Recientes filtraciones de información de inteligencia altamente clasificada son una señal clara para el pueblo estadounidense de que muchos expertos del gobierno sentían que la inteligencia fue manipulada para justificar la invasión de los EE.UU. de Irak. No obstante ello, el público parece hasta ahora complaciente de asolearse con el resplandor “patriótico” de la victoria sobre Irak en el campo de batalla. Como nación, la mayoría de los estadounidenses saboreamos la visión de la bandera estadounidense cubriendo la estatua de Saddam Hussein en el centro de Bagdad como un símbolo de la conquista de los EE.UU. de otro enemigo vencido. Y estuvimos un poquito decepcionados de que la recepción de las “liberadas” masas iraquíes a las tropas estadounidenses fuese una de ambivalencia antes que de adulación. En síntesis, la guerra fue acerca de “nosotros” y no de los iraquíes. Para demostrar esta conclusión enervada, uno precisa mirar solamente la cobertura de los medios, la cual bien puede reflejar dónde descansa la atención del público. Nos hemos desplazado a la cobertura del juzgamiento de Scott Peterson y del obispo católico que supuestamente cometió el crimen de atropellar a alguien y huir del lugar de los hechos. ¿Y quién puede decirnos qué está sucediendo actualmente en Afganistán—el escenario de la última victoria militar estadounidense? La fea verdad es que a la mayoría de los estadounidenses nos preocupa poco lo que le sucede a los países derrotados tras la guerra en la medida que podamos “golpear nuestros pechos,” como el Teniente General Garner lo expresara, y regocijarnos de la decisiva victoria militar de nuestro masivo superpoder sobre los ejércitos de los déspotas de hojalata en el relativamente pobre mundo en desarrollo.
De hecho, mientras una victoria sea ganada, el público aletargado no se preocupa mucho respecto de por qué fuimos a la guerra en primer lugar. No parecemos preocuparnos de que la administración tergiversó la inteligencia (e incluso tal vez mintió) para agrandar la amenaza de Irak a fin de reunir el apoyo para una guerra cuestionable.
El foco del Congreso y de los medios en la falla de los militares estadounidenses para encontrar cantidades masivas de armas químicas y biológicas después de la guerra es absolutamente curioso, sin embargo. Más importante—aún si algunas de tales armas son eventualmente encontradas—antes de la guerra la Agencia Central de Inteligencia y la Agencia de Inteligencia de la Defensa informaron ambas a la administración que a menos que fuese atacado, Irak era poco proclive a utilizar tales armas o suministrárselas a los terroristas. En una carta al Congreso hecha pública antes de la guerra, el Director de la CIA George Tenet hizo esta apreciación completamente conocida. Sin embargo, los funcionarios de alto nivel de la administración Bush simplemente ignoraron la revelación de la información embarazosa y siguieron adelante—aparentemente tomando una página del libro de juegos de Bill Clinton durante el escándalo de Mónica Lewinsky. En repetidas declaraciones públicas, los funcionarios de alto nivel de Bush retrataron a las armas químicas y biológicas de Irak como una amenaza para los Estados Unidos, ya sea directamente o debido a que las mismas pudiesen ser otorgadas a los terroristas. Los acontecimientos subsecuentes probaron que la amenaza de Irak demostró ser incluso menor que la pronosticada por la comunidad de inteligencia. Irak ni siquiera utilizó tales “super armas” en la situación más calamitosa imaginable para el régimen de Saddam Hussein—estar siendo asediado por una invasión estadounidense. Y ahora los EE.UU. parecen no poder incluso encontrar alguna de las vastas cantidades de agentes químicos y biológicos prometidos por la administración.
La cuestión más preocupante que rodea a la guerra no es que la administración Bush ha fallado en descubrir las super armas en Irak; es que el público estadounidense no le dijera “no” a la guerra (y hasta la fecha no ha revertido su aprobación del conflicto) incluso cuando la justificación para la guerra por parte de los funcionarios de la administración Bush era contradicha públicamente por su propia comunidad de inteligencia.
Esta aceptación pública de la guerra es aún más curiosa dada la sórdida historia de mentiras presidenciales al pueblo estadounidense acerca de las guerras en el pasado. En 1846, la administración Polk envió tropas de los EE.UU. a una región disputada a lo largo de la frontera tejano-mejicana para provocar a México a disparar el primer tiro en la Guerra Mejicana. En 1898, la administración McKinley utilizó una explosión a bordo del buque de guerra U.S. Maine en un puerto cubano para llevar al país a la guerra contra España. La mayoría de los historiadores creen ahora que la explosión fue un total accidente. En la elección de 1916, Woodrow Wilson le prometió al pueblo estadounidense que mantendría a los Estados Unidos fuera de la guerra; en 1917, los Estados Unidos ingresaron en la Primera Guerra Mundial. En 1940, también un año de elecciones, Franklin Roosevelt prometió mantener al país fuera de la Segunda Guerra Mundial, mientras que activamente intentaba emprender una guerra naval con los alemanes en el Atlántico e imponía provocativas sanciones económicas contra el Japón en el Pacífico. En 1964, Lyndon Johnson mintió acerca de un incidente entre navíos de los EE.UU. y de Vietnam del Norte en el Golfo de Tonkin para ganar la aceptación del Congreso a efectos de extender la guerra en Vietnam. Pero convenientemente esperó hasta 1965, después de la elección de 1964, para hacerlo. Para justificar la Operación Tormenta del Desierto, la primera administración Bush citó fotos satelitales que mostraban a las fuerzas iraquíes concentrándose en la frontera entre el recientemente ocupado Kuwait y Arabia Saudita. Curiosamente, fotografías simultáneas de los satélites rusos no detectaron acumulación militar alguna.
En todos esos casos, sin embargo, los estadounidenses confiaron en su gobierno y encontraron más tarde que dicha confianza era extraviada. Lo alarmante acerca de la Segunda Guerra contre Irak es que el pueblo estadounidense poseía un montón de evidencia antes de la guerra—del propio jefe de inteligencia del presidente—de que la administración Bush se encontraba exagerando la amenaza. ¿En una república, no es el pueblo en última instancia el responsable de las políticas que su gobierno adopta en su nombre? La mayoría del público parece regocijarse en su buena voluntad de permitirle al gobierno estadounidense—como los imperios de la antigüedad—conducir guerras “patrióticas” de conquista para la gloria. Los Fundadores de nuestra nación—quiénes se percataron de que las guerras en el exterior conducen a muchos efectos nocivos, tanto internamente como en el exterior—encontrarían a esta equivocada concepción del “patriotismo” de hecho muy preocupante.
Traducido por Gabriel Gasave
La decepción de Bush sobre la Segunda Guerra en Irak: ¿Se debe culpar al público?
Recientes filtraciones de información de inteligencia altamente clasificada son una señal clara para el pueblo estadounidense de que muchos expertos del gobierno sentían que la inteligencia fue manipulada para justificar la invasión de los EE.UU. de Irak. No obstante ello, el público parece hasta ahora complaciente de asolearse con el resplandor “patriótico” de la victoria sobre Irak en el campo de batalla. Como nación, la mayoría de los estadounidenses saboreamos la visión de la bandera estadounidense cubriendo la estatua de Saddam Hussein en el centro de Bagdad como un símbolo de la conquista de los EE.UU. de otro enemigo vencido. Y estuvimos un poquito decepcionados de que la recepción de las “liberadas” masas iraquíes a las tropas estadounidenses fuese una de ambivalencia antes que de adulación. En síntesis, la guerra fue acerca de “nosotros” y no de los iraquíes. Para demostrar esta conclusión enervada, uno precisa mirar solamente la cobertura de los medios, la cual bien puede reflejar dónde descansa la atención del público. Nos hemos desplazado a la cobertura del juzgamiento de Scott Peterson y del obispo católico que supuestamente cometió el crimen de atropellar a alguien y huir del lugar de los hechos. ¿Y quién puede decirnos qué está sucediendo actualmente en Afganistán—el escenario de la última victoria militar estadounidense? La fea verdad es que a la mayoría de los estadounidenses nos preocupa poco lo que le sucede a los países derrotados tras la guerra en la medida que podamos “golpear nuestros pechos,” como el Teniente General Garner lo expresara, y regocijarnos de la decisiva victoria militar de nuestro masivo superpoder sobre los ejércitos de los déspotas de hojalata en el relativamente pobre mundo en desarrollo.
De hecho, mientras una victoria sea ganada, el público aletargado no se preocupa mucho respecto de por qué fuimos a la guerra en primer lugar. No parecemos preocuparnos de que la administración tergiversó la inteligencia (e incluso tal vez mintió) para agrandar la amenaza de Irak a fin de reunir el apoyo para una guerra cuestionable.
El foco del Congreso y de los medios en la falla de los militares estadounidenses para encontrar cantidades masivas de armas químicas y biológicas después de la guerra es absolutamente curioso, sin embargo. Más importante—aún si algunas de tales armas son eventualmente encontradas—antes de la guerra la Agencia Central de Inteligencia y la Agencia de Inteligencia de la Defensa informaron ambas a la administración que a menos que fuese atacado, Irak era poco proclive a utilizar tales armas o suministrárselas a los terroristas. En una carta al Congreso hecha pública antes de la guerra, el Director de la CIA George Tenet hizo esta apreciación completamente conocida. Sin embargo, los funcionarios de alto nivel de la administración Bush simplemente ignoraron la revelación de la información embarazosa y siguieron adelante—aparentemente tomando una página del libro de juegos de Bill Clinton durante el escándalo de Mónica Lewinsky. En repetidas declaraciones públicas, los funcionarios de alto nivel de Bush retrataron a las armas químicas y biológicas de Irak como una amenaza para los Estados Unidos, ya sea directamente o debido a que las mismas pudiesen ser otorgadas a los terroristas. Los acontecimientos subsecuentes probaron que la amenaza de Irak demostró ser incluso menor que la pronosticada por la comunidad de inteligencia. Irak ni siquiera utilizó tales “super armas” en la situación más calamitosa imaginable para el régimen de Saddam Hussein—estar siendo asediado por una invasión estadounidense. Y ahora los EE.UU. parecen no poder incluso encontrar alguna de las vastas cantidades de agentes químicos y biológicos prometidos por la administración.
La cuestión más preocupante que rodea a la guerra no es que la administración Bush ha fallado en descubrir las super armas en Irak; es que el público estadounidense no le dijera “no” a la guerra (y hasta la fecha no ha revertido su aprobación del conflicto) incluso cuando la justificación para la guerra por parte de los funcionarios de la administración Bush era contradicha públicamente por su propia comunidad de inteligencia.
Esta aceptación pública de la guerra es aún más curiosa dada la sórdida historia de mentiras presidenciales al pueblo estadounidense acerca de las guerras en el pasado. En 1846, la administración Polk envió tropas de los EE.UU. a una región disputada a lo largo de la frontera tejano-mejicana para provocar a México a disparar el primer tiro en la Guerra Mejicana. En 1898, la administración McKinley utilizó una explosión a bordo del buque de guerra U.S. Maine en un puerto cubano para llevar al país a la guerra contra España. La mayoría de los historiadores creen ahora que la explosión fue un total accidente. En la elección de 1916, Woodrow Wilson le prometió al pueblo estadounidense que mantendría a los Estados Unidos fuera de la guerra; en 1917, los Estados Unidos ingresaron en la Primera Guerra Mundial. En 1940, también un año de elecciones, Franklin Roosevelt prometió mantener al país fuera de la Segunda Guerra Mundial, mientras que activamente intentaba emprender una guerra naval con los alemanes en el Atlántico e imponía provocativas sanciones económicas contra el Japón en el Pacífico. En 1964, Lyndon Johnson mintió acerca de un incidente entre navíos de los EE.UU. y de Vietnam del Norte en el Golfo de Tonkin para ganar la aceptación del Congreso a efectos de extender la guerra en Vietnam. Pero convenientemente esperó hasta 1965, después de la elección de 1964, para hacerlo. Para justificar la Operación Tormenta del Desierto, la primera administración Bush citó fotos satelitales que mostraban a las fuerzas iraquíes concentrándose en la frontera entre el recientemente ocupado Kuwait y Arabia Saudita. Curiosamente, fotografías simultáneas de los satélites rusos no detectaron acumulación militar alguna.
En todos esos casos, sin embargo, los estadounidenses confiaron en su gobierno y encontraron más tarde que dicha confianza era extraviada. Lo alarmante acerca de la Segunda Guerra contre Irak es que el pueblo estadounidense poseía un montón de evidencia antes de la guerra—del propio jefe de inteligencia del presidente—de que la administración Bush se encontraba exagerando la amenaza. ¿En una república, no es el pueblo en última instancia el responsable de las políticas que su gobierno adopta en su nombre? La mayoría del público parece regocijarse en su buena voluntad de permitirle al gobierno estadounidense—como los imperios de la antigüedad—conducir guerras “patrióticas” de conquista para la gloria. Los Fundadores de nuestra nación—quiénes se percataron de que las guerras en el exterior conducen a muchos efectos nocivos, tanto internamente como en el exterior—encontrarían a esta equivocada concepción del “patriotismo” de hecho muy preocupante.
Traducido por Gabriel Gasave
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