciento. El costo humano habla por sí mismo: 60 millones de personas viven en la pobreza hoy día, marginadas por una concentración de poder que otorga al 10 por ciento de la población, mayormente de descendencia europea, el control sobre el 80 por ciento de la riqueza. Sobre esta situación ya desoladora algo parecido a las “siete plagas de Egipto” descendió repentinamente en los últimos meses. Debido a la pérdida de confianza de los inversionistas, la moneda de Brasil perdió un tercio de su valor, las tasas de interés alcanzaron niveles del 40 por ciento, y la deuda pública se elevó súbitamente a $260 mil millones. El default no ocurrió debido a que el Fondo Monetario Internacional (FMI) otorgó con una garantía de $30 mil millones, pero la sensación del default está todavía en el aire.
Muchos votantes estaban temerosos del pasado radical de Lula, de su falta de experiencia directiva, de su crítica a la globalización y de su escepticismo respecto del Área de Libre Comercio de las Americas, que el Presidente George W. Bush desea tener en el bolsillo antes de 2005 (Lula acusa a los Estados Unidos de un doble estándar por poner barreras al acero, al azúcar, a los cítricos y a otros productos que Brasil desea exportar al mercado de Estados Unidos). Ahora es Lula quien no debería temer a un cambio radical.
Pero ese cambio no debería significar deshacer las reformas de los años 90, regresando a la clase de corporativismo de los años 30 que el Brasil todavía padece, o a la industrialización de los años 50 y 60 lograda mediante la substitución de importaciones y la inversión extranjera protegida del ingreso de bienes competidores, o a las falsas políticas “pro-mercado” de los años 70 bajo el régimen militar.
Esas políticas, encima de una economía de enclaves de plantaciones de café que rememoran a las épocas coloniales y a las trabas que el gobierno brasileño puso a la agricultura de pequeña y mediana escala en el siglo diecinueve, han hecho del Brasil lo que es: una sociedad de dos niveles en la cual la moderna elite vinculada al gobierno genera riqueza y millones de personas simplemente sobreviven en la economía subterránea, invaden las tierras o vegetan en los gigantescos sectores públicos federales o regionales. Si Lula es radical respecto de quebrar los vastos intereses adquiridos por los barones del poder regional, terminando con los cárteles de intereses especiales creados por el poder del gobierno, reduciendo substancialmente el gasto gubernamental bien por debajo del nivel actual del 40 por ciento, dejando de negociar los derechos de propiedad privada exclusivos a cambio de apoyo político y concediendo a la masa del pueblo propiedad privada y capital, Brasil despegará. Y la turbulencia financiera del país terminará porque el déficit público real del 4 por ciento se convertirá en un superávit, las tasas de interés descenderán, y la deuda se cuidará a sí misma.
¿Hará frente Lula a las feroces presiones de sus dos grandes clientelas electorales, los empleados del gobierno y a los obreros? Entonces es hora de darle a la gran cantidad de personas desaventajadas que votó por Lula, una verdadera oportunidad volviéndolos propietarios. Puede hacerse convirtiendo a la Seguridad Social, la cual consume $20 mil millones de la riqueza del pueblo, en un sistema privado que le permita a cada trabajador construir una cuenta de ahorros personal. Puede hacerse facultando a las masas con la propiedad de participaciones societarias en las gigantescas empresas controladas por el gobierno, como Petrobrás. Puede hacerse creando un ambiente laboral amistoso a través de una drástica reducción de la cargas de los impuestos al trabajo, la flexibilización de las restricciones para despedir o reformando el sistema sectorial de negociación colectiva. Puede hacerse concediendo títulos de propiedad de la tierra fiscal a 5 millones de familias campesinas que se han pasado los últimos 20 años enfrentándose con los grandes terratenientes.
Ahora, ¿Qué tal si Lula toma el sendero de un ortodoxo e izquierdista socialismo de estado? Más allá de las dificultades económicas que causaría, eso podría ser todavía un mejor negocio que si el presidente electo no fuese del todo radical, porque si Lula, como se teme, eleva el salario mínimo e incrementa el nivel del gasto a través de la edificación gubernamental de casas sin tocar la estructura del estado, el Brasil se verá forzado a caer en un default al estilo de Argentina y la opción radical populista estará muerta. Si, por otra parte, Lula, paralizado por las presiones enfrentadas de sus distritos electorales y de los inversionistas de Wall Street, se convierte en un “moderado,” feliz de dirigir una nave que se hunde, entonces el inminente colapso del país estará solamente pospuesto y para entonces una opción populista más radical habrá emergido, acusando a Lula de venderse a la grandes empresas y a los Estados Unidos.
Así pues, aquí están las tres opciones en orden de preferencia: Lula puede ser verdaderamente un radical y facultar a su pueblo con libertad, derechos de propiedad y acceso al capital. Puede ser un socialista de estado y enviar a Brasil por el desagüe, quizás asfaltando el camino para un presidente verdaderamente radical del tipo correcto en una fecha más remota. O puede simplemente no comprometerse en reforma alguna, de modo tal de permitir que la inercia actual de la economía dominada por el gobierno lo arrastren a él y al país hacia el default y provoque el surgimiento de otro líder, más loco que aquel que los mercados en pánico temían que fuese Lula.
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