En vista del abismo ideológico que pareciera separar a los admiradores de Franklin D. Roosevelt de aquellos de George W. Bush, uno podría suponer que estos dos presidentes exhibían un carácter y una conducta completamente distintas, aunque un análisis minucioso revela que ellos en verdad tienen mucho en común. Las semejanzas, sin embargo, son escasamente tranquilizadoras para aquellos que están preocupados respecto de lo que el Presidente Bush podría llegar a hacer.
Roosevelt y Bush provienen de clases con antecedentes similares, siendo cada uno de ellos los vástagos de una familia pudiente y bien establecida del noroeste. Tras una inicial escolaridad hogareña, Roosevelt asistió a la elitista Groton School en Massachusetts, se graduó del Harvard College, y concurrió a la Columbia Law School. Bush, nieto de un senador de los EE.UU. e hijo de un presidente estadounidense, asistió a la elitista Phillips Academy en Massachusetts y se graduó de la Yale University y de la Harvard Business School.
Ninguno de estos hombres alcanzaron por sí mismos ningún éxito destacable en el sector privado, y ambos aprovecharon las oportunidades para negociar sobre la base de sus antecedentes familiares y conexiones sociales al involucrarse en la política a una edad temprana.
A pesar de los beneficios de estudiar en instituciones educativas de primera línea, ninguno de ellos tuvo mucho interés en el pensamiento profundo o capacidad para él, especializándose en cambio en comportarse como bon vivants e individuos campechanos.
En una biografía de Roosevelt, John T. Flynn hacia hincapié en “la manera libre y sencilla con la cual [Roosevelt] podía confrontar aquellos problemas respecto de los cuales sabia muy poco.” En efecto, Roosevelt padecía de una total despreocupación acerca de su falta de comprensión de muchos asuntos sobre los cuales tenia responsabilidad como presidente. Del calibre intelectual de Bush, obviamente, cuanto menos se diga mejor. Ninguno tenía que vivir con las preocupaciones que le quitan el sueño a la gente común, tal como la de ganarse la vida honestamente o atender los desafíos que plantean una ocupación, el comercio, o una profesión. El viejo adagio “a quién conoces” debe de haber tenido una resonancia especial para ambos.
Ninguno poseía un carácter personal excelente. Roosevelt era un inveterado mentiroso. Su “instinto primario,” de acuerdo con el reportero del New York Times Turner Catledge, “era siempre el de mentir,” a pesar de que “a veces en el medio de una oración cambiaba por la autenticidad debido a que se percataba de que en esa instancia particular podía no ser castigado por la verdad.” Bush también, en la opinión de sus legiones de enemigos y detractores, ha recurrido frecuentemente a las mentiras, de forma más notable en su serie de cambios con anterioridad a la guerra y en las subsecuentes justificaciones para la invasión y la ocupación estadounidense en Irak. Sus críticos pueden estar errados, sin embargo, de que él—en el sentido más estricto—ha mentido en estos pronunciamientos. Puede ser que simplemente no distinga lo falso de lo verdadero, y en lugar de esforzarse por lograr hacerlo, prefiera flotar junto a su arrogancia en un mar de engaños.
Varios observadores han destacado el asombroso aislamiento de Bush de toda aquella información que pudiese contradecir sus bizarras interpretaciones de los acontecimientos en el mundo exterior. Evidentemente, no lee los periódicos y ni siquiera mira muchos programas noticiosos en televisión, reposando en cambio en los resúmenes y en los informes verbales que le proporcionan sus asistentes y en las opiniones expresadas por los aduladores de los que se rodea. Roosevelt parece haber tenido la inteligencia de saber que estaba mintiendo; Bush parece contentarse con vivir en un medio ambiente libre de realidad, esperando confiadamente la intervención divina que transformará sus fantasías y sus ilusiones en realidades sobre la tierra.
Ambos hombres procuraron exitosamente precipitar a la nación a la guerra, y habiéndolo hecho, ambos ganaron entonces estatura por servir como un “presidente de guerra,”a pesar de que la guerra de Roosevelt fue el mayor cataclismo de todos los tiempos, en tanto que la de Bush es un conflicto mucho más pequeño, aunque uno plagado de importantes consecuencias globales. Ambos hombres se involucraron en la guerra con un arrogante desprecio por los escrúpulos constitucionales.
En 1940 y 1941, Roosevelt convirtió a los Estados Unidos en un beligerante no declarado trabajando mano a mano con los británicos, incluso yendo tan lejos como para entregar una parte substancial de la Armada de los EE.UU. a una potencia extranjera totalmente en base a su propia autoridad, en el denominado “acuerdo aniquilador.” Bush, pese a haber jurado “preservar, proteger, y defender la Constitución,” evitó la clara exigencia constitucional de una declaración de guerra parlamentaria y envió a las fuerzas estadounidenses a atacar a Irak como si fuese un Cesar más allá de las restricciones terrenales. acuerdo aniquilador.
Ambos hombres prefirieron, especialmente en la conducción de la política exterior, hacer lo que deseaban, teniendo en cuenta al Congreso o a los tribunales solamente como una cortesía o en consultas y audiencias meramente de forma. Antes de que Roosevelt se transformara a sí mismo de Dr. New Deal en Dr. Gana la Guerra, su administración se había quedado sin vapor y enfrentaba una oposición creciente en el Congreso y entre el público en general. De manera similar, la administración Bush se encontraba errante y sin sentido hasta que los ataques del 11/09 elevaron al presidente al status de “gran líder” y cambiaran su andar incierto por la fanfarronada de “los estoy esperando.”
Ninguno de ellos aprendió nada de sus oponentes políticos ni del fracaso de sus políticas para salir adelante, cayendo instintivamente en una mentalidad de “nosotros contra ellos” para lidiar con las diferencias de opinión, de interpretación, o de juicio moral. Cuando el New Deal fracasó en sacar plenamente a la economía de la Gran Depresión y luego, en 1937-1938, la sacudió en una “depresión dentro de una depresión,” Roosevelt solamente pudo balbucear que sus enemigos entre los “monárquicos económicos” habían montado un golpe de capital para sabotear su presidencia.
Bush, confrontado con la manifiesta catástrofe de la ocupación estadounidense de Irak, no encuentra nada a lo que culpar ni a nadie en su administración que sea responsable por la debacle. A aquellos como Colin Powell, quien recientemente se armó de coraje para decirle al presidente que “estamos perdiendo,” el presidente prefiere mandarlos a hacer las maletas, percibiendo en su honestidad tan solo deslealtad para con su noble búsqueda, para con su paciente buena voluntad de prolongar indefinidamente a un salvajismo y a una matanza sin sentido.
Tanto Roosevelt como Bush presidieron sobre un enorme esfuerzo en el crecimiento del gobierno financiado en parte sustancial mediante el incremento de la deuda. Bajo Roosevelt, el gasto interno y la reglamentación económica se esparcieron con anterioridad a la tremenda acumulación militar de los años de guerra; bajo Bush, el gasto interno y militar y la reglamentación se han disparado hacia arriba.
A pesar de que las aplastantes medidas reglamentaristas de Roosevelt fueron mucho más grandes que las de Bush, el actual presidente realizó la mayor adición en décadas al aparato de bienestar del gobierno-el beneficio de los medicamentos recetados añadido al Medicare, el cual seguramente excederá pronto sus ya enormes costos estimados. Los incrementos en el gasto de Bush se han realizado a la tasa más rápida desde el auge de las armas-y-la manteca de la administración de Lyndon B. Johnson, y Bush parece no haber estado capacitado para vetar ni un solo proyecto de ley sobre gastos, sin importar cuán escandalosamente rodeados de negociados los mismos podían estar.
Sin duda alguna que podrían también ser mencionados otros paralelos, pero las observaciones precedentes son suficientes para establecer mi punto central. En el gobierno, lo han destacado muchos comentaristas, ningún fracaso queda sin ser premiado. Efectivamente, cuanto mayor el fracaso, mayor la recompensa. Franklin D. Roosevelt y George W. Bush ejemplifican de maneras notablemente similares la veracidad de esta observación.
Traducido por Gabriel Gasave
Franklin D. Roosevelt y George W. Bush: Algunas similitudes inquietantes
En vista del abismo ideológico que pareciera separar a los admiradores de Franklin D. Roosevelt de aquellos de George W. Bush, uno podría suponer que estos dos presidentes exhibían un carácter y una conducta completamente distintas, aunque un análisis minucioso revela que ellos en verdad tienen mucho en común. Las semejanzas, sin embargo, son escasamente tranquilizadoras para aquellos que están preocupados respecto de lo que el Presidente Bush podría llegar a hacer.
Roosevelt y Bush provienen de clases con antecedentes similares, siendo cada uno de ellos los vástagos de una familia pudiente y bien establecida del noroeste. Tras una inicial escolaridad hogareña, Roosevelt asistió a la elitista Groton School en Massachusetts, se graduó del Harvard College, y concurrió a la Columbia Law School. Bush, nieto de un senador de los EE.UU. e hijo de un presidente estadounidense, asistió a la elitista Phillips Academy en Massachusetts y se graduó de la Yale University y de la Harvard Business School.
Ninguno de estos hombres alcanzaron por sí mismos ningún éxito destacable en el sector privado, y ambos aprovecharon las oportunidades para negociar sobre la base de sus antecedentes familiares y conexiones sociales al involucrarse en la política a una edad temprana.
A pesar de los beneficios de estudiar en instituciones educativas de primera línea, ninguno de ellos tuvo mucho interés en el pensamiento profundo o capacidad para él, especializándose en cambio en comportarse como bon vivants e individuos campechanos.
En una biografía de Roosevelt, John T. Flynn hacia hincapié en “la manera libre y sencilla con la cual [Roosevelt] podía confrontar aquellos problemas respecto de los cuales sabia muy poco.” En efecto, Roosevelt padecía de una total despreocupación acerca de su falta de comprensión de muchos asuntos sobre los cuales tenia responsabilidad como presidente. Del calibre intelectual de Bush, obviamente, cuanto menos se diga mejor. Ninguno tenía que vivir con las preocupaciones que le quitan el sueño a la gente común, tal como la de ganarse la vida honestamente o atender los desafíos que plantean una ocupación, el comercio, o una profesión. El viejo adagio “a quién conoces” debe de haber tenido una resonancia especial para ambos.
Ninguno poseía un carácter personal excelente. Roosevelt era un inveterado mentiroso. Su “instinto primario,” de acuerdo con el reportero del New York Times Turner Catledge, “era siempre el de mentir,” a pesar de que “a veces en el medio de una oración cambiaba por la autenticidad debido a que se percataba de que en esa instancia particular podía no ser castigado por la verdad.” Bush también, en la opinión de sus legiones de enemigos y detractores, ha recurrido frecuentemente a las mentiras, de forma más notable en su serie de cambios con anterioridad a la guerra y en las subsecuentes justificaciones para la invasión y la ocupación estadounidense en Irak. Sus críticos pueden estar errados, sin embargo, de que él—en el sentido más estricto—ha mentido en estos pronunciamientos. Puede ser que simplemente no distinga lo falso de lo verdadero, y en lugar de esforzarse por lograr hacerlo, prefiera flotar junto a su arrogancia en un mar de engaños.
Varios observadores han destacado el asombroso aislamiento de Bush de toda aquella información que pudiese contradecir sus bizarras interpretaciones de los acontecimientos en el mundo exterior. Evidentemente, no lee los periódicos y ni siquiera mira muchos programas noticiosos en televisión, reposando en cambio en los resúmenes y en los informes verbales que le proporcionan sus asistentes y en las opiniones expresadas por los aduladores de los que se rodea. Roosevelt parece haber tenido la inteligencia de saber que estaba mintiendo; Bush parece contentarse con vivir en un medio ambiente libre de realidad, esperando confiadamente la intervención divina que transformará sus fantasías y sus ilusiones en realidades sobre la tierra.
Ambos hombres procuraron exitosamente precipitar a la nación a la guerra, y habiéndolo hecho, ambos ganaron entonces estatura por servir como un “presidente de guerra,”a pesar de que la guerra de Roosevelt fue el mayor cataclismo de todos los tiempos, en tanto que la de Bush es un conflicto mucho más pequeño, aunque uno plagado de importantes consecuencias globales. Ambos hombres se involucraron en la guerra con un arrogante desprecio por los escrúpulos constitucionales.
En 1940 y 1941, Roosevelt convirtió a los Estados Unidos en un beligerante no declarado trabajando mano a mano con los británicos, incluso yendo tan lejos como para entregar una parte substancial de la Armada de los EE.UU. a una potencia extranjera totalmente en base a su propia autoridad, en el denominado “acuerdo aniquilador.” Bush, pese a haber jurado “preservar, proteger, y defender la Constitución,” evitó la clara exigencia constitucional de una declaración de guerra parlamentaria y envió a las fuerzas estadounidenses a atacar a Irak como si fuese un Cesar más allá de las restricciones terrenales. acuerdo aniquilador.
Ambos hombres prefirieron, especialmente en la conducción de la política exterior, hacer lo que deseaban, teniendo en cuenta al Congreso o a los tribunales solamente como una cortesía o en consultas y audiencias meramente de forma. Antes de que Roosevelt se transformara a sí mismo de Dr. New Deal en Dr. Gana la Guerra, su administración se había quedado sin vapor y enfrentaba una oposición creciente en el Congreso y entre el público en general. De manera similar, la administración Bush se encontraba errante y sin sentido hasta que los ataques del 11/09 elevaron al presidente al status de “gran líder” y cambiaran su andar incierto por la fanfarronada de “los estoy esperando.”
Ninguno de ellos aprendió nada de sus oponentes políticos ni del fracaso de sus políticas para salir adelante, cayendo instintivamente en una mentalidad de “nosotros contra ellos” para lidiar con las diferencias de opinión, de interpretación, o de juicio moral. Cuando el New Deal fracasó en sacar plenamente a la economía de la Gran Depresión y luego, en 1937-1938, la sacudió en una “depresión dentro de una depresión,” Roosevelt solamente pudo balbucear que sus enemigos entre los “monárquicos económicos” habían montado un golpe de capital para sabotear su presidencia.
Bush, confrontado con la manifiesta catástrofe de la ocupación estadounidense de Irak, no encuentra nada a lo que culpar ni a nadie en su administración que sea responsable por la debacle. A aquellos como Colin Powell, quien recientemente se armó de coraje para decirle al presidente que “estamos perdiendo,” el presidente prefiere mandarlos a hacer las maletas, percibiendo en su honestidad tan solo deslealtad para con su noble búsqueda, para con su paciente buena voluntad de prolongar indefinidamente a un salvajismo y a una matanza sin sentido.
Tanto Roosevelt como Bush presidieron sobre un enorme esfuerzo en el crecimiento del gobierno financiado en parte sustancial mediante el incremento de la deuda. Bajo Roosevelt, el gasto interno y la reglamentación económica se esparcieron con anterioridad a la tremenda acumulación militar de los años de guerra; bajo Bush, el gasto interno y militar y la reglamentación se han disparado hacia arriba.
A pesar de que las aplastantes medidas reglamentaristas de Roosevelt fueron mucho más grandes que las de Bush, el actual presidente realizó la mayor adición en décadas al aparato de bienestar del gobierno-el beneficio de los medicamentos recetados añadido al Medicare, el cual seguramente excederá pronto sus ya enormes costos estimados. Los incrementos en el gasto de Bush se han realizado a la tasa más rápida desde el auge de las armas-y-la manteca de la administración de Lyndon B. Johnson, y Bush parece no haber estado capacitado para vetar ni un solo proyecto de ley sobre gastos, sin importar cuán escandalosamente rodeados de negociados los mismos podían estar.
Sin duda alguna que podrían también ser mencionados otros paralelos, pero las observaciones precedentes son suficientes para establecer mi punto central. En el gobierno, lo han destacado muchos comentaristas, ningún fracaso queda sin ser premiado. Efectivamente, cuanto mayor el fracaso, mayor la recompensa. Franklin D. Roosevelt y George W. Bush ejemplifican de maneras notablemente similares la veracidad de esta observación.
Traducido por Gabriel Gasave
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