Cuando los estadounidenses ven agitación, violencia, rebelión o guerra civil en otras naciones en las noticias televisivas, a menudo se compadecen correctamente del infortunio de los ciudadanos extranjeros puestos en riesgo. No obstante las noticias son …bien,… las noticias, no la historia. Los estadounidenses rara vez se percatan de que su propio gobierno, en algún momento de la historia, muy probablemente contribuyó a la crisis del día.
Los Estados Unidos son una superpotencia que con frecuencia se inmiscuye—ya sea de manera abierta o encubierta—en los asuntos de otras naciones por todo el planeta. Los estadounidenses tan sólo asumen que tales intervenciones poseen un efecto positivo en los países involucrados. Muy a menudo, sin embargo, lo que a los dirigentes de los EE.UU. les parece una buena idea resulta en su momento ser contraproducente, y a veces desastrosa, en el largo plazo. Por ejemplo, en los 80, los Estados Unidos ayudaron a Irak, el cual había invadido a Irán, derrotado y debilitado a ese principal rival regional—todo mientras miraba para otro lado cuando Irak utilizó gas venenoso contra Irán y contra los iraquíes kurdos apoyados por lo iraníes. Ya no más preocupado respecto de Irán tras esa victoria, Irak estuvo entonces libre para invadir a Kuwait, y el resultado fueron 13 años de guerra entre los Estados Unidos y sus ex aliado secreto. De igual forma, durante esa misma década, las administraciones de Carter y de Reagan, para oponerse a su rival soviético de la Guerra Fría, financiaron y entrenaron a los rebeldes radicales islámicos en la remota y no estratégica Afganistán. Después de que los rebeldes ganaran la guerra, algunos de ellos se volvieron contra los Estados Unidos y se convirtieron en al Qaeda—una de las más horrendas amenazas al territorio estadounidense en la historia de la república.
Y de manera similar, si escarbamos debajo de los últimos acontecimientos en Haití, encontramos mucho gato encerrado. Gran parte del actual problema de Haití yace en las débiles instituciones civiles y en la ausencia de un estado de derecho. Desgraciadamente, la política del gobierno de los EE.UU. hacia Haití ha contribuido a ese estado de cosas. A lo largo del siglo 20, las fuerzas armadas de los EE.UU. intervinieron reiteradamente en Haití. Desde 1915 a 1934, los Infantes de Marina estadounidenses ocuparon incluso el país. Durante ese tiempo, disolvieron el parlamento de Haití, instituyeron la ley marcial y crearon al rufián ejército haitiano. Ese ejército—conteniendo a oficiales senior en las planillas de sueldos de la CIA—derrocó en 1991 a Jean-Bertrand Aristide, quien había sido elegido democráticamente. Los remanentes del mismo, con la ayuda de los EE.UU., tan sólo lo han hecho otra vez.
En 1994, Bill Clinton, un demócrata, amenazó con invadir Haití si las fuerzas armadas haitianas no restituían a Aristide en el poder. Pero George W. Bush, un republicano, resultándole menos útil el líder izquierdista, lo ha obligado ahora a irse. Pero hay más para la esquizofrénica política de los EE.UU. que simplemente la política de izquierda-derecha. En 1994, la contienda interna de Haití estaba generando barcadas de refugiados que causarían una estampida hacia la Florida, un estado electoral clave. Pese a que los haitianos entonces estaban escapando de la mutilación, de la tortura y de otras groseras violaciones a los derechos humanos, la Guardia Costera de los EE.UU. los obligó a regresar a Haití. De manera similar, la gota que derramó el vaso para George W. Bush durante la crisis actual fue un ataque contra una instalación de la Guardia Costera haitiana por parte de partidarios pro-Aristide—un intento de cerrar el regreso de los refugiados. El número de balseros que está actualmente abandonando la nación caribeña es menor al de 1994, pero el caos y la potencial guerra civil de todos contra todos amenazaba dramáticamente con incrementar el flujo. El mantener a los refugiados haitianos fuera de los Estados Unidos es el conductor primario de la política tanto para las administraciones demócratas como republicanas.
Por supuesto, tanto la administración Clinton como la de Bush deben asumir la responsabilidad moral de llevar a una nación rica a expulsar a refugiados pobres, muchas de cuyas vidas han sido puestas en peligro. Pero la administración Bush se coloca también en la embarazosa posición de desalojar a un líder elegido de manera democrática después de su retórica de alto vuelo acerca de invadir Irak para expandir la democracia. Concedemos, que hubo irregularidades en la victoria electoral de Aristide en 2000 y abundancia de corrupción (siempre la hay en Haití), pero Aristide fue electo en dos oportunidades e incluso le traspasó pacíficamente el mando a su sucesor en 1996. Además, los combatientes de la oposición—varios de ellos anteriormente en el ejército, la policía y los paramilitares—poseen pasados criminales tan malos o peores al de Aristide.
Ninguna solución que funcione puede ser impuesta sobre los haitianos desde afuera, mucho menos por parte de una superpotencia que ayudó a destruir a la sociedad civil haitiana en primera instancia. Los haitianos deben aprender a resolver sus propios problemas, en vez de estar siempre mirando para que los Estados Unidos envíen tropas a fin de traer una paz temporaria. Correr con fuerzas militares para apaciguar el desorden meramente recompensa a aquellas fuerzas locales que perennemente inician la violencia para involucrar a los Estados Unidos. Paradójicamente, si los Estados Unidos declarasen que no interferirán en la sociedad haitiana de ninguna manera y bajo ninguna circunstancia, más vidas haitianas serían probablemente salvadas en el largo plazo y el país posiblemente estaría mejor. Es decir, remover la recompensa por la violencia probablemente disminuiría su aparición.
Pero en cambio, los Estados unidos han enviado nuevamente a los Infantes de Marina a Haití. No espere que esta sea la última vez.
Traducido por Gabriel Gasave
Una vez más Déjà vu por todas partes en Haití
Cuando los estadounidenses ven agitación, violencia, rebelión o guerra civil en otras naciones en las noticias televisivas, a menudo se compadecen correctamente del infortunio de los ciudadanos extranjeros puestos en riesgo. No obstante las noticias son …bien,… las noticias, no la historia. Los estadounidenses rara vez se percatan de que su propio gobierno, en algún momento de la historia, muy probablemente contribuyó a la crisis del día.
Los Estados Unidos son una superpotencia que con frecuencia se inmiscuye—ya sea de manera abierta o encubierta—en los asuntos de otras naciones por todo el planeta. Los estadounidenses tan sólo asumen que tales intervenciones poseen un efecto positivo en los países involucrados. Muy a menudo, sin embargo, lo que a los dirigentes de los EE.UU. les parece una buena idea resulta en su momento ser contraproducente, y a veces desastrosa, en el largo plazo. Por ejemplo, en los 80, los Estados Unidos ayudaron a Irak, el cual había invadido a Irán, derrotado y debilitado a ese principal rival regional—todo mientras miraba para otro lado cuando Irak utilizó gas venenoso contra Irán y contra los iraquíes kurdos apoyados por lo iraníes. Ya no más preocupado respecto de Irán tras esa victoria, Irak estuvo entonces libre para invadir a Kuwait, y el resultado fueron 13 años de guerra entre los Estados Unidos y sus ex aliado secreto. De igual forma, durante esa misma década, las administraciones de Carter y de Reagan, para oponerse a su rival soviético de la Guerra Fría, financiaron y entrenaron a los rebeldes radicales islámicos en la remota y no estratégica Afganistán. Después de que los rebeldes ganaran la guerra, algunos de ellos se volvieron contra los Estados Unidos y se convirtieron en al Qaeda—una de las más horrendas amenazas al territorio estadounidense en la historia de la república.
Y de manera similar, si escarbamos debajo de los últimos acontecimientos en Haití, encontramos mucho gato encerrado. Gran parte del actual problema de Haití yace en las débiles instituciones civiles y en la ausencia de un estado de derecho. Desgraciadamente, la política del gobierno de los EE.UU. hacia Haití ha contribuido a ese estado de cosas. A lo largo del siglo 20, las fuerzas armadas de los EE.UU. intervinieron reiteradamente en Haití. Desde 1915 a 1934, los Infantes de Marina estadounidenses ocuparon incluso el país. Durante ese tiempo, disolvieron el parlamento de Haití, instituyeron la ley marcial y crearon al rufián ejército haitiano. Ese ejército—conteniendo a oficiales senior en las planillas de sueldos de la CIA—derrocó en 1991 a Jean-Bertrand Aristide, quien había sido elegido democráticamente. Los remanentes del mismo, con la ayuda de los EE.UU., tan sólo lo han hecho otra vez.
En 1994, Bill Clinton, un demócrata, amenazó con invadir Haití si las fuerzas armadas haitianas no restituían a Aristide en el poder. Pero George W. Bush, un republicano, resultándole menos útil el líder izquierdista, lo ha obligado ahora a irse. Pero hay más para la esquizofrénica política de los EE.UU. que simplemente la política de izquierda-derecha. En 1994, la contienda interna de Haití estaba generando barcadas de refugiados que causarían una estampida hacia la Florida, un estado electoral clave. Pese a que los haitianos entonces estaban escapando de la mutilación, de la tortura y de otras groseras violaciones a los derechos humanos, la Guardia Costera de los EE.UU. los obligó a regresar a Haití. De manera similar, la gota que derramó el vaso para George W. Bush durante la crisis actual fue un ataque contra una instalación de la Guardia Costera haitiana por parte de partidarios pro-Aristide—un intento de cerrar el regreso de los refugiados. El número de balseros que está actualmente abandonando la nación caribeña es menor al de 1994, pero el caos y la potencial guerra civil de todos contra todos amenazaba dramáticamente con incrementar el flujo. El mantener a los refugiados haitianos fuera de los Estados Unidos es el conductor primario de la política tanto para las administraciones demócratas como republicanas.
Por supuesto, tanto la administración Clinton como la de Bush deben asumir la responsabilidad moral de llevar a una nación rica a expulsar a refugiados pobres, muchas de cuyas vidas han sido puestas en peligro. Pero la administración Bush se coloca también en la embarazosa posición de desalojar a un líder elegido de manera democrática después de su retórica de alto vuelo acerca de invadir Irak para expandir la democracia. Concedemos, que hubo irregularidades en la victoria electoral de Aristide en 2000 y abundancia de corrupción (siempre la hay en Haití), pero Aristide fue electo en dos oportunidades e incluso le traspasó pacíficamente el mando a su sucesor en 1996. Además, los combatientes de la oposición—varios de ellos anteriormente en el ejército, la policía y los paramilitares—poseen pasados criminales tan malos o peores al de Aristide.
Ninguna solución que funcione puede ser impuesta sobre los haitianos desde afuera, mucho menos por parte de una superpotencia que ayudó a destruir a la sociedad civil haitiana en primera instancia. Los haitianos deben aprender a resolver sus propios problemas, en vez de estar siempre mirando para que los Estados Unidos envíen tropas a fin de traer una paz temporaria. Correr con fuerzas militares para apaciguar el desorden meramente recompensa a aquellas fuerzas locales que perennemente inician la violencia para involucrar a los Estados Unidos. Paradójicamente, si los Estados Unidos declarasen que no interferirán en la sociedad haitiana de ninguna manera y bajo ninguna circunstancia, más vidas haitianas serían probablemente salvadas en el largo plazo y el país posiblemente estaría mejor. Es decir, remover la recompensa por la violencia probablemente disminuiría su aparición.
Pero en cambio, los Estados unidos han enviado nuevamente a los Infantes de Marina a Haití. No espere que esta sea la última vez.
Traducido por Gabriel Gasave
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